Giordino asintió hoscamente y aceleró. El bote se inclinó de lado al virar en un seno de las olas y adentrarse en un mar que se había vuelto completamente blanco con la espuma de la estela. Todos se aplastaron contra el suelo, a excepción de Giordino. Éste siguió sentado, con la cuerda de salvamento enrollada en un brazo y agarrando el timón del motor fuera borda con la mano libre.
El día declinaba lentamente y al cabo de una hora sería de noche. El aire era cálido y sofocante, haciendo difícil la respiración. La pared casi sólida de agua azotada por el viento reducía la visibilidad a menos de trescientos metros. Pitt pidió la máscara a Gunn y levantó la cabeza encima de la proa. Era como estar debajo de las cataratas del Niágara, mirando hacia arriba.
Giordino sintió una helada desesperación cuando el huracán desencadenó toda su furia a su alrededor. Que hubiesen sobrevivido hasta ahora era casi un milagro. Estaba luchando contra el mar turbulento con una especie de frenesí contenido, esforzándose desesperadamente en evitar que su endeble oasis fuese sumergido por una ola. Cambiaba constantemente la marcha, tratando de navegar justo detrás de las imponentes crestas, mirando cautelosamente por encima del hombro, a cada momento, el seno que se abría detrás de la popa en seis metros de profundidad.
Giordino sabía que el fin estaba cerca, ciertamente a no más de una hora si tenían suerte. Sería fácil hacer girar el bote contra la tormenta y acabar de una vez. Lanzó una rápida mirada a los otros y vio una amplia sonrisa de ánimo en los labios de Pitt. Si el que había sido su amigo durante casi treinta años sentía cerca la muerte, no daba el menor indicio de ello. Pitt agitó vivamente una mano y volvió a mirar por encima de la proa. Giordino no pudo dejar de preguntarse qué estaría mirando.
Pitt estaba estudiando las olas. Éstas eran cada vez más altas y más empinadas. Calculó la distancia entre las crestas y pensó que se estaban acercando como las filas de una formación militar que redujese la marcha.
El fondo se estaba acercando. El oleaje los estaba lanzando a aguas menos profundas.
Pitt aguzó la mirada para penetrar la caótica pared de agua. Poco a poco, como en el revelado de una fotografía en blanco y negro, oscuras imágenes empezaron a tomar forma. La primera que concibió su mente fue la de unos dientes manchados, molares ennegrecidos y frotados por una pasta blanca. La imagen se concretó en unas rocas oscuras, con las olas rompiendo contra ellas en fuertes y continuas explosiones de blanco. Observó cómo se elevaba el agua hacia el cielo al chocar la resaca con una nueva ola. Entonces, al calmarse momentáneamente el oleaje, descubrió un bajo arrecife que se extendía paralelamente a las rocas que formaban una muralla natural delante de una ancha playa. Tenía que ser la isla cubana de Cayo Santa María, pensó.
Nada le costó a Pitt imaginar las probabilidades de la nueva pesadilla: cuerpos hechos trizas en el arrecife de coral o aplastados contra las melladas rocas. Enjugó la sal del cristal de la máscara y miró de nuevo. Entonces lo vio: una posibilidad entre mil de sobrevivir a aquel caos.
Giordino lo había visto también: se trataba de un pequeño canal entre las rocas. Puso proa en aquella dirección, sabiendo que le sería más fácil enhebrar una aguja dentro de una lavadora en funcionamiento.
En los treinta segundos siguientes, el motor fuera borda y la tormenta les hicieron avanzar cien metros. El mar hervía con una sucia espuma sobre el arrecife y la velocidad del viento aumentó, mientras los surtidores de espuma y la oscuridad hacían casi imposible la visión. La cara de Jessie palideció y su cuerpo se puso rígido. Su mirada se cruzó un instante con la de Pitt, temerosa pero confiada. Él le rodeó la cintura con un brazo y apretó con fuerza.
Una ola grande les alcanzó como un alud. La hélice del fuera borda giró más deprisa al levantarse fuera del agua, pero su zumbido de protesta fue ahogado por el ruido ensordecedor de la rompiente. Gunn abrió la boca para gritar una advertencia, pero no brotó de ella ningún sonido. La ola se encorvó sobre el bote y cayó con fantástica fuerza. Arrancó la cuerda del brazo de Gunn, y Pitt vio que éste daba vueltas en el aire como una cometa a la que se le ha roto el cordel.
El bote fue lanzado sobre el arrecife y sumergido en espuma. El coral rasgó el tejido de caucho y abrió las cámaras de aire; una serie de navajas de afeitar no habrían podido hacerlo con más eficacia. El grueso fondo del bote se deslizó vertiginosamente. Durante varios momentos estuvieron completamente sumergidos. Después, al fin, el fiel y pequeño bote neumático salió a la superficie y se encontraron fuera del acantilado con sólo cincuenta metros de mar abierto separándoles de las melladas rocas, que se erguían negras y mojadas.
Gunn emergió a pocos metros de distancia, jadeando para recobrar el aliento. Pitt alargó un brazo, lo agarró por el tirante del compensador de flotación, y lo izó a bordo. El auxilio le había llegado en el momento preciso. La ola siguiente rugió sobre el arrecife como una manada de animales enloquecidos tratando de escapar del incendio de un bosque.
Giordino continuó tercamente aferrado al motor, que seguía funcionando con la poca fuerza que podían darle sus pistones. No había que ser vidente para saber que la débil embarcación se estaba haciendo pedazos. Sólo la sostenía el aire todavía atrapado en sus cámaras.
Estaban casi al alcance del canal entre las rocas cuando les alcanzó la ola. El seno que la precedía la empujó por la base haciendo que doblase su altura. Su velocidad aumentó al precipitarse hacia la costa rocosa.
Pitt miró hacia arriba. Los amenazadores picos se erguían ante ellos, con el agua hirviendo alrededor de sus cimientos como en una caldera. El bote fue empujado por la ola y, durante un breve instante, Pitt creyó que podría pasar por encima del pico antes de que aquella rompiese. Pero se encorvó de pronto y se estrelló contra las rocas con el estruendo de un trueno, lanzando al maltrecho bote y a sus ocupantes al aire, en medio del torbellino.
Pitt oyó gritar a Jessie a lo lejos. Su aturdida mente lo percibió a duras penas, y se esforzó en responder, pero entonces todo se hizo confuso. El bote cayó con tal fuerza que el motor se desprendió de su soporte y fue lanzado a la playa.
Pitt no recordó nada después de esto. Se abrió un remolino negro y fue engullido por él.
23
El hombre que era la fuerza impulsora de la Jersey Colony estaba tumbado en un diván de la oficina dentro de la disimulada jefatura del proyecto. Cerró los ojos y reflexionó sobre su encuentro con el presidente en el campo de golf.
Leonard Hudson sabía muy bien que el presidente no se estaría quieto esperando pacientemente otro contacto por sorpresa. El jefe del ejecutivo era un hombre de empuje que no dejaba nada a la suerte. Aunque las fuentes de Hudson dentro de la Casa Blanca y las agencias de información no comunicaban ningún indicio de que fuese a procederse a una investigación, estaba seguro de que el presidente estudiaba una manera de penetrar en el secreto que envolvía al «círculo privado».
Casi podía sentir que se estaba tendiendo una red.
Su secretaria llamó suavemente a la puerta y la abrió.
– Disculpe que le moleste, pero el señor Steinmetz está en la pantalla y desea hablar con usted.
– Iré en seguida.
Hudson puso orden a sus pensamientos mientras se ataba los cordones de los zapatos. A la manera de un ordenador, archivaba un problema y planteaba otro. No le gustaba tener que pelear con Steinmetz, aunque éste estuviese a un cuarto de millón de millas de distancia.
Eli Steinmetz era un ingeniero que superaba los obstáculos inventando una solución mecánica y construyéndola después con sus propias manos. Su talento para la improvisación era la razón de que Hudson le hubiese elegido como jefe de la Jersey Colony. Graduado con honores en Caltech, en el MIT, había supervisado la construcción de proyectos en la mitad de los países del mundo, incluida Rusia.
Cuando el «círculo privado» le propuso construir el primer habitáculo humano en suelo lunar, Steinmetz había tardado casi una semana en decidirse, mientras su mente debatía el impresionante concepto y la asombrosa logística de semejante proyecto. Por último aceptó, pero con condiciones.
Él y sólo él elegiría, las personas que tenían que vivir en la Luna. No habría pilotos ni astronautas famosos residentes allí. Todo vuelo espacial sería dirigido por un control de tierra o por ordenadores. Solamente se incluirían hombres cuya especial competencia fuese vital para la construcción de la base. Además de Steinmetz, los tres primeros en establecer la colonia serían ingenieros solares y estructurales. Meses más tarde, se les reunieron un doctor biólogo, un ingeniero geoquímico y un horticultor. Otros científicos y técnicos les siguieron a medida que se creyeron necesarias sus dotes especiales.
Al principio, Steinmetz había sido considerado demasiado viejo. Tenía cincuenta y tres años cuando puso los pies en la Luna, y ahora tenía cincuenta y nueve. Pero Hudson y los otros miembros del «círculo privado» valoraban la experiencia más que la edad y nunca lamentaron su elección.
Ahora Hudson miró a Steinmetz en la pantalla de vídeo y vio que el hombre estaba sosteniendo una botella con una etiqueta dibujada a mano. A diferencia de los otros colonos, Steinmetz no llevaba barba y se afeitaba la cabeza. Tenía la piel morena y los ojos negros. Era un judío americano de la quinta generación, pero habría pasado inadvertido en una mezquita musulmana.
– ¿Qué te parece esto? -dijo Steinmetz-. Chateáu Lunar Chardonnay, 1989. No exactamente añejo. Sólo tuvimos uvas suficientes para hacer cuatro botellas. Hubiésemos debido permitir que las vides del invernadero madurasen otro año, pero nos impacientamos.
– Veo que incluso has hecho una botella para ti -observó Hudson.
– Sí, nuestra planta química piloto está ahora en pleno funcionamiento. Hemos aumentado nuestra producción hasta el punto de que podemos convertir casi dos toneladas de materiales del suelo lunar en noventa y cinco kilos de metal bastardo o doscientos treinta kilos de vidrio en quince días.
Steinmetz parecía estar sentado a una larga mesa plana en el centro de una pequeña cueva. Llevaba una fina camisa de algodón y unos shorts deportivos.
– Pareces estar muy fresco y cómodo -dijo Hudson.
– Dimos prioridad a esto cuando alunizamos -dijo Steinmetz, sonriendo-. ¿Te acuerdas?
– Sellar la entrada de la caverna y presurizar su interior de manera que pudieseis trabajar en una atmósfera confortable sin el engorro de los trajes espaciales.