10
– Jack Daniel's a palo seco -dijo alegremente Raphael O'Meara-. Y que sea doble. Es el mejor medicamento que conozco para despejar la mente.
– ¿Cuánto tiempo has estado en Costa Rica? -preguntó Pitt.
– Tres meses. Y no ha parado de llover un solo día.
– Ginebra Bombay con hielo -dijo Pitt a la camarera.
– Conque has ingresado en las codiciosas filas de los barrenderos del mar -dijo O'Meara, a través de la espesa barba que cubría su cara de la nariz para abajo-. Dirk Pitt, buscador de tesoros. Nunca me lo habría imaginado.
– Mi interés es puramente académico.
– Claro, esto es lo que dicen todos. Sigue mi consejo y olvídalo. La caza de tesoros sumergidos ha costado más dinero de lo que valen los que han sido encontrados. Puedo contar con los dedos de una mano el número de descubrimientos que han dado beneficios en los últimos ocho años. La aventura, la excitación y la riqueza no son más que un mito, un sueño de drogado.
– Estoy de acuerdo,
O'Meara frunció las hirsutas cejas.
– Entonces, ¿qué quieres saber?
– ¿Sabes quién es Raymond LeBaron?
– ¿El rico y emprendedor Raymond, el genio financiero que edita Prosperteer?
– El mismo. Desapareció hace un par de semanas cuando volaba en un dirigible cerca de las Bahamas.
– ¿Cómo podría desaparecer una persona en un dirigible?
– De alguna manera, él lo consiguió. Tienes que haber oído o leído algo acerca de esto.
O'Meara sacudió la cabeza.
– No he mirado la televisión ni leído un periódico desde hace noventa días.
Les sirvieron las bebidas y Pitt expuso brevemente las extrañas circunstancias que rodeaban el misterio. La gente se iba marchando y se quedaron casi solos en bar.
– Y tú crees que LeBaron volaba en una vieja bolsa de gas buscando un barco naufragado y cargado hasta los topes del rico mineral.
– Según su esposa Jessie, sí.
– ¿Cuál era el barco?
– El Cyclops.
– Sé lo del Cyclops. Era un barco carbonero de la Armada que se perdió hace setenta y un años. No recuerdo que se dijese que llevaba riquezas a bordo.
– Por lo visto, LeBaron creía que sí.
– ¿Qué clase de tesoro?
– El Dorado.
– Lo dirás en broma.
– Sólo repito lo que me han dicho.
O'Meara guardó silencio durante un largo rato y sus ojos adquirieron una expresión remota.
– El hombre dorado -dijo al fin-. El nombre que daban los españoles a un hombre de oro. La leyenda (algunos dicen que es una maldición) ha inflamado las imaginaciones durante cuatrocientos cincuenta años.
– ¿Hay algo de verdad en ello? -preguntó Pitt.
– Todas las leyendas se fundan en hechos, pero ésta, a semejanza de todas las demás, ha sido desvirtuada y embellecida hasta convertirla en un cuento de hadas. El Dorado ha inspirado la más larga y tenaz búsqueda del tesoro que se recuerde. Miles de hombres han muerto tratando de encontrarlo.
– Dime cómo nació la historia.
Les sirvieron otro Jack Daniel's y otra ginebra Bombay. Pitt se rió cuando O'Meara bebió primero el vaso de agua. Después el arqueólogo se puso cómodo y recordó tiempos pasados.
– Los conquistadores españoles fueron los primeros que oyeron hablar de un hombre dorado que gobernaba un reino increíblemente rico, en alguna parte de las selvas montañosas al este de los Andes. Según rumores, vivía en una ciudad secreta construida con oro, de calles pavimentadas de esmeraldas, y guardada por un aguerrido ejército de bellas amazonas. Hacía que Oz pareciese un barrio bajo. Una enorme exageración, desde luego. Pero en realidad había varios El Dorado: una larga estirpe de reyes que adoraban a un dios demonio que vivía en el lago Guatavita, en Colombia. Cuando un nuevo monarca asumía el mando del imperio tribal, su cuerpo era untado con goma resinosa y cubierto después de polvo de oro, convirtiéndose así en el hombre dorado. Entonces era colocado en una balsa ceremonial, cargada de oro y piedras preciosas, y conducido a remo hasta el centro del lago, donde arrojaba aquellas riquezas al agua, como ofrenda al dios, cuyo nombre no recuerdo.
– ¿Se recuperó el tesoro?
– Se hicieron numerosos intentos de rastrear el lago, pero todos fracasaron. En 1965, el Gobierno de Colombia declaró Guatavita zona de interés cultural y prohibió toda operación de rastreo. Una lástima, teniendo en cuenta que la riqueza del fondo del lago se calcula entre cien y trescientos millones de dólares.
– ¿Y la ciudad de oro?
– Nunca fue encontrada -dijo O'Meara, haciendo una seña a la camarera para que trajese otra ronda-. Muchos la buscaron y muchos murieron. Nikolaus Federmann, Ambrosius Dalfinger, Sebastián de Belalcázar, Gonzalo y Hernán Jiménez de Quesada, todos buscaron El Dorado, pero sólo encontraron la maldición. Lo propio le ocurrió a sir Walter Raleigh. Después de su segunda expedición inútil, el rey Jaime puso literalmente la cabeza sobre el tajo. La fabulosa ciudad de El Dorado y el tesoro más grande de todos continuaron perdidos.
– Volvamos un momento atrás -dijo Pitt-. El tesoro del fondo del lago no está perdido.
– Se encontraron piezas sueltas -explicó O'Meara-. El segundo tesoro, el premio gordo, el más grande de todos, permanece oculto hasta nuestros días. Tal vez con dos excepciones, ningún forastero puso jamás los ojos en él. La única descripción que tenemos procede de un monje que vino de la selva a una colonia española del río Orinoco, en 1675. Una semana más tarde, antes de morir, dijo que había formado parte de una expedición portuguesa que buscaba minas de diamantes. Afirmó que habían encontrado una ciudad abandonada, rodeada de altos peñascos y guardada por una tribu llamada zanona. Los zanones no eran tan amistosos como fingían, sino que eran caníbales que envenenaban a los portugueses y se los comían. Sólo el monje consiguió escapar. Describió grandes templos y edificios, extrañas inscripciones y el legendario tesoro que envió a la tumba a tantos buscadores.
– Un verdadero hombre de oro -insinuó Pitt-. Una estatua.
– Caliente -dijo O'Meara-. Caliente, pero te has equivocado de sexo.
– ¿De sexo?
– La mujer dorada, la mujer de oro -respondió 0'Meara-. Más comúnmente conocida por La Dorada. Ya lo ves, el nombre se aplicó primero a un hombre y a una ceremonia; más tarde a una ciudad, y por último a un imperio. Con los años, se convirtió en un término para designar un lugar donde podían encontrarse riquezas en el suelo. Como en tantas descripciones aborrecidas por las feministas, el mito masculino se hizo genérico, mientras que el femenino fue olvidado. ¿Quieres otra copa?
– No, gracias; iré alargando ésta.
O'Meara pidió otro Jack Daniel's.
– En todo caso, ya conoces la historia del Taj Mahal. Un caudillo mogol levantó la lujosa tumba como un monumento a su esposa. Lo propio cabe decir de un rey sudamericano precolombino. Su nombre no consta, pero, según la leyenda, su esposa fue la más amada de los cientos de mujeres de su corte. Entonces ocurrió un fenómeno extraño en el cielo, Probablemente un eclipse o el cometa Halley. Y los sacerdotes le exigieron que la sacrificase para apaciguar a los irritados dioses. La vida era dura en aquellos tiempos. Por consiguiente, la mataron y le arrancaron el corazón en una complicada ceremonia.
– Yo creía que eran sólo los aztecas los que arrancaban el corazón de sus víctimas.
– Los aztecas no tenían el monopolio de los sacrificios humanos. Lo notable fue que el rey llamó a sus artesanos y les ordenó que construyesen una estatua de ella, a fin de poder convertirla en una diosa.
– ¿Todo esto lo contó el monje?
– Con todo detalle, si hay que creer su historia. Es un desnudo de casi un metro ochenta de altura, sobre un pedestal de cuarzo rosa. Su cuerpo es de oro macizo. Debe pesar al menos una tonelada. Encajado en el pecho, donde debería estar el corazón, hay un gran rubí, que se considera de peso próximo a los mil doscientos quilates.
– Yo no soy experto -dijo Pitt-, pero sé que el rubí es la piedra preciosa más valiosa, y que los treinta quilates son muy raros. Mil doscientos quilates es algo increíble.
– Pues todavía no has oído la mitad -prosiguió O'Meara-. La cabeza de la estatua es una gigantesca esmeralda tallada, de un verde azulado y sin mácula. No puedo imaginarme el peso en quilates, pero tendría que ser de unos quince kilos.
– Probablemente veinte, si incluyes los cabellos.
– ¿Cuál es la esmeralda más grande que se conoce?
Pitt pensó un momento.
– Seguro que no pesa más de cinco kilos.
– ¿Te la imaginas bajo la luz de los focos en el salón principal del Museo de Historia Natural de Washington? -dijo O'Meara, con aire soñador.
– Sólo puedo preguntarme su valor actual en el mercado.
– Podrías decir que es incalculable.
– ¿Hubo otro hombre que vio la estatua? -preguntó Pitt.
– El coronel Ralph Morehouse Sigler, un auténtico ejemplar de la vieja escuela de exploradores. Ingeniero del Ejército inglés, viajó por todo el Imperio, trazando fronteras y construyendo fuertes en toda el África y en la India. También era un buen geólogo y pasaba el tiempo libre haciendo prospecciones. O tuvo mucha suerte o estaba realmente muy capacitado, pues descubrió un extenso depósito de cromo en África del Sur y varias vetas de piedras preciosas en Indochina. Se hizo rico, pero no tuvo tiempo de disfrutarlo. El Kaiser entró en Francia y a él le enviaron al frente occidental a construir fortificaciones.
– Entonces no debió venir a América del Sur hasta después de la guerra.
– No; en el verano de 1916, desembarcó en Georgetown, en la que era entonces Guayana Inglesa. Parece que algún personaje del Tesoro británico concibió la brillante idea de enviar expediciones alrededor del mundo para encontrar y explotar minas de oro con las que financiar la guerra. Sigler fue llamado del frente y enviado al interior de América del Sur.
– ¿Crees que conocía la historia del monje? -preguntó Pitt.
– Nada en sus diarios u otros documentos indica que creyese en una ciudad perdida. Aquel hombre no era un ilusionado buscador de tesoros. Buscaba minerales en crudo. Los artefactos históricos nunca le habían interesado. ¿Tienes hambre, Dirk?
– Ahora que lo pienso, sí. Me has estafado la cena.
– Hace rato que ha pasado la hora de cenar; pero, si lo pedimos con cortesía, estoy seguro de que en la cocina podrán prepararnos algún tentempié.