– ¿Por qué entonces, después de tanto tiempo?
– Porque es cuando tenemos programado que el equipo original abandone Jersey Colony y regrese a la Tierra con todo lo conseguido en dos decenios de investigación espacial: informes sobre sondeos meteorológicos y lunares; resultados científicos de mil experimentos biológicos, químicos y atmosféricos; innumerables fotografías y kilómetros de cintas de vídeo sobre el primer establecimiento humano de una civilización planetaria. La primera fase del proyecto ha quedado terminada. El sueño del «círculo privado» se ha hecho realidad. Jersey Colony pertenece ahora al pueblo americano.
El presidente jugó reflexivamente con su palo. Después preguntó:
– ¿Quién es usted?
– Escudriñe en su memoria. Nos conocimos hace muchos años.
– ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
__Concertaré otra reunión cuando lo crea necesario.
Joe levantó la bolsa de los palos y echó a andar por el estrecho sendero hacia la casa del club. Entonces se detuvo y volvió atrás.
– A propósito, le he dicho una mentira. Eso no es una bomba, sino un regalo del «círculo privado»: una caja nueva de pelotas de golf.
El presidente le miró, contrariado.
– Váyase al diablo, Joe.
– Ah, otra cosa… Lo felicito.
– ¿Me felicita?
Joe le tendió el tanteador.
– He tomado nota de su juego. Han sido setenta y nueve golpes.
4
La reluciente tabla de vela surcaba las picadas aguas con la graciosa elegancia de una flecha a través de la niebla. Su forma delicadamente curvilínea era agradable a la vista y eficaz para alcanzar grandes velocidades sobre las olas. Tal vez siguiendo el sistema más sencillo de la navegación a vela, el casco había sido construido con polietileno sobre una base de espuma de plástico rígida para darle ligereza y elasticidad. Una pequeña aleta sobresalía por debajo de la popa para un control lateral, mientras que una orza situada cerca de la mitad de la tabla evitaba que fuese arrastrada de lado por el viento.
Una vela triangular, teñida de púrpura y con una ancha raya de color turquesa, se ceñía a un mástil de aluminio montado sobre una rótula. Una botavara hacía girar la vela en el mástil y era manejada por unas manos largas y delgadas, de piel áspera y callosa.
Dirk Pitt estaba cansado, más cansado de lo que su aturdida mente podía aceptar. Los músculos de los brazos y de las piernas le pesaban como si estuviesen revestidos de plomo, y el dolor de la espalda y de los hombros aumentaba a cada maniobra que hacía con la tabla. Al menos por tercera vez en la última hora, venció el imperioso deseo de poner rumbo a la playa más próxima y tumbarse sobre la arena.
A través de la mirilla de la vela, observó la boya de color naranja que señalaba la última bordada a barlovento de la maratoniana regata de treinta millas alrededor de Biscayne Bay hasta el faro del cabo Florida, en Key Biscayne. Cuidadosamente, eligió la posición para virar alrededor de la boya. Decidiendo ponerse a la capa, la maniobra más elegante en windsurf, navegó entre el intenso oleaje, cargó el peso sobre la popa y dirigió la proa hacia el nuevo rumbo. Después, agarrando el mástil con una mano, hizo girar el aparejo a barlovento, cambió la posición de los pies y soltó la botavara con la otra mano. A continuación puso la ondeante vela contra el viento y agarró la botavara en el instante preciso. Impulsada por una fresca brisa del norte, de veinte nudos, la tabla surcó el mar agitado y pronto alcanzó una velocidad de casi treinta nudos.
Pitt se sorprendió un poco al ver que, entre cuarenta y un competidores, la mayoría de ellos al menos quince años más jóvenes que él, ocupaba el tercer lugar, a solo veinte metros de los que iban en cabeza.
Las velas multicolores de la flota de windsurfers centelleaban sobre el agua verdeazul como un prisma enloquecido. La meta del faro estaba ahora a la vista. Pitt observó atentamente la tabla que le precedía, esperando el momento adecuado para atacar. Pero antes de que intentase adelantarle, su adversario calculó mal una ola y cayó. Ahora Pitt era el segundo, cuando sólo faltaba media milla.
Entonces, una oscura sombra amenazadora en un cielo sin nubes pasó por encima de él, y oyó el ruido de los tubos de escape de los motores de la aeronave impulsada por hélices encima de su cabeza y ligeramente a su izquierda. Miró hacia arriba y abrió mucho los ojos, incrédulo.
A no más de cien metros, ocultando el sol como en un eclipse, un dirigible descendía del cielo, apuntando con su enorme proa a la flota de tablas de vela. Parecía moverse fuera de control. Sus dos motores hacían girar las hélices a poca velocidad, pero era empujado en el aire por la fuerte brisa. Los que navegaban en las tablas observaron impotentes cómo el gigantesco intruso se cruzaba en su camino.
La barquilla chocó con la cresta de una ola y el dirigible rebotó en el aire, levantándose un par de metros por encima del agua delante de la tabla que iba en cabeza. Incapaz de volverse a tiempo, el joven que la tripulaba, que no tendría más de diecisiete años, se arrojó al agua un instante antes de que el mástil y la vela fuesen hechos trizas por la hélice de estribor del dirigible.
Pitt viró bruscamente e imprimió a su tabla un rumbo paralelo a la temible aeronave. Por el rabillo del ojo vio el nombre, Prosperteer, en grandes letras rojas sobre el costado. La puerta de la barquilla estaba abierta, pero no pudo percibir movimiento alguno en el interior. Gritó, pero su voz se perdió en el ruido de los motores y el zumbido del viento. La torpe aeronave se deslizó sobre el mar como si tuviese vida propia.
De pronto, Pitt sintió el escalofrío de la catástrofe en la región lumbar. El Prosperteer se dirigía hacia la playa, a sólo un cuarto de milla de distancia, apuntando directamente a la amplia terraza del Sonesta Beach Hotel. Aunque el impacto de una aeronave más ligera que el aire contra una estructura sólida causaría pocos daños, era espantosamente seguro que, al romperse los depósitos de carburante, éste se inflamaría y se vertería en las habitaciones de los adormilados huéspedes, o caería sobre los que estaban comiendo en el patio.
Haciendo caso omiso a los mareantes gases de escape, Pitt dirigió su tabla de manera que cruzase por debajo del redondo morro del dirigible. La barquilla chocó contra una ola y una de las hélices le lanzó una rociada de agua salada a los ojos. Su visión se enturbió momentáneamente y poco le faltó para perder el equilibrio. Se agachó y enderezó su pequeña embarcación mientras se reducía la distancia que le separaba del dirigible.
Las multitudes que tomaban baños de sol gesticularon ante la extraña visión del monstruo que se acercaba rápidamente en la playa del hotel.
Pitt tenía que calcular exactamente el tiempo; no habría una segunda oportunidad. Si fallaba, lo más probable era que su cuerpo fuese hecho pedazos por las hélices. Empezaba a sentirse mareado. Estaba agotando sus fuerzas. Sintió que sus músculos tardaban más en responder a las órdenes de su cerebro. Cobró ánimo al comprobar que había logrado que su tabla pasara por debajo del morro del dirigible.
Entonces saltó.
Se agarró a una de las cuerdas de proa del Prosperteer; pero sus manos resbalaron sobre la mojada superficie, arañándose la piel de los dedos y las palmas. Desesperadamente, pasó una pierna alrededor de la cuerda y aguantó con la poca energía que le quedaba. Su peso tiró hacia abajo de la proa del dirigible y Pitt quedó sumergido debajo de la superficie del mar. Trepó por la cuerda hasta sacar la cabeza del agua. Aspiró afanosamente el aire y escupió agua de mar. Su perseguidor se había convertido en su cautivo. El peso del cuerpo de Pitt no era suficiente para detener aquel monstruo del aire, ni mucho menos para contrarrestar el impulso del viento. Estaba a punto de soltar su insegura presa, cuando tocó fondo con los pies. El dirigible lo arrastró sobre la rompiente, y Pitt tuvo la impresión de hallarse en una montaña rusa. Entonces fue lanzado sobre la cálida arena de la playa. Miró hacia arriba y vio que el dique del hotel estaba a menos de treinta metros de distancia.
¡Dios mío!, pensó, ya está: dentro de pocos segundos, el Prosperteer se estrellará contra el hotel y posiblemente estallará. Y había algo más. Las hélices se romperían con el impacto y sus fragmentos de metal caerían sobre la pasmada multitud con la fuerza de una mortífera bomba de metralla.
– ¡Por el amor de Dios, ayúdenme! -gritó Pitt.
Las numerosas personas que se hallaban en la playa estaban como petrificadas, boquiabiertas, estupefactas e infantilmente fascinadas por el extraño espectáculo. De pronto, dos muchachas y un chico corrieron y agarraron una de las dos cuerdas. Después acudió un bañista, seguido de una mujer entrada en años y robusta. Por último, se rompió el hechizo y veinte mirones se adelantaron y sujetaron las cuerdas que se arrastraban. Fue como si una tribu de indígenas medio desnudos entablase un combate contra un enloquecido brontosaurio.
Pies descalzos se hincaron en la arena, trazando surcos en ella cuando los arrastró la terca mole que se cernía sobre sus cabezas. El tirón sobre las cuerdas de proa hizo que la nave girase sobre sí misma y que la cola con aletas describiese un arco de 180 grados y apuntase al hotel, y la rueda de debajo de la barquilla rozó los arbustos de encima del rompeolas, y las hélices se libraron por pulgadas de dar contra el hormigón, tronchando hojas y ramas.
Una fuerte ráfaga de viento sopló desde el mar, empujando al Prosperteer sobre la terraza, aplastando sombrillas y mesas y dirigiendo la popa hacia el quinto piso del hotel… Varias cuerdas fueron arrancadas de las manos que las sostenían y una ola de impotencia barrió la playa. La batalla parecía perdida.
Pitt se puso en píe y corrió a tropezones hasta una palmera próxima. En un último y desesperado esfuerzo, enrolló su cuerda al esbelto tronco, rezando fervientemente para que no se rompiese con la tensión.
La cuerda resistió y se tensó. La palmera de veinte metros de altura tembló, osciló y se dobló durante varios segundos. La muchedumbre contuvo el aliento. Después, con angustiosa lentitud, el árbol se enderezó gradualmente hasta volver a su anterior posición. Las superficiales raíces se mantuvieron firmes y el dirigible se detuvo, con sus aletas a menos de dos metros de la pared oriental del hotel.
Doscientas personas aclamaron y empezaron a aplaudir. Las mujeres saltaron y rieron, mientras los hombres gritaban y levantaban las manos con los pulgares hacia arriba. Ningún equipo triunfador había recibido jamás una ovación más espontánea. Aparecieron los guardias de seguridad del hotel y mantuvieron a los mirones imprudentes lejos de las hélices, que seguían girando.