Pitt se quedó plantado allí, con el mojado cuerpo cubierto de arena recobrando el aliento, empezando a sentir el dolor en las manos quemadas por la cuerda. Mirando fijamente al Prosperteer, tuvo su primera visión clara de la aeronave y le fascinó su diseño anticuado. Evidentemente, era más viejo que los modernos dirigibles Goodyear.

Se abrió paso entre las desparramadas mesas y sillas de la terraza y subió a la barquilla. Los tripulantes estaban todavía sujetos por los cinturones a sus asientos, inmóviles, mudos. Pitt se inclinó sobre el piloto, encontró los interruptores del encendido y los cerró. Los motores sonaron suavemente un par de veces y quedaron en silencio al dar las hélices una última vuelta y detenerse.

Ahora el silencio fue sepulcral.

Pitt hizo una mueca y observó el interior de la barquilla. No había señales de daños, los instrumentos y los controles parecían estar en orden. Pero fueron los aparatos electrónicos los que le sorprendieron. Gradiómetros para detectar el hierro, un sonar y un instrumento para registrar el fondo del mar; todo lo necesario para una búsqueda subacuática.

Pitt no se daba cuenta de las muchas caras que atisbaban desde la puerta abierta de la barquilla, ni oía los aullidos intermitentes de las sirenas que se acercaban. Se sentía aislado y momentáneamente desorientado. La cálida y húmeda atmósfera tenía una irrealidad morbosa y flotaba en el aire el mareante olor a putrefacción humana.

Uno de los tripulantes estaba reclinado sobre una mesita, con la cabeza apoyada sobre los brazos como si durmiese. Su ropa estaba húmeda y manchada. Pitt lo sacudió ligeramente por un hombro. No había firmeza en la carne. Estaba blanda y pulposa. Sintió un frío que le puso la piel de gallina y, sin embargo, el sudor chorreaba por todo su cuerpo.

Volvió la atención a las horribles apariciones sentadas ante los controles. Sus caras estaban cubiertas de moscas, y la descomposición borraba todo rastro de vida. La piel se desprendía de la carne como ampollas o quemaduras reventadas. Los mentones pendían fláccidos de las bocas abiertas, y los labios y las lenguas estaban hinchados y resecos. Los ojos estaban abiertos, mirando a ninguna parte, con los globos opacos y nublados. Las manos se apoyaban todavía en los controles y las uñas se habían vuelto azules. Sin enzimas que las controlasen, las bacterias habían formado gases que hinchaban grotescamente los vientres. El aire húmedo y la elevada temperatura de los trópicos aceleraban en gran manera el proceso de putrefacción.

Los cadáveres descompuestos en el interior del Prosperteer parecían venir de una tumba ignorada, una tripulación macabra de un dirigible-osario en una fantástica misión.

5

El cadáver desnudo de una negra adulta yacía sobre una mesa de reconocimiento bajo las fuertes luces de la sala de autopsias. La conservación era excelente; no había señales visibles de violencia. Para el experto, el grado de rigor mortis indicaba que había muerto hacía menos de siete horas. Su edad parecía estar entre los veinticinco y los treinta años. Aquel cuerpo podía haber atraído un día las miradas masculinas, pero ahora estaba desnutrido, consumido y estragado por diez años de consumo de drogas.

Al forense de Dade County, doctor Calvin Rooney, no le gustaba demasiado tener que hacer esta autopsia. Había bastantes muertes en Miami para tener ocupado a su personal durante las veinticuatro horas del día, y él prefería emplear su tiempo en las autopsias más dramáticas y desconcertantes. Una sobredosis de droga tenía poco interés para él. Pero esta mujer había sido encontrada tirada en el jardín de un comisario del condado y, por eso, habría resultado inadecuado encargarla a un médico de tercera categoría.

Llevando una bata azul, porque detestaba las acostumbradas batas blancas, Rooney, nacido en Florida, veterano del Ejército de los Estados Unidos y graduado en la Facultad de Medicina de Harvard, introdujo una cassete nueva en un magnetófono portátil y empezó a comentar secamente las condiciones generales del cadáver.

Tomó un bisturí y se inclinó para hacer la disección, empezando a unas pulgadas por debajo del mentón y rajando en dirección al pubis. De pronto, interrumpió la incisión sobre la cavidad torácica y se inclinó más, para observar a través de los gruesos cristales de unas gafas con montura de concha. Durante los quince minutos siguientes, extrajo y estudió el corazón, mientras recitaba un monólogo ininterrumpido al magnetófono.

Rooney estaba haciendo una última observación cuando el sheriff Tyler Sweat entró en la sala de autopsias. Era un hombre de aire pensativo, de mediana estatura y hombros ligeramente redondeados, con una mezcla de melancolía y resolución brutal en el semblante. Serio, metódico y astuto, era muy respetado por los hombres y mujeres que trabajaban para él.

Dirigió una mirada inexpresiva al cadáver rajado y saludó con la cabeza a Rooney,

– ¿Otro trozo de carne?

– La mujer del jardín del comisario -respondió Rooney.

– ¿Otra víctima de la droga?

– No hemos tenido tanta suerte. Más trabajo para homicidios. Fue asesinada. Encontré tres pinchazos en el corazón.

– ¿Con un punzón para romper hielo?

– Según todos los indicios.

Sweat miró al patólogo bajito y medio calvo, cuyo aspecto bonachón parecía más propio de un párroco.

– No hay quien pueda engañarle, doctor.

– ¿Qué es lo que trae al terror de los malvados al palacio del forense? -preguntó amablemente Rooney-. ¿Está visitando los barrios bajos?

– No; una identificación de personas importantes. Quisiera que estuviese usted presente.

– Los cuerpos encontrados en el dirigible -dedujo Rooney. Sweat asintió con la cabeza.

– La señora de LeBaron está aquí para ver los restos.

– Yo no lo recomendaría. El cadáver de su marido tiene un aspecto demasiado desagradable para quien no se enfrenta diariamente con la muerte.

– Traté de convencerla de que la identificación de sus efectos sería legalmente suficiente; pero ella insistió. Incluso ha traído a un auxiliar del gobernador para allanarle el camino.

– ¿Dónde están?

– En la oficina del depósito, esperando.

– Y la prensa, ¿qué?

– Todo un regimiento de reporteros de la televisión y los periódicos, corriendo de un lado a otro como locos. He ordenado a mis agentes que les mantengan en el vestíbulo.

– El mundo tiene cosas muy extrañas -dijo Rooney, en uno de sus momentos filosóficos-. El famoso Raymond LeBaron merece grandes titulares en primera página, mientras que a esa pobre infeliz no le dedican más que un par de líneas junto a los anuncios por palabras. -Entonces suspiró, se quitó la bata y la arrojó sobre una silla-. Acabemos con esto, tengo otras dos autopsias esta tarde.

Mientras hablaba, se desencadenó una tormenta tropical y el ruido de los truenos retumbó en las paredes. Rooney se puso una chaqueta deportiva y se arregló la corbata. Echaron a andar; Sweat contemplaba pensativamente el dibujo de la alfombra del pasillo.

– ¿Alguna idea sobre la causa de la muerte de LeBaron? -preguntó el sheriff.

– Es demasiado pronto para saberlo. Los resultados del laboratorio no han sido concluyentes. Quiero hacer algunas pruebas más. Hay demasiadas cosas que no coinciden. No me importa confesar que este caso es un enigma.

– ¿Alguna presunción?

– Nada que me atreviese a poner por escrito. El problema es la increíble rapidez de la descomposición. Raras veces he visto desintegrarse tan de prisa los tejidos, salvo tal vez en una ocasión, en 1974.

Antes de que Sweat pudiese sondear la memoria de Rooney, llegaron a la oficina del depósito y entraron. El ayudante del gobernador, un tipo de aspecto desagradable que vestía un traje con chaleco, se levantó de un salto. Incluso antes de que abriese la boca, Rooney lo clasificó como un pelmazo.

– ¿Podríamos despachar esto a toda prisa, sheriff? La señora LeBaron está muy afligida y quisiera volver a su hotel lo antes posible.

– Le doy mi más sentido pésame -dijo el sheriff-. Pero no hace falta que recuerde a un funcionario público que hay ciertas leyes que hemos de cumplir.

– Y no hace falta que yo le recuerde que el gobernador espera que su departamento la trate con la máxima cortesía para aliviar su dolor.

Rooney se maravilló de la paciencia de Sweat. El sheriff se limitó a pasar junto al ayudante como lo habría hecho para evitar un cubo de basura en una acera.

– Éste es nuestro forense jefe, el doctor Rooney. Asistirá a la identificación.

Jessie LeBaron no parecía en modo alguno afligida. Estaba sentada en un sillón de plástico de color naranja, serena, fría, erguida la cabeza. Y sin embargo, Rooney advirtió una fragilidad que era compensada por la disciplina y el valor. Estaba acostumbrado a asistir a la identificación de cadáveres por los parientes. Había pasado por este mal trago cientos de veces en su carrera y habló instintivamente en tono suave y con amables modales.

– Señora LeBaron, comprendo lo que está usted pasando y haré que esto sea lo menos doloroso posible. Pero antes quiero dejar bien claro que la simple identificación de los efectos encontrados en los cadáveres bastará para cumplir las leyes federales y del condado. Segundo: cualquier característica física que pueda recordar, como cicatrices, prótesis dentales, fracturas de huesos o incisiones quirúrgicas, serán de gran ayuda para mi propia identificación. Y tercero: le suplico respetuosamente que no vea los restos. Aunque las facciones son todavía reconocibles, la descomposición está muy avanzada. Creo que preferiría recordar al señor LeBaron como era en vida a como aparece ahora en un depósito de cadáveres.

– Gracias, doctor Rooney -dijo Jessie-. Le agradezco su preocupación. Pero debo asegurarme de que mi marido está realmente muerto.

Rooney asintió con la cabeza, contrariado, y luego señaló una mesa donde había varias prendas de vestir, carteras, relojes de pulsera y otros artículos personales.

– ¿Ha identificado los efectos del señor LeBaron?

– Sí, los he examinado.

– ¿Y está convencida de que le pertenecían?

– No puede haber duda sobre la cartera y su contenido. El reloj es un regalo que le hice en nuestro primer aniversario.

Rooney se acercó a la mesa y tomó el reloj.

– Un Cartier de oro con cadena haciendo juego y números en cifras romanas que… ¿acierto al decir que son diamantes?

– Sí, una forma rara de diamante negro. Era la piedra que correspondía a su mes de nacimiento.


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