Capítulo Uno

Soplaba un viento de diciembre y Theresa Osborne se cruzó de brazos mientras contemplaba el mar. Al llegar un poco más temprano, algunas personas caminaban por la playa, pero en cuanto se dieron cuenta de los nubarrones se marcharon. Se encontraba sola en la playa y observó el paisaje que la rodeaba. El mar se veía del mismo color del cielo, parecía de hierro líquido, y la niebla, que comenzaba a hacerse densa, ocultaba el horizonte. En otro lugar, en otro tiempo, habría percibido la majestuosa belleza que la rodeaba, pero en ese momento, de pie en la playa, notó que no sentía nada en absoluto. En cierta forma le daba la impresión de que no estaba realmente ahí, como si todo aquello no fuera más que un sueño.

Apenas recordaba el viaje desde Boston aquella mañana, y al contemplar el mar agitado que se arremolinaba comprendió que en realidad no deseaba quedarse. Conduciría de vuelta a casa en cuanto terminara con lo que tenía pensado llevar a cabo, sin importar le tarde que fuera.

Cuando estuvo lista, Theresa comenzó a caminar con lentitud hacia el agua. Llevaba bajo el brazo una bolsa que había empacado con esmero esa mañana. Pronto llegaría la marea alta y ése era el momento en que por fin lo haría. Encontró un lugar en una pequeña duna que se veía cómoda, se sentó en ella y abrió la bolsa. Buscó en ella hasta encontrar el sobre que quería. Aspiró profundo y parsimoniosamente levantó el sello.

En el interior había tres cartas dobladas con sumo cuidado, cartas que había leído más veces de las que podía recordar.

Él usó una pluma fuente para escribirlas y se veían manchas en varios lugares en los que la pluma había goteado. El papel de la carta, con la imagen de un velero en la esquina superior derecha, comenzaba a cambiar de color con el paso del tiempo. Sabía que llegaría el momento en que sería imposible leerlas, pero tal vez después de ese día ya no sentiría la necesidad de regresar a ellas con tanta frecuencia.

Cuando terminó de leerlas las volvió a meter en el sobre de manera tan meticulosa como las había sacado. Después de poner el sobre en la bolsa, miró de nuevo la playa. Desde donde estaba sentada podía ver el sitio en el que todo eso había comenzado.

Recordó que en cuanto amaneció se fue a correr. Era el inicio de un hermoso día de verano. Iba percibiendo poco a poco el mundo a su alrededor: oía el chillido agudo de las golondrinas de mar y el suave golpeteo de las olas que rompían en la arena. Aunque estaba de vacaciones, se había levantado a correr muy temprano para no tener que cuidarse de ver por dónde pasaba. En unas cuantas horas la playa estaría llena de turistas tendidos sobre sus toallas bajo el cálido Sol de Nueva Inglaterra, recibiendo sus rayos. Cape Cod siempre se encontraba repleto en aquella época del año, pero la mayor parte de los paseantes solían dormir hasta más tarde y Theresa disfrutaba de la sensación de correr por la dura y lisa arena que quedaba al bajar la marea. Lo consideraba como un tipo de meditación, por lo que le gustaba hacerlo a solas.

Aunque adoraba a su hijo, se sentía feliz de no tenerlo a su lado. Todas las madres necesitan un descanso de vez en cuando y ansiaba tranquilizarse mientras estuviera ahí. Sin partidos vespertinos de fútbol ni reuniones de natación ni el canal MTV siempre sonando estrepitosamente en el fondo, sin tareas en las que tuviera que ayudarlo. Tres días antes había llevado a Kevin al aeropuerto para que tomara un avión y fuera a visitar a su padre, su ex marido, en California, y sólo cuando ella se lo recordó, él se dio cuenta que no le había dado un beso de despedida.

– Lo siento, mamá -había dicho mientras le echaba los brazos al cuello-. No me extrañes mucho, ¿de acuerdo? -luego se volvió hacia la sobrecargo para entregarle su boleto y casi saltó al avión.

Ella no lo culpaba por casi haberlo olvidado. A los doce años de edad se hallaba en esa extraña fase en la que uno piensa que besar a la madre en público no es precisamente algo grandioso. Además, tenía la mente en otro lado. Su padre y él planeaban visitar primero el Cañón del Colorado; luego recorrerían el río Colorado en balsa, durante una semana y al final irían a Disneylandia. Aunque estaría fuera durante varias semanas, ella sabía que era bueno para Kevin pasar algunas temporadas con su padre.

David no había sido el mejor de los maridos, pero era un buen padre para Kevin. Annette, su nueva esposa, estaba muy ocupada con su bebé, pero a Kevin le agradaba mucho y casi siempre hablaba con entusiasmo de sus visitas y de todo lo que se había divertido. En algunas ocasiones Theresa se sentía un poco celosa al respecto, pero hacía lo posible para que Kevin no se diera cuenta.

Ahora, en la playa, corría a un paso moderadamente rápido. Deanna estaría esperando a que terminara de correr para desayunar juntas; sabía que Brian ya se habría ido y Theresa moría de ganas de verla. Ellos eran una pareja madura, ambos frisaban los sesenta años, a pesar de lo cual Deanna era su mejor amiga.

Deanna, directora administrativa del diario en el que Theresa trabajaba, había tomado vacaciones en Cape Cod con su esposo Brian muchas veces a lo largo de los años. Siempre se alojaban en el mismo lugar, The Fisher House, y cuando ella se enteró de que Kevin iba a ir a visitar a su padre en California, Deanna insistió en que Theresa los acompañara.

– Brian juega al golf todos los días que pasamos ahí y a mí me gustaría tener compañía -le había comentado- y además, ¿qué mas tienes que hacer?

Theresa sabía que tenía razón, y después de algunos días aceptó.

– Me da mucho gusto -le había dicho Deanna con una expresión de victoria en el rostro-. Te va a encantar el sitio.

Theresa tuvo que admitir que era un hermoso lugar para ir de visita, The Fisher House era la casa de un capitán de navío, bellamente restaurada, y se encontraba en el borde de un risco rocoso por encima de la bahía; al verla a la distancia, disminuyó su carrera a un trote. A diferencia de los corredores más jóvenes que aceleraban al final de sus carreras, ella prefería disminuir la velocidad y tomárselo con calma. A los treinta y seis ya no se recuperaba con tanta rapidez como antes.

Mientras su respiración se normalizaba pensó en cómo pasaría el resto del día. Llevaba cinco libros para esas vacaciones, libros que tenía interés en leer pero que durante todo el año por un motivo u otro no había podido abrir. Como articulista del Times de Boston y de otras muchas publicaciones que reproducían su columna, siempre estaba bajo presión para entregar a tiempo tres artículos por semana. No era nada fácil escribir de continuo algo original. Su columna “Padres modernos” se publicaba ya en sesenta diarios por todo el país, y si ella quería que otros periódicos compraran su columna no podía darse el lujo de tomarse ni siquiera unos cuantos días libres.

Theresa disminuyó el paso a una caminata y por fin se detuvo mientras un gaviotín del Caspio le volaba en círculos sobre la cabeza. Después de un momento se quitó los zapatos y los calcetines y caminó por la orilla dejando que las pequeñas olas le mojaran los pies. El agua era refrescante y pasó algunos minutos yendo de un lado a otro. Se alegró de haber encontrado tiempo para escribir algunas columnas extras en los últimos meses y así olvidarse por completo del trabajo durante esa semana. Sintió como si volviera a tener el control de su propio destino, como si apenas estuviera comenzando en el mundo.

Pero cuando cerró los ojos lo único en lo que pudo pensar fue en Kevin. El cielo era testigo de que quería pasar más tiempo con su hijo. Deseaba poder sentarse y charlar con él, jugar Monopolio o simplemente mirar el televisor sin sentir la urgencia de levantarse del sofá para hacer algo más importante.

El problema era que siempre tenía algo que hacer: platos que lavar, baños que asear, había que vaciar la caja de arena del gato, llevar a afinar los autos, lavar la ropa y pagar las cuentas. Y aunque Kevin ayudaba mucho con sus tareas en la casa, siempre estaba casi tan ocupado como ella con la escuela, sus amigos y todas sus demás actividades. Algunas veces le preocupaba que la vida se le estuviera escapando de las manos.

Sin embargo, ¿cómo podía cambiar todo aquello? Su madre solía decirle: “Hay que vivir la vida día con día”, pero ella no tuvo que trabajar fuera de casa ni criar a un hijo sin el apoyo de un padre. No comprendía las presiones que Theresa enfrentaba a diario. Tampoco su hermana menor, Janet, que había seguido 1os pasos de su madre y llevaba felizmente casada casi once años, con tres maravillosas hijas que daban fe de ello. Edward ganaba tan bien que podía mantener a su familia sin que Janet tuviera que trabajar. Había algunas veces en las que Theresa pensaba que tal vez le agradaría una vida como ésa, aunque significara tener que renunciar a su trabajo.

Pero eso ya no podía ser. No después de que ella y David se divorciaron. Hacía ya tres años… cuatro si se contaba el tiempo en que estuvieron separados. No odiaba a David por lo ocurrido, pero el respeto que sentía por él se había hecho trizas. El adulterio no era algo con lo que ella pudiera vivir. El daño en su confianza se volvió irreparable.

Desde el divorcio sólo había tenido unas cuantas citas amorosas. Y no porque no fuera atractiva. Lo era, o al menos eso le decían con frecuencia. Tenía el cabello castaño oscuro, muy lacio, y lo llevaba largo en un corte hasta los hombros. El rasgo que más a menudo alababan eran sus ojos marrón con destellos castaños que atrapaban la luz siempre que estaba al aire libre. Como corría a diario se encontraba en buena condición física y no representaba la edad que tenía. Sin embargo, últimamente al mirarse al espejo había comenzado a sentir que se le notaba la edad.

Sus amigos creían que estaba loca.

– Te ves mejor ahora que hace algunos años -insistían, y todavía algunos hombres la miraban en los pasillos del supermercado. Pero ya no tenía veintidós años, y nunca volvería a tenerlos.

Cuando por fin llegaron los papeles del divorcio, sintió como si una pequeña parte de ella hubiera muerto. Su furia inicial se convirtió en tristeza y ahora sentía algo más, una especie de aturdimiento. Aunque estaba en constante actividad parecía como si ya nunca le ocurriera nada especial. Un día se había vuelto exactamente igual al anterior y ya no distinguía entre uno y otro. Una vez, casi un año atrás, se sentó al escritorio durante quince, minutos tratando de recordar la última cosa espontánea que había hecho. No pudo pensar en nada.


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