La capa de limo era más fina en esta parte del barco; no más de una pulgada de grueso. La escalera llevaba a un largo pasillo con compartimientos a ambos lados. En cada uno de ellos había literas, lavabos de porcelana, efectos personales desparramados y los restos esqueléticos de sus ocupantes. Pitt perdió pronto la cuenta de los muertos. Se detuvo y añadió aire a su compensador de flotación para mantener equilibrado el cuerpo en posición horizontal. El más ligero contacto de sus aletas levantaría grandes nubes de limo cegador.

Pitt dio una palmada en el hombro de Jessie y enfocó su linterna a un pequeño lavabo con una bañera y dos retretes. Le hizo un ademán interrogador. Ella sonrió y le dio una respuesta cómica pero negativa.

Pitt golpeó casualmente con su linterna una tubería instalada a lo largo del techo y aquélla se apagó momentáneamente. La súbita oscuridad fue tan total y sofocante como si les hubiesen metido en un ataúd y cerrado la tapa. Pitt no tenía deseos de permanecer rodeado de oscuridad eterna dentro de la tumba del Cyclops, y volvió a encender rápidamente la linterna, revelando una colonia de esponjas de vivos colores rojo y amarillo aferradas a los mamparos del pasillo.

Pronto se evidenció que no encontrarían indicios de La Dorada aquí. Retrocedieron por aquel pasillo de la muerte y subieron de nuevo al castillo de proa. Giordino les estaba esperando y señaló una escotilla que estaba medio abierta. Pitt se deslizó por ella, haciendo chocar sus botellas de aire con el marco, y descendió por una escalera en pésimo estado.

Nadó en lo que parecía ser una bodega destinada a equipajes, serpenteando alrededor de los revueltos escombros en dirección a la luz irreal de la linterna de Gunn. Pasó por encima de un montón de huesos y de un cráneo que tenía la boca abierta en lo que se imaginó Pitt que era un horripilante grito de terror.

Encontró a Gunn examinando atentamente el podrido interior de una caja grande. Los horribles restos esqueléticos de dos hombres estaban embutidos entre la caja y un mamparo.

Por un breve instante, el corazón de Pitt palpitó de excitación y de esperanza, seguro de que habían encontrado el más inestimable tesoro de los mares. Entonces Gunn levantó la cabeza y vio Pitt una amarga desilusión pintada en sus ojos.

La caja estaba vacía.

Desengañados, siguieron registrando la bodega y encontraron algo sorprendente. Yaciendo en las oscuras sombras como un muñeco de goma, había un traje de buzo. Los brazos estaban extendidos, y los pies, calzados con unas botas pesadas al estilo de las de Frankenstein. Unos enmohecidos casco y peto de metal cubrían la cabeza y el cuello. Enroscado a un lado, como una serpiente muerta y gris, estaba el cordón umbilical que contenía el tubo de aire y el cable salvavidas. Estaban cortados a unos dos metros del casco.

La capa de limo sobre el traje de buzo indicaba que yacía allí desde hacía muchos años. Pitt tomó el cuchillo que llevaba sujeto a la pantorrilla derecha y lo empleó para soltar la visera del casco. Ésta cedió lentamente al principio y después se soltó lo bastante para que pudiese arrancarla con los dedos. Entonces dirigió la luz de la linterna al interior del casco. Protegida de los estragos de la destructiva vida marina por el traje de goma y las válvulas de seguridad del casco, la cabeza conservaba todavía cabellos y restos de carne.

Pitt y sus compañeros no eran los primeros en explorar los espantosos secretos del Cyclops. Alguien se les había anticipado y se había llevado el tesoro de La Dorada.

22

Pitt consultó su viejo reloj Doxa y calculó las paradas para descompresión. Añadió un minuto a cada una de ellas, como margen de mayor segundad para eliminar las burbujas de gas de la sangre y los tejidos y evitar la enfermedad de los buzos.

Después de abandonar el Cyclops, habían cambiado las botellas de aire casi vacías por las de reserva y empezado su lenta ascensión a la superficie. A unos metros de distancia, Gunn y Giordino añadieron aire a sus compensadores de flotación para mantenerse a la profundidad debida mientras manejaban el engorroso paquete.

Debajo de ellos, en la penumbra marina, el Cyclops yacía desolado y condenado al olvido. Antes de que pasaran otros diez años, sus enmohecidos costados empezarían a combarse hacia dentro y, un siglo más tarde, el fondo del este mar inquieto cubriría los lastimosos restos con una mortaja de limo, dejando solamente unos cuantos trozos incrustados de coral para marcar su tumba.

Encima de ellos, la superficie era como un torbellino de azogue. En la siguiente parada de descompresión, empezaron a sentir el impulso aplastante de las enormes olas y se esforzaron en permanecer juntos en el vacío. Ni pensar en quedarse a una profundidad de seis metros. Su provisión de aire estaba casi agotada y sólo la muerte por ahogamiento les esperaba en las profundidades. No tenían más remedio que subir a la superficie y arrostrar la tempestad.

Jessie parecía tranquila, impertérrita. Pitt se dio cuenta de que no sospechaba el peligro que correrían en la superficie. Sólo pensaba en ver de nuevo el cielo.

Pitt miró el reloj por última vez y señaló hacia arriba con el pulgar. Empezaron a subir al unísono, agarrada Jessie a la pierna de Pitt, y cargando Gunn y Giordino con el paquete. Aumentó la luz y, cuando Pitt miró hacia arriba, se sorprendió al ver un remolino de espuma a pocos metros sobre su cabeza.

Emergió en un seno entre dos olas y fue levantado por una enorme e inclinada pared verde que lo lanzó hacia la cresta como si fuese un juguete en una bañera. El viento zumbó en sus oídos y la espuma del mar le azotó las mejillas. Se quitó la máscara y pestañeó. El cielo del este estaba cubierto de nubes turbulentas, negras como el carbón, mientras ellos flotaban en el mar verdegris. La rapidez con que se acercaba la tormenta era extraordinaria. Parecía saltar de un horizonte al otro.

Jessie apareció de pronto al lado de Pitt y miró con ojos muy abiertos aquellas negras nubes que se abatían sobre ellos. Escupió la boquilla.

– ¿Qué es?

– El huracán -gritó Pitt entre aullidos del viento-. Viene más deprisa de lo que nadie se había imaginado.

– ¡Oh, Dios mío! -jadeó ella.

– Suelta tu cinturón de lastre y despréndete de las botellas de aire -dijo él.

No necesitó decir nada a los otros. Habían tirado ya su equipo y estaban abriendo el paquete. Las nubes se extendieron en lo alto y los cuatro se vieron sumergidos en un mundo crepuscular desprovisto de todo color. Estaban aturdidos por la violenta exhibición de fuerza atmosférica. El viento redobló de pronto su velocidad llenando el aire de espuma arrancada de las crestas de las olas.

De pronto, el paquete que habían izado con tanto esfuerzo de la barquilla del Prosperteer se abrió y se convirtió en un bote hinchable, provisto de un motor fuera borda de veinte caballos, envuelto en una cubierta hermética de plástico. Giordino rodó sobre el costado, seguido de Gunn, y ambos rasgaron frenéticamente la cubierta del motor. Los furiosos vientos apartaron pronto el bote de Pitt y Jessie. La distancia empezó a aumentar con alarmante rapidez.

– ¡El ancla! -gritó Pitt-. ¡Arrojad el ancla!

Gunn apenas si oyó a Pitt entre el aullido del viento. Levantó un saco de lona de forma cónica, mantenido abierto por un aro de hierro y lo deslizó sobre el costado del bote. Después lo abrió con una cuerda que sujetó fuertemente a la proa. Con la resistencia del ancla, el bote giró de cara al viento y se alejó más despacio.

Mientras Giordino trajinaba con el motor, Gunn arrojó una cuerda a Pitt, y éste la ató debajo de los brazos de Jessie. Mientras ésta era remolcada hacia el bote, Pitt nadó tras ella, rompiendo las olas sobre su cabeza. La máscara le fue arrancada y el agua salada le azotó los ojos. Redobló su esfuerzo cuando vio que la corriente se estaba llevando el bote más deprisa de lo que él podía nadar.

Giordino metió los musculosos brazos en el agua, agarró las muñecas de Jessie y la izó con la misma facilidad que si hubiese sido una lubina. Pitt frunció los párpados hasta casi cerrarlos del todo. Sintió, más que vio, caer la cuerda sobre su hombro. Podía distinguir a duras penas la cara sonriente de Giordino asomada sobre el costado del bote, mientras tiraba de la cuerda con sus manazas. Después, yació en el fondo del oscilante bote, jadeando y pestañeando para quitarse la sal de los ojos.

– Otro minuto y no habrías podido alcanzar la cuerda -gritó Giordino.

– El tiempo vuela cuando uno se divierte -le gritó Pitt.

Giordino puso los ojos en blanco al oír la jactanciosa respuesta de Pitt y volvió a trabajar en el motor.

El peligro inmediato que les amenazaba era ahora diferente. Hasta que pudiesen arrancar el motor para que les diese cierto grado de estabilidad, una ola grande podía hacerles volcar. Pitt y Gunn arrojaron bolsas de lastre, con lo que redujeron temporalmente la amenaza.

La fuerza del viento era infernal. Tiraba de sus cabellos y de sus cuerpos, y la espuma parecía tan abrasiva sobre su piel como la arena lanzada por un barreno. El pequeño bote hinchable se doblaba bajo la tensión del mar enfurecido y se balanceaba en manos del vendaval, pero, de algún modo, se resistía a volcar.

Pitt se arrodilló sobre el suelo de caucho endurecido, agarrando la cuerda con una mano y volvió la espalda al viento. Después extendió el brazo izquierdo. Era un antiguo truco de marinero que siempre daba resultado en el hemisferio septentrional. La mano izquierda señalaría hacia el centro de la tormenta.

Estaban ligeramente fuera del centro, consideró. No tendría el respiro de la relativa calma del ojo del huracán. El rumbo de éste estaba a más de cuarenta millas al noroeste. Todavía no había llegado lo peor.

Una ola cayó sobre ellos, y después, otra; dos en rápida sucesión que habrían roto el casco de una embarcación mayor y más rígida. Pero el duro y pequeño bote neumático se sacudió el agua y volvió a la superficie como una foca juguetona. Todos consiguieron agarrarse fuerte y nadie se cayó por la borda.

Por fin Giordino señaló que había puesto en marcha el motor. Nadie podía oírlo sobre el aullido del viento. Rápidamente, Pitt y Gunn izaron el ancla y las bolsas de lastre.

Pitt hizo bocina con una mano y gritó al oído de Giordino:

– ¡Navega a favor de la tormenta!

Desviarse en un rumbo lateral era imposible. Las fuerzas combinadas del viento y el agua volcarían el bote. Poner proa a la tormenta significaría una derrota segura a la que no podrían sobrevivir. Su única esperanza era navegar en el sentido de menos resistencia.


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