– Su verdadero nombre era Johann Wichman -dijo Esperanza sin que nadie se lo preguntase-. Nació en Alemania y entró ilegalmente en los Estados Unidos saltando de un barco mercante en San Francisco durante el año 1878. Se ignora cómo falsificó sus documentos. Mientras estuvo al mando del Cyclops, vivió en Norfolk, Virginia, con su esposa y su hija.
– ¿Alguna posibilidad de que trabajase para los alemanes en 1918?
– No se demostró nada. ¿Quiere ver los informes de la investigación naval sobre la tragedia?
– Imprímelos. Los estudiaré más tarde.
– La foto siguiente es la del teniente David Forbes, segundo comandante -dijo Esperanza.
La cámara había captado a Forbes en uniforme de gala, de pie junto a lo que Pitt presumió que era un turismo Cadillac de 1916. Tenía cara de galgo, nariz larga y estrecha, y los ojos pálidos, aunque no podía determinarse su color en la fotografía en blanco y negro. Iba pulcramente afeitado y tenía las cejas arqueadas y los dientes ligeramente salientes.
– ¿Qué clase de hombre era? -preguntó Pitt.
– Su historial en la Marina era intachable hasta que Worley le arrestó por insubordinación.
– ¿Motivo?
– El capitán Worley alteró la ruta que había fijado el teniente Forbes y casi naufragó al entrar en Río. Cuando Forbes le pidió explicaciones, Worley se enfureció y le arrestó.
– ¿Estaba Forbes todavía arrestado durante el último viaje?
– Sí.
– ¿Quién es el siguiente?
– El teniente John Church, segundo oficial.
La foto mostraba a un hombre bajito y de aspecto casi endeble, vestido de paisano y sentado a la mesa de un restaurante. Su cara tenía el aire cansado del agricultor después de una larga jornada en el campo; sin embargo, sus ojos oscuros parecían indicar un carácter humorístico. Los cabellos grises, sobre una alta frente, estaban peinados hacia atrás sobre unas orejas pequeñas.
– Parece mayor que los otros -observó Pitt.
– En realidad, sólo tenía veintinueve años -dijo Esperanza-. Ingresó en la Marina a los dieciséis y ascendió gracias a su trabajo.
– ¿Tuvo problemas con Worley?
– No consta en su historial.
La última fotografía era de dos hombres en actitud de firmes ante un tribunal. No había señal de temor en sus semblantes; más bien parecían hoscos y desafiadores. El de la izquierda era alto y esbelto, de brazos musculosos. El otro tenía la corpulencia de un oso pardo.
– Esta fotografía fue tomada durante el consejo de guerra contra el maquinista de primera James Coker y el maquinista de segunda Barney DeVoe por el asesinato del maquinista de tercera Osear Stewart. Los tres estaban destinados a bordo del crucero de los Estados Unidos Pittsburgh. Coker, que es el de la izquierda, fue condenado a muerte en la horca, sentencia que se ejecutó en Brasil. DeVoe, el de la derecha, fue condenado a una pena de cincuenta a noventa y nueve años de prisión, en la cárcel naval de Portsmouth, New Hampshire.
– ¿Cuál es su relación con el Cyclops? -preguntó Pitt.
– El Pittsburgh estaba en Río de Janeiro cuando se cometió el asesinato. Cuando el capitán Worley llegó a puerto, recibió instrucciones de transportar a DeVoe y otros cuatro presos que había en el calabozo del Cyclops a los Estados Unidos.
– Y estuvieron a bordo hasta el final.
– Sí.
– ¿No hay otras fotos de la tripulación?
– Probablemente las habrá en álbumes de familia y en otros sitios privados, pero éstas son las únicas que tengo en mi biblioteca.
– Cuéntame los sucesos que precedieron a la desaparición.
– ¿De palabra o por escrito?
– ¿Puedes escribirlo y hablar al mismo tiempo?
– Lo siento, pero sólo puedo hacer una cosa tras otra. ¿Con qué prefiere que empiece?
– De palabra.
– Está bien. Déme un momento para recopilar datos.
– Pitt empezaba a sentirse soñoliento. Había sido un día muy largo. Aprovechó la pausa para telefonear a Yaeger y pedirle una taza de café.
– ¿Cómo te va con Esperanza?
– Casi empiezo a creer que es real -respondió Pitt.
– Con tal que no empieces a fantasear sobre su cuerpo inexistente…
– Todavía no he llegado a este estado.
– Sé que conocerla es amarla.
– ¿Qué tal te va a ti con LeBaron?
– Lo que me temía -dijo Yaeger-. Borró el rastro de una gran parte de su pasado. No hay nada sobre su personalidad, sino solamente estadísticas, hasta el momento en que se convirtió en el número uno de Wall Street.
– ¿Algo interesante?
– En realidad, no. Procedía de una familia bastante rica. Su padre poseía una cadena de ferreterías. Me parece que Raymond y su padre no se llevaron bien. En ninguna de las biografías que publicaron los periódicos después de convertirse en magnate financiero se hace la menor mención de su familia.
– ¿Has averiguado cómo empezó a ganar dinero en cantidad?
– No hay muchos datos al respecto. Él y un socio que se llamaba Kronberg tuvieron una compañía de rescates marítimos a mediados de los años cincuenta. Parece que fueron tirando durante unos pocos años, hasta que quebraron. Dos años más tarde, Raymond lanzó su periódico.
– El Prosperteer.
– Exacto.
– ¿Hay alguna mención de quién le prestó apoyo?
– Ninguna -respondió Yaeger-. A propósito, Jessie es su segunda esposa. La primera se llamaba Hillary. Murió hace pocos años. No hay datos sobre ella.
– Sigue buscando.
Pitt colgó cuando Esperanza le dijo:
– Tengo los datos del último viaje del Cyclops.
– Oigámoslos.
– Zarpó de Río de Janeiro el 16 de febrero de 1918, con rumbo a Baltimore, Maryland. Iban a bordo su tripulación regular de 15 oficiales y 231 marineros, 57 hombres del crucero Pittsburgh, que eran enviados a la base naval de Norfolk para un nuevo destino, 5 presos, incluido DeVoe, y el cónsul general de los Estados Unidos en Río, Alfred L. Morean Gottschalk, que regresaba a Washington. El cargamento era de 11.000 toneladas de manganeso. «Después de una breve escala en el puerto de Bahía para recoger correspondencia, el barco hizo una nueva escala, ésta no prevista, al entrar en Carlisle Bay, en la isla de Barbados, y anclar en ella. Aquí cargó Worley más, carbón y provisiones, que dijo que eran necesarios para continuar el viaje a Baltimore; pero más tarde se consideró que el cargamento había sido excesivo. Cuando el barco se hubo perdido en el mar, el cónsul norteamericano en Barbados informó sobre ciertos rumores sospechosos acerca de la poco habitual acción de Worley, de extraños sucesos a bordo y de un posible motín. La última vez que fueron vistos el Cyclops y los hombres que iban a bordo fue el 4 de marzo de 1918, cuando zarpó de Barbados.
– ¿No hubo ningún otro contacto? -preguntó Pitt.
– Veinticuatro horas más tarde, un carguero que transportaba madera, llamado Crogan Castle, informó de que su proa fue rota por una enorme ola. Sus peticiones de auxilio por radio fueron contestadas por el Cyclops. Las últimas palabras radiadas por éste fueron su número y este mensaje: «Estamos a cincuenta millas al sur y acudimos a todo vapor.»
– ¿Nada más?
– Esto es todo.
– ¿Dio el Crogan Castle su posición?
– Sí, veintitrés grados treinta minutos de latitud norte por setenta y nueve grados veintiún minutos de longitud oeste, lo cual le situaba a unas veinte millas al sudeste de un banco de arrecifes llamado Anguilla Keys.
– ¿Se perdió también el Crogan Castle?
– No; según los datos, pudo llegar a La Habana.
– ¿Se encontró algún resto del naufragio del Cyclops?
– La Marina efectuó una búsqueda en un amplio sector y no encontró nada.
Pitt vaciló cuando Yaeger entró en la sala de proyecciones y dejó una taza de café junto a la consola, retirándose en silencio. Tomó unos sorbos y pidió a Esperanza que volviese a mostrarle la foto del Cyclops. El barco se materializó en la pantalla del monitor y él lo contempló reflexivamente.
Descolgó el teléfono, marcó un número y esperó. El reloj digital de la consola marcaba las once cincuenta y cinco, pero la voz que le respondió pareció animada y alegre.
– ¡Dirk! -exclamó el doctor Raphael O'Meara-. ¿Qué diablos sucede? Me has pillado en un buen momento; esta mañana acabo de regresar de una excavación en Costa Rica.
– ¿Has encontrado otro camión de tiestos?
– El más rico escondrijo de arte precolombino descubierto hasta la fecha. Unas piezas sorprendentes, algunas de las cuales se remontan a trescientos años antes de Cristo.
– Lástima que no puedas quedártelas.
– Todos mis hallazgos van a parar al Museo Nacional de Costa Rica.
– Eres muy generoso, Raphael.
– Yo no las regalo, Dirk. Los gobiernos de los países donde hago mis hallazgos se los quedan como parte del patrimonio nacional. Pero no quiero aburrir a un vejestorio como tú. ¿A qué debo el placer de tu llamada?
– Necesito que me cuentes lo que sepas sobre un tesoro.
– Desde luego -dijo O'Meara, en tono ahora más serio-, sabes que tesoro es una palabra prohibida para un arqueólogo serio.
– Todos tenemos nuestros fallos -dijo Pitt-. ¿Podemos tomar una copa juntos?
– ¿Ahora? ¿Sabes la hora que es?
– Sé que eres un pájaro nocturno. Tranquilízate. Podría ser en algún lugar cerca de tu casa.
– ¿Qué te parece el Old Angler's Inn de MacArthur Boulevard? Digamos dentro de media hora.
– Me parece bien.
– ¿Puedes decirme cuál es el tesoro que te interesa?
– Aquel en que sueña todo el mundo.
– ¡Oh! ¿Y cuál es?
– Te lo diré cuando nos veamos.
Pitt colgó y contempló el Cyclops. Tenía un aire misterioso y solitario. No pudo dejar de preguntarse qué secretos se habría llevado a su tumba submarina.
– ¿Puedo proporcionarle más datos? – preguntó Esperanza, interrumpiendo su morboso ensueño-. ¿O desea que termine?
– Creo que podemos dejarlo -respondió Pitt-. Gracias, Esperanza. Quisiera poder darte un beso.
– Gracias por el cumplido, Dirk. Pero no soy fisiológicamente capaz de recibir besos.
– Pero seguiré queriéndote.
– Estoy a su servicio siempre que quiera.
Pitt se echó a reír.
– Buenas noches, Esperanza.
– Buenas noches, Dirk.
Ojalá fuese real, pensó éste, con un suspiro soñador.