El abogado de David Barney era un individuo llamado Herb Foss, a quien yo no conocía en absoluto. Lonnie lo consideraba un patán, pero, en mi opinión, haber conseguido que David Barney saliera bien librado no era mérito pequeño.

Aunque no había habido testigos presenciales del disparo y no se había encontrado el arma homicida, había pruebas de que Barney había comprado un revólver de calibre 38 unos ocho meses antes del suceso. Según el acusado, el arma le había desaparecido de la mesita de noche durante el puente del día del Trabajo, el primer lunes de septiembre, fecha en que la pareja había organizado una fiesta para homenajear a unos amigos de Los Angeles, Don y Julie Seeger. A la pregunta de por qué motivo no había informado a la policía en su momento, arguyó que lo había hablado con Isabelle, y que ésta se había mostrado reacia a que los invitados tuvieran conocimiento del hipotético robo.

Durante el proceso, la hermana de Isabelle había declarado que la pareja hacía meses que comentaba la posibilidad de separarse. David Barney replicó que las disensiones que había habido entre ellos eran insignificantes. No obstante, la desaparición del arma había motivado una pelea, durante la cual Isabelle le ordenó marcharse de la casa. Parecía haber opiniones encontradas en cuanto a las relaciones del matrimonio. David Barney afirmaba que habían sido tempestuosas pero estables, que él e Isabelle habían alcanzado ya una etapa en que era posible conciliar sus diferencias. Otros opinaban que el matrimonio ya no tenía salida, aunque la suposición podía ser únicamente reflejo de lo que deseaban estos testigos.

Fuera cual fuese la verdad, la situación se deterioró a pasos agigantados. David Barney se mudó de domicilio el 15 de septiembre, y a partir de entonces se dedicó a hacer cuanto estaba en su mano por recuperar el afecto de su esposa. La llamaba por teléfono a menudo. Le mandaba flores. Le hacía regalos. Cuando las atenciones del marido resultaban abrumadoras, éste, lejos de conceder a la mujer el respiro que ella solicitaba, redoblaba sus esfuerzos. Le dejaba una rosa roja todas las mañanas en la tapa del motor del coche. Le depositaba joyas en el umbral, le escribía postales sentimentales. Cuanto más le rechazaba ella, más se obsesionaba él. En octubre y noviembre la había llamado a todas horas, y colgaba cuando Isabelle cogía el teléfono. A ella le cambiaron el número, pero David Barney logró averiguarlo a pesar de que no constaba en ningún sitio, y siguió llamándola día y noche. Isabelle instaló un contestador automático. David no se arredró por ello y, cada vez que la llamaba, mantenía la línea ocupada hasta que se agotaba la cinta del contestador. Isabelle había contado a sus amistades que se sentía acosada.

En el ínterin, el marido había alquilado una casa en el mismo sector elegante de Horton Ravine. Cada vez que Isabelle salía de casa, él la seguía. Si se quedaba, él aparcaba al otro lado de la calle y observaba la mansión con prismáticos, espiaba a los visitantes, a los empleados de servicios públicos, a las criadas y señoras de la limpieza. Isabelle dio parte a la policía. Presentó querellas judiciales. Hasta que su abogado consiguió que se emitiera una orden judicial por la que al marido se le prohibía llamarla por teléfono, escribirle y acercarse a menos de doscientos metros de su persona, su casa y su automóvil. La determinación del marido pareció remitir, pero el acoso había logrado su objetivo. La mujer estaba aterrorizada.

En Navidad se sentía muy nerviosa, comía poco, dormía mal, tenía temblores y sufría ataques de angustia y de pánico. Se la veía pálida y con ojeras. Bebía demasiado. La compañía la intranquilizaba y la soledad le daba miedo. Mandó a Shelby, por entonces con cuatro años, a casa de su padre, es decir, de Ken Voigt. Éste había vuelto a casarse, pero según habían sugerido algunos testigos, no había acabado de reponerse del golpe que el divorcio había supuesto para él. Isabelle tomaba calmantes para no desmoronarse durante el día. Por la noche se atiborraba de somníferos. Los Seeger acabaron convenciéndola de que hiciera las maletas y les acompañase a San Francisco. Se dirigían a Santa Teresa para recogerla cuando se les estropeó el inyector electrónico de la gasolina. La llamaron por teléfono y le dejaron un mensaje diciéndole que se retrasarían.

Entre las doce y la una menos cuarto aproximadamente, Isabelle, nerviosa y excitada ante la perspectiva del viaje, sostuvo una larga conversación telefónica con una antigua compañera de estudios que residía en Seattle. En algún momento posterior oyó que llamaban a la puerta y bajó al vestíbulo, pensando que los Seeger acababan de llegar. Estaba totalmente vestida, fumaba un cigarrillo y ya tenía las maletas preparadas en la entrada. Encendió la luz del porche y acercó el ojo a la mirilla antes de abrir la puerta. Pero en vez de ver a sus amigos, vio el alma del 38 que la mató. Los Seeger llegaron a las dos y veinte y se dieron cuenta de que pasaba algo. Avisaron a la hermana de Isabelle, que vivía en un cottage que estaba en la misma propiedad. Tenía llave de la casa y les abrió la puerta trasera. La alarma antirrobo seguía intacta sobre el dintel. Nada más ver a Isabelle, los Seeger avisaron a la policía. Cuando llegó el médico al lugar de los hechos, la temperatura del cadáver había descendido a 36 grados y medio. De acuerdo con el teorema de Moritz, y teniendo en cuenta la temperatura del vestíbulo, el peso de la difunta, la ropa que llevaba y la temperatura y conductividad térmica del suelo de mármol en que yacía, el médico determinó que la muerte se había producido entre la una y las dos de la madrugada.

A las doce del día siguiente detuvieron a David Barney y le acusaron de homicidio en primer grado, acusación a la que Barney replicó presentando una declaración de inocencia. Ya en los primeros movimientos de la partida resultaba innegable que las pruebas que había contra él eran sobre todo de carácter circunstancial. No obstante, según la legislación californiana, los dos elementos que determinan el homicidio -la muerte de la víctima y la existencia de «acción criminal»- pueden demostrarse mediante pruebas circunstanciales o por deducción. Puede fallarse que ha habido comisión de homicidio en primer grado aunque no haya cadáver, aunque no haya pruebas directas de la muerte y aunque no haya confesión de culpabilidad. David Barney había firmado un acuerdo prematrimonial que limitaba su situación económica en caso de divorcio. Al mismo tiempo figuraba como primer beneficiario en las pólizas de seguros de la difunta, y en tanto que viudo de la misma heredaba la parte ganancial de sus bienes, parte que se estimaba en 2.600.000 dólares. David Barney no tenía ninguna coartada sólida que justificara sus movimientos durante la hora del crimen. Dink Jordan sabía que había pruebas de sobra para declararlo culpable.

El juicio duró tres semanas y, después de seis horas de recapitulaciones y dos días de deliberación, el jurado optó por el veredicto de inocencia. David Barney salió del juzgado no sólo en libertad, sino también nadando en la abundancia. Algunos miembros del jurado, entrevistados más tarde, admitieron que habían tenido la fuerte impresión de que Barney había matado a su mujer, pero alegaron que el fiscal no había sabido transformar las «dudas normales» en convicción. Lo que Lonnie Kingman quería, al solicitar el juicio por muerte en circunstancias sospechosas, era repetir el caso por lo civil, donde lo importante es el peso de las pruebas y no la fórmula de las «dudas normales» que rige en lo criminal. Hasta donde llegaba mi conocimiento de estos asuntos, el demandante, Kenneth Voigt, tenía que demostrar no sólo que David Barney había matado a Isabelle, sino que además el homicidio se había perpetrado con intención y ánimo de lucro. No obstante, la acumulación de pruebas de toda índole facilitaba aquí la labor. Así pues, lo que estaba en juego no era la libertad o encarcelamiento de Barney, sino los beneficios derivados del delito. Si la había matado por dinero, como mínimo se le despojaría de sus ganancias.


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