Garrett la miró con curiosidad. Theresa se inclinó y preguntó:
– ¿A qué te refieres, Deanna?
Los ojos de Deanna brillaban.
– Recibí noticias ayer. Hablé con Dan Mandel, el director de Media Information Inc., y resulta que quedó muy impresionado contigo. Le gustó la manera en que te desenvolviste en el congreso. Y lo mejor de todo… -Deanna se detuvo para aumentar la tensión e hizo lo posible por contener una sonrisa.
– ¿Sí?
– Va a incluir tu columna en todos sus diarios a partir de enero.
– ¿Estás bromeando? -preguntó incrédula Theresa. Se cubrió la boca con la mano para ahogar un grito, pero aun así fue lo suficientemente fuerte como para que la gente de las mesas cercanas se volviera a mirarlos.
Deanna movió la cabeza.
– No. Quiere volver a hablar contigo el martes. Arreglé una teleconferencia para las diez de la mañana.
– No puedo creerlo -Theresa se inclinó hacia ella y en un impulso abrazó a Deanna, con la emoción reflejada en el rostro.
Brian le dio un pequeño codazo a Garrett.
– Magníficas noticias ¿eh?
Garrett tardó un poco en responder.
– Sí… magníficas.
Deanna y Theresa charlaron sin parar el resto de la velada. Garrett guardó silencio, sin saber bien qué añadir. Como si percibiera su incomodidad, Brian se acercó a Garrett.
– ¿Cuánto tiempo te quedarás?
– Hasta mañana por la noche.
Brian asintió.
– Supongo que es difícil no poder verse a menudo, ¿verdad?
– A veces.
– Ya me lo imagino. Sé que Theresa se deprime por esa causa de vez en cuando.
Al otro lado de la mesa, ella le sonrió a Garrett.
– ¿De qué hablan ustedes dos? -preguntó muy animada.
– De esto y aquello -respondió Brian.
Garrett asintió sin responder y Theresa notó que cambiaba de postura a cada rato. Era evidente que se sentía incómodo, aunque ella no estaba segura de la razón, y eso la dejó perpleja.
– Estuviste muy callado esta noche -comentó Theresa.
Habían regresado al departamento y estaban sentados en el sofá mientras en el radio se oía música de fondo.
– Supongo que no tenía mucho qué decir.
– ¿Disfrutaste de tu charla con Brian?
– Sí. Es una persona agradable -Garrett se detuvo-, pero no soy muy bueno cuando estoy en grupos, en especial cuando siento que no encajo muy bien. Es sólo que… -se detuvo.
– ¿Qué?
Él movió la cabeza.
– Nada.
– No, ¿qué ibas a decir?
Después de un momento, él respondió con palabras cuidadosamente elegidas.
– Sólo iba a decir que todo este fin de semana ha sido muy extraño para mí. El teatro, las comidas caras, salir con tus amigos… en fin -se encogió de hombros-. No es para mí. No es nada de lo que yo haría normalmente.
– Es por eso que planeé así este fin de semana. Quería que conocieras algo diferente.
– No vine aquí para hacer algo diferente. Vine para pasar algún tiempo en paz contigo. Ni siquiera hemos tenido oportunidad de conversar y me voy mañana.
– Eso no es cierto. Anoche estuvimos solos en la cena y hoy otra vez, en el museo. Ha habido tiempo suficiente para charlar.
– Tú sabes a lo que me refiero.
– No, no lo sé. ¿Qué quieres hacer? ¿Quedarte sentado en el departamento?
Él no le respondió. Luego se levantó del sofá, atravesé la habitación y apagó el radio.
– Hay algo extremadamente importante que quiero decirte desde que llegué -dijo él.
– ¿Qué es?
Se volvió, reunió todo su valor y aspiró profundo.
– Este mes sin verte ha sido muy duro para mí y en este momento no estoy seguro si quiero que sigamos así.
Theresa contuvo la respiración por un segundo.
Al ver su expresión, Garrett se acercó a ella.
– No es lo que crees -aclaró él a toda prisa-. No es que ya no quiera volver a verte. Quiero verte todo el tiempo -cuando llegó al sofá, se arrodilló frente a ella. Theresa lo miró, sorprendida. Él la tomó de las manos.
– Quiero que te mudes a Wilmington. Aunque ella sabía que iba a suceder tarde o temprano, no lo había esperado tan pronto ni de esa manera.
Garrett continuó:
– Sé que es un gran paso, pero si te mudaras no pasaríamos estos largos períodos separados. Podríamos vernos a diario -él se acercó y le acarició la mejilla-. Quiero caminar por la playa contigo. Quiero que naveguemos juntos. Quiero que estés ahí cuando vuelva a casa de la tienda. Quiero que nos sintamos como si nos hubiéramos conocido durante toda la vida.
Las palabras salían de la boca de Garrett con rapidez y entre más hablaba más sentía Theresa que la cabeza le daba vueltas. Le parecía como si Garrett estuviera tratando de recrear su relación con Catherine.
– Espera un minuto -lo interrumpió ella por fin-. No puedo sencillamente tomar mis cosas y marcharme. Me refiero a que Kevin está en la escuela. Es feliz aquí. Este es su hogar. Aquí tiene a sus amigos y el fútbol.
– Puede tener todo eso en Wilmington. ¿Acaso no viste ya lo bien que nos llevamos?
Ella le soltó la mano, cada vez más frustrada.
– Y, ¿qué hay de mi columna? ¿Quieres que renuncie a ella?
– Lo que no quiero es que renunciemos a nuestra relación. Hay una gran diferencia.
– Entonces, ¿por qué no puedes tú mudarte a Boston?
– Y, ¿qué haría aquí?
– Lo mismo que haces en Wilmington. Dar clases de buceo, salir a navegar, lo que sea. Es mucho más fácil para ti que para mí.
– No podría. Como ya te dije, esto… -hizo un gesto para señalar el cuarto y las ventanas- no es para mí. Me sentiría perdido en esta ciudad.
Theresa se levantó y atravesó la habitación, muy agitada. Se pasó la mano por el cabello.
– No es justo. Es como si nos pusieras una condición: “Podemos estar juntos pero tendrá que ser a mi manera”. Quieres que renuncie a todo por lo que he luchado, pero no estás dispuesto a dar nada a cambio -ella no le quitó los ojos de encima.
Garrett se puso de pie y caminó hacia Theresa. Al acercarse, ella retrocedió y levantó los brazos poniendo así una barrera.
– Escucha, Garrett, no quiero que me toques en este momento, ¿de acuerdo?
Él dejó caer los brazos a los costados. Durante un largo rato ninguno de los dos dijo nada.
Theresa cruzó los brazos y desvió la mirada.
– Entonces supongo que tu respuesta es no -dijo él por fin.
Ella respondió con cuidado.
– No. Mi respuesta es que vamos a tener que hablar más de esto.
– ¿Para que trates de convencerme de que estoy equivocado?
Aquel comentario no merecía una respuesta. Theresa movió la cabeza y caminó hasta la mesa del comedor, tomó su bolso y se dirigió a la puerta del frente.
– ¿Estás escapando?
Abrió la puerta y la mantuvo así mientras respondía.
– No, Garrett. No estoy escapando. Sólo necesito algunos minutos a solas para pensar. No me gusta que me hables así. Acabas de pedirme que cambie toda mi vida y voy a necesitar tiempo para tomar una decisión.
Se marchó del departamento. Garrett miró la puerta durante un par de segundos, para ver si regresaba. Al ver que no lo hacía, caminó por todo el lugar. Entró en la cocina, después en la habitación de Kevin y salió. Cuando llegó al dormitorio de Theresa se detuvo un momento antes de entrar. Se acercó a la cama, se sentó, colocó la cabeza entre las manos y se preguntó qué podría hacer. De alguna manera sentía que no había nada que pudiera decir cuando ella volviera que no los llevara a una nueva discusión.
Lo pensó por un momento antes de decidir por fin que le escribiría una carta para expresarle lo que sentía. Escribir siempre le ayudaba a pensar con más claridad.
Miró hacia la mesita de noche. Vio el teléfono, pero no encontró papel ni pluma. Abrió el cajón, lo revisé y halló casi al frente una pluma. Siguió buscando el papel y encontró un par de libros de bolsillo, algunas revistas y unos joyeros vacíos; de pronto vio algo que le era familiar.
Un velero.
Estaba en una hoja de papel metida en una delgada agenda. Lo tomó, pensando que se trataba de alguna de las cartas que le había escrito a Theresa durante los últimos dos meses, pero de pronto se quedó inmóvil.
¿Cómo era posible? Aquel papel para correspondencia había sido un regalo de Catherine y él sólo lo usaba cuando le escribía a ella. Las cartas para Theresa las había escrito en un papel distinto.
Contuvo el aliento. Con una rapidez sorprendente revisó el cajón, sacó la agenda y con suavidad retiró no una sino tres hojas. Todavía confundido, parpadeó con fuerza antes de mirar la primera página y ahí, escritas de su puño y letra, estaban las palabras: “Mi querida Catherine”.
“¡Oh, Dios mío!”, pensó. Miró la segunda hoja. Era una fotocopia. “Mi querida Catherine…”
La siguiente carta. “Querida Catherine…”
– ¿Qué es esto? -murmuró, incapaz de creer lo que estaba viendo-. ¡No puede ser! -volvió a leer las cartas sólo para poder confirmarlo.
Era verdad. Eran sus cartas, las cartas para Catherine que había arrojado por la borda del Happenstance y que no había esperado volver a ver jamás.
Apenas oyó el ruido de la puerta del frente al abrirse y volver a cerrarse.
– Garrett, ya regresé -dijo Theresa. Se detuvo y él pudo oírla recorrer el departamento. Luego preguntó: – ¿Dónde estás?
Él no respondió.
Theresa entró en la habitación y lo miró. Estaba pálido y tenía blancos los nudillos por sujetar con fuerza las hojas.
– ¿Estás bien? -preguntó ella.
Él levantó la cabeza lentamente y la miró.
Como una ola, todo la golpeó de pronto: el cajón abierto, los papeles que tenía él en las manos, la expresión del rostro… y supo de inmediato lo que había ocurrido.
– Garrett, yo… verás, puedo explicarte todo -dijo ella en voz baja y rápida.
– Mis cartas -susurró él. La miró con una mezcla de confusión y rabia-. ¿Cómo obtuviste mis cartas?
– Encontré una en la playa, y…
Él la interrumpió.
– ¿La encontraste?
Ella asintió y trató de explicarle.
– Cuando estuve en Cape Cod. Un día salí a correr y encontré la botella.
Garrett miró la primera página, la única carta original. Era la que había escrito ese mismo año. Pero las otras…
– ¿Y éstas? -preguntó sosteniendo en alto las copias. Theresa respondió con suavidad.
– Me las enviaron.
– ¿Quién? -confundido, se levantó de la cama. Ella dio un paso hacia él con la mano en alto.