– Después de llevar aquellos malditos trajes durante ocho meses, no puedes imaginarte el alivio que fue volver a llevar ropa normal.
– Murphy ha observado minuciosamente vuestra temperatura y dice que las paredes de la caverna están aumentando su grado de absorción de calor. Sugiere que enviéis un hombre fuera de ahí y que baje el ángulo de los colectores solares en medio grado.
– Cuidaré de ello.
Hudson hizo una pausa.
– Ahora ya falta poco, Eli.
– ¿Ha cambiado mucho la Tierra desde que me marché?
– Todo está igual; sólo que hay más contaminación, más tráfico, más gente.
Steinmetz se echó a reír.
– ¿Estás tratando de convencerme para otro período de servicio, Leo?
– Ni soñarlo. Cuando caigas del cielo, vas a ser el hombre más famoso desde los días de Lindbergh.
– Haré que todos nuestros documentos sean empaquetados y cargados en el vehículo de transferencia lunar veinticuatro horas antes de la partida.
– Espero que no pensarás descorchar tu vino lunar durante el viaje de vuelta a casa.
– No; celebraremos nuestra fiesta de despedida con tiempo suficiente para eliminar todo residuo alcohólico.
Hudson había tratado de andarse con rodeos, pero decidió que era mejor ir directamente al grano.
– Tendréis que enfrentaros con los rusos poco antes de partir -dijo, con voz monótona.
– Ya hemos pasado por eso -replicó con tono firme Steinmetz-. No hay motivos para creer que alunicen a menos de dos mil kilómetros de la Jersey Colony.
– Entonces, buscadles y destruidles. Tenéis las armas y el equipo necesarios para esta expedición. Sus científicos irán desarmados. Lo último que se imaginan es un ataque por parte de hombres que ya están en la Luna.
– Los muchachos y yo defenderemos de buen grado nuestra casa, pero no vamos a salir y matar a hombres desarmados que no sospechan ninguna amenaza.
– Escúchame, Eli -suplicó Hudson-. Existe una amenaza, una amenaza muy grave. Si los soviéticos descubren de algún modo la existencia de la Jersey Colony, pueden ir directamente a ella. Si tú y tu gente volvéis a la Tierra menos de veinticuatro horas después de que alunicen los cosmonautas, la colonia estará desierta y todo lo que hay en ella será una presa fácil.
– Lo comprendo igual que tú -dijo rudamente Steinmetz-, y lo aborrezco todavía más. Pero lo malo es que no podemos demorar nuestra partida. Hemos llegado al límite y lo hemos sobrepasado. No puedo ordenar a estos hombres que continúen aquí otros seis meses o un año, o hasta que tus amigos puedan enviar otra nave que nos lleve desde el espacio a un suave aterrizaje en nuestro mundo. Culpa a la mala suerte y a los rusos, que dejaron filtrar la noticia de su plan de alunizaje cuando era demasiado tarde para que alterásemos nuestro vuelo de regreso.
– La Luna nos pertenece por derecho de posesión -arguyó irritado Hudson-. Hombres de los Estados Unidos fueron los primeros en andar sobre su suelo, y nosotros fuimos los primeros en colonizar la Luna. Por el amor de Dios, Eli, no la entregues a un puñado de ladrones comunistas.
– Maldita sea, Leo, hay bastante Luna para todo el mundo. Además, esto no es exactamente el Jardín del Edén. Fuera de esta caverna la diferencia entre las temperaturas diurnas y las nocturnas pueden llegar a ser de hasta doscientos cincuenta grados Celsius. Dudo de que ni siquiera un casino de juego resultase atractivo aquí. Mira, aunque íos cosmonautas cayesen dentro de nuestra colonia, no encontrarían una buena fuente de información. Todos los datos que hemos acumulado los llevaremos con nosotros a la Tierra. Y lo que dejemos atrás podemos destruirlo.
– No seas imbécil. ¿Por qué destruir lo que puede ser utilizado por los próximos colonos, unos colonos permanentes que necesitarán todas las facilidades que puedan conseguir?
Steinmetz pudo ver, en la pantalla, el rostro enrojecido de Hudson a trescientos cincuenta y seis mil kilómetros de distancia.
– Mi posición es clara, Leo. Defenderemos Jersey Colony en caso necesario, pero no esperes que matemos a cosmonautas inocentes. Una cosa es disparar contra una sonda espacial no tripulada y otra muy distinta asesinar a otro ser humano por llegar a un suelo que tiene perfecto derecho a pisar.
Hubo un tenso silencio después de esta declaración, pero Hudson no había esperado menos de Steinmetz. Éste no era cobarde, sino todo lo contrario. Hudson había oído hablar de sus muchas peleas y riñas. Podía ser derribado, pero cuando se levantaba y hervía de furor, podía luchar como diez demonios encarnados.
Los que narraban sus hazañas habían perdido la cuenta de los clientes de tabernas a quienes había vapuleado. Hudson rompió el silencio.
– ¿Y si los cosmonautas soviéticos alunizan dentro de un radio de cincuenta kilómetros? ¿Creerás entonces que quieren ocupar Jersey Colony?
Steinmetz rebulló en su silla de piedra, reacio a someterse.
– Tendremos que esperar a verlo.
– Nadie ganó una batalla poniéndose a la defensiva -le amonestó Hudson-. Si alunizan a poca distancia y dan muestras de querer avanzar sobre la colonia, ¿aceptarás un compromiso y atacarás?
Steinmetz inclinó la afeitada cabeza.
– Ya que insistes en ponerme entre la espada y la pared, no me dejas alternativa.
– En esto se juega demasiado -dijo Hudson-. Desde luego, no puede elegir.
24
La niebla se despejó en el cerebro de Pitt y, uno a uno, sus sentidos volvieron a la vida como luces de un tablero electrónico. Se esforzó en abrir los ojos y fijarlos en el objeto más próximo. Durante medio minuto contempló la piel arrugada de su mano izquierda y, después, la esfera naranja de su reloj sumergible, como si fuese la primera vez que la viese.
A la débil luz del crepúsculo, las saetas fluorescentes marcaban las seis y treinta y cuatro. Sólo habían pasado dos horas desde que habían escapado de la arruinada cabina de control. Más bien parecía una eternidad, y todo era irreal.
El viento seguía aullando, viniendo del mar con la velocidad de un tren expreso, y la espuma de las olas combinada con la lluvia le azotaba la espalda. Trató de incorporarse sobre las manos y las rodillas, pero tuvo la impresión de que sus piernas estaban sujetadas por cemento. Se volvió y miró hacia abajo. Estaban medio enterradas en la arena por la acción excavadora del reflujo.
Pitt yació allí unos momentos más, recobrando fuerzas, como un pecio arrojado a la playa. Las rocas se alzaban a ambos lados de él, como casas flanqueando un callejón. Su primera idea realmente consciente fue que Giordino había conseguido pasar a través del ojo de aguja en la barrera rocosa.
Entonces, entre los aullidos del viento, pudo oír que Jessie llamaba débilmente. Sacó las piernas y se puso de rodillas, balanceándose bajo el vendaval, escupiendo el agua salada que se había introducido en su nariz, en su boca y en su garganta.
Medio a rastras, medio andando a tropezones sobre la pegajosa arena, encontró a Jessie sentada, aturdida, con los cabellos lacios sobre los hombros, y la cabeza de Gunn descansando en su falda. Le miró con ojos absortos que se abrieron de pronto con inmenso alivio.
– Oh, gracias a Dios -murmuró, y la tormenta ahogó sus palabras.
Pitt le rodeó los hombros con los brazos y le dio un apretón tranquilizador. Después volvió su atención a Gunn.
Estaba medio inconsciente. El tobillo roto se había hinchado como una pelota de fútbol. Tenía una fea herida en la cabeza, por encima de la línea de los cabellos, y arañazos en todo el cuerpo producidos por el coral, pero estaba vivo y su respiración era honda y regular.
Pitt hizo pantalla con la mano y observó la playa. Giordino no aparecía por ninguna parte. Al principio, Pitt se negó a creerlo. Transcurrieron los segundos y permaneció como paralizado, inclinando el cuerpo contra el viento, mirando desesperadamente a través de la torrencial oscuridad. Vio un destello anaranjado en la curva de una ola que acababa de romper, e inmediatamente lo reconoció como los restos del bote hinchable. Era presa de la resaca, que lo llevaba mar adento, para ser empujado de nuevo por la ola siguiente.
Pitt entró en el agua hasta las caderas, olvidando las olas que rompían a su alrededor. Buceó debajo de la maltrecha embarcación y extendió las manos, tanteando a un lado y otro como un ciego. Sus dedos sólo encontraban tela desgarrada. Impulsado por una profunda necesidad de estar absolutamente seguro, empujó el bote hacia la playa.
Una ola grande le pilló desprevenido y le golpeó la espalda. De alguna manera, consiguió mantenerse en pie y arrastrar el bote hasta aguas poco profundas. Al disolverse y alejarse la capa de espuma, vio un par de piernas que salían de debajo del arruinado bote. La impresión, la incredulidad y una fantástica resistencia a aceptar la muerte de Giordino pasaron por su mente. Frenéticamente, olvidando la fuerza del huracán, acabó de rasgar los restos del bote hinchable y vio que el cuerpo de Giordino flotaba de pie, con la cabeza metida dentro de una cámara de flotación. Pitt sintió primero esperanza y después un optimismo que le sacudió como un puñetazo en el estómago.
Giordino podía estar todavía vivo.
Pitt arrancó el revestimiento interior y se inclinó sobre la cara de Giordino, temiendo en lo más hondo que estuviese azul y sin vida. Pero tenía color y respiraba entrecortada y superficialmente; pero respiraba. El pequeño y musculoso italiano había sobrevivido increíblemente gracias al aire encerrado en la cámara de flotación.
Pitt se sintió súbitamente agotado hasta la médula de los huesos. Agotado emocional y físicamente. Se tambaleó cuando una ráfaga de viento trató de derribarle. Sólo la firme resolución de salvar a todos le mantuvo en pie. Poco a poco, con la rigidez impuesta por miles de cortes y contusiones, pasó los brazos por debajo de Giordino y cargó con él. El peso muerto de los ochenta y cinco kilos de Giordino parecía una tonelada.
Gunn había vuelto en sí y estaba acurrucado junto a Jessie. Miró interrogadoramente a Pitt, que estaba luchando contra el viento bajo el cuerpo inerte de Giordino.
– Tenemos que encontrar un sitio donde resguardarnos -gritó Pitt, con voz enronquecida por el agua salada-. ¿Puedes andar?
– Yo le ayudaré -gritó Jessie, en respuesta.
Ciñó con ambos brazos la cintura de Gunn, afirmó los pies en la arena y lo levantó.
Jadeando por el peso de su carga, Pitt se dirigió a una hilera de palmeras que flanqueaban la playa. Cada seis o siete metros miraba hacia atrás. Jessie, de alguna manera, había conservado su máscara, de modo que era la única que podía mantener los ojos abiertos y ver claramente delante de ellos. Sostenía casi la mitad del peso de Gunn, mientras éste cojeaba a su lado, cerrados los ojos contra la punzante arena y arrastrando el pie hinchado.