– ¿Firmará una confesión auténtica de que es un espía?

– Si esto le complace…

– No se pase de listo conmigo, señor Pitt.

Pitt no pudo contener su ira, que se sobrepuso a su sentido común.

– No soporto a los salvajes que torturan a las mujeres.

Velikov arqueó las cejas.

– Expliqúese.

Pitt repitió las palabras de Gunn y de Giordino como si fuesen suyas.

– El ruido resuena en los pasillos de hormigón. He oído los gritos de Jessie LeBaron.

– ¿De veras? -Velikov se alisó los cabellos con una mano-. Me parece que debería ver las ventajas de colaborar conmigo. Si me dice la verdad, creo que podré encontrar la manera de aliviar las incomodidades de sus amigos.

– Usted sabe la verdad. Por eso ha llegado a un callejón sin salida. Cuatro personas le han contado historias idénticas. ¿No le parece esto raro a un inquisidor profesional como usted? Cuatro personas que han sido físicamente torturadas en sesiones separadas y que han dado las mismas respuestas a las mismas preguntas. La falta absoluta de profundidad de la mentalidad rusa sólo puede compararse con su fosilizada afición a las confesiones. Si yo firmase una confesión de espionaje, me pediría otra de crímenes cometidos contra su precioso Estado, seguida de otra de escupir en la vía pública. Su táctica es tan vulgar como su arquitectura y sus recetas de cocina. Cada exigencia va seguida de otra. ¿La verdad? Usted no aceptaría la verdad aunque saliese del suelo y le mordiese las pelotas.

Velikov permaneció sentado en silencio, mirando a Pitt con el desprecio que sólo un eslavo puede mostrar por un mogol.

– Le pido de nuevo que colabore.

– Yo no soy más que un ingeniero marino. No conozco ningún secreto militar.

– Lo único que me interesa saber es lo que le dijeron sus superiores sobre esta isla y cómo consiguieron llegar hasta aquí.

– ¿Y qué ganaría con ello? Usted dijo claramente que mis amigos y yo teníamos que morir.

– Tal vez podríamos aplazar esta decisión.

– Lo mismo da. Ya le hemos dicho todo lo que sabemos. Velikov tamborileó con los dedos sobre la mesa.

– ¿Todavía sostiene que vinieron a parar a Cayo Santa María por pura casualidad?

– Así es.

– ¿Y espera que crea que, de todas las islas y playas de Cuba, vino a parar la señora LeBaron precisamente al lugar exacto, y debo añadir que sin saberlo de antemano, donde estaba residiendo su marido?

– Francamente, también a mí me costaría creerlo. Pero esto es exactamente lo que ocurrió.

Velikov miró fijamente a Pitt, pero pareció percibir una sinceridad que se negaba a reconocer.

– Tengo todo el tiempo del mundo, señor Pitt. Estoy convencido de que usted posee información vital. Volveremos a hablar cuando se muestre menos arrogante.

Pulsó un botón de encima de la mesa para llamar al guardia. Había una sonrisa en su semblante, pero no era de satisfacción, ni en modo alguno de placer. En todo caso, era una sonrisa triste.

– Debe disculparme por ser tan brusco -dijo Foss Gly-. La experiencia me ha enseñado que lo inesperado produce resultados más eficaces que lo que ya se espera.

No se había pronunciado una palabra cuando Pitt entró en la habitación número seis. Sólo había dado un paso en el interior cuando Gly, que estaba plantado detrás de la puerta medio abierta, le golpeó en la espalda justo por encima del riñon. Pitt lanzó un grito de angustia y casi perdió el conocimiento, pero de algún modo consiguió mantenerse en pie.

– Bueno, señor Pitt, ahora que me presta atención, tal vez deseará decirme algo.

– ¿Le ha dicho alguien alguna vez que es un psicópata? -murmuró Pitt, entre los labios apretados.

Vio llegar el puño, lo esperaba, y se echó atrás al recibir el puñetazo, chocó de espaldas contra una pared y se dejó caer al suelo, fingiéndose inconsciente. Percibió el sabor de la sangre en su boca y sintió que se entumecía el lado izquierdo de su cara. Mantuvo los ojos cerrados y yació inmóvil. Tenía que tantear a aquel monstruo sádico, valorar cuándo y dónde recibiría el próximo golpe. No podría impedir aquella brutalidad. Su único objetivo era resistir el interrogatorio sin sufrir una lesión que lo dejase inválido.

Gly se dirigió a un sucio lavabo, llenó un cubo de agua y lo vertió sobre Pitt.

– Vamos, señor Pitt. Si sé juzgar a los hombres, usted puede aguantar mejor un puñetazo.

Pitt se incorporó sobre las manos y las rodillas, escupió sangre sobre el suelo de cemento y gimió de una manera convincente, casi lastimera.

– No puedo decirle más de lo que ya le he dicho -farfulló.

Gly lo levantó como si fuese un niño pequeño y lo dejó caer sobre una silla. Por el rabillo del ojo, Pitt vio el puño derecho de Gly que se le venía encima en un gancho terrible. Encajó el golpe lo mejor que pudo, recibiéndolo justo por encima del pómulo y debajo de la sien. Durante unos segundos, resistió el fuerte dolor y después fingió desmayarse de nuevo.

Otro cubo de agua y otra vez los mismos gemidos. Gly se agachó hasta que su cara quedó al nivel de la de Pitt.

– ¿Para quién trabaja?

Pitt levantó las manos y se sujetó la dolorida cabeza.

– Fui contratado por Jessie LeBaron para descubrir lo que había sido de su esposo.

– Desembarcaron de un submarino.

– Salimos de los Florida Keys en un dirigible.

– Su objetivo al venir aquí era recoger información sobre los cambios en el poder en Cuba.

Pitt arrugó la frente, confuso.

– ¿Cambios en el poder? No sé de qué me está hablando.

Esta vez Gly golpeó a Pitt en la boca del estómago, dejándole sin resuello. Después se sentó tranquilamente y esperó la reacción.

Pitt se puso rígido mientras trataba de recobrar el aliento. Tenía la impresión de que su corazón se había parado. Podía percibir el sabor de la bilis en su garganta, sentir cómo brotaba el sudor de su frente, y parecía que unas manos le estrujasen los pulmones. Las paredes de la habitación oscilaron delante de sus ojos. Le pareció que Gly le sonreía maliciosamente desde el extremo de un largo túnel.

– ¿Qué le ordenaron que hiciese cuando llegase a Cayo Santa María?

– No me ordenaron nada -jadeó Pitt.

Gly se irguió y se acercó para golpear de nuevo. Pitt se puso en pie como un borracho, se tambaleó un momento y empezó a caer de nuevo, doblando la cabeza a un lado. Ahora le había tomado la medida a Gly. Había encontrado un punto flaco. Como la mayoría de los sádicos, Foss Gly era en el fondo un cobarde. Flaquearía y perdería su aplomo en una lucha en igualdad de condiciones.

Gly echó el cuerpo atrás para golpear, pero de pronto se quedó paralizado por el asombro. Levantando un puño desde el suelo y haciendo girar el hombro, Pitt lanzó un derechazo con toda la fuerza que le quedaba. Alcanzó a Gly en la nariz, aplastándole el cartílago y rompiéndole el hueso. Después siguió con dos puñetazos y un gancho de izquierda al cuerpo. Pero igual habría podido golpear la esquina del Empire State Building.

Cualquier otro hombre se habría caído de espaldas. Gly retrocedió unos pasos, tambaleándose, pero se quedó plantado y el furor enrojeció poco a poco su cara. Brotaba sangre de su nariz, pero no parecía advertirlo. Levantó un puño y lo sacudió.

– Te mataré por esto -dijo.

– Si puedes -replicó hoscamente Pitt.

Agarró la silla y se la arrojó. Gly la lanzó simplemente a un lado con el brazo. Pitt advirtió la dirección de su mirada y se dio cuenta de que la fuerza bruta podría más que toda su rapidez.

Gly arrancó el lavabo de la pared, desprendiéndolo literalmente de las cañerías, y lo levantó sobre la cabeza. Avanzó tres pasos y lo arrojó en la dirección de Pitt. Éste saltó a un lado y se agachó en un solo movimiento convulsivo. Mientras el lavabo volaba hacia él, como una caja fuerte cayendo de un alto edificio, comprendió que su reacción se había producido una fracción de segundo demasiado tarde. Levantó instintivamente las manos, en un intento desesperado por detener aquella masa volante de hierro y de porcelana.

La salvación de Pitt vino de la puerta. Un canto del lavabo fue a chocar contra la cerradura, haciendo saltar el pestillo. La puerta se abrió de golpe y Pitt cayó hacia atrás en el pasillo, a los pies del sorprendido guardián. Un lacerante dolor en la ingle y en el brazo derecho igualó el que ya sentía en el costado y en la cabeza. Pálido el semblante, invadido por oleadas de náuseas, luchó por conservar el conocimiento y se puso en pie, apoyándose con las manos en la pared.

Gly arrancó el lavabo del umbral donde había quedado atrapado y dirigió a Pitt una mirada que sólo podía calificarse de asesina.

– Eres hombre muerto, Pitt. Vas a morir despacio, muy lentamente, y suplicarás que ponga fin a tu agonía. La próxima vez que nos veamos, te romperé todos los huesos del cuerpo y te arrancaré el corazón.

No había miedo en los ojos de Pitt. El dolor se estaba mitigando, para ser sustituido por el entusiasmo. Había sobrevivido. Estaba dolorido, pero tenía libre el camino.

– La próxima vez que nos veamos -dijo en tono vengador- vendré armado de un palo.

36

Pitt se quedó dormido después de que el guardia le ayudase a volver a su celda. Cuando se despertó, habían pasado tres horas. Yació allí durante varios minutos, hasta que, poco a poco, su mente volvió a funcionar con normalidad. Su cuerpo y su cara eran un mar infinito de contusiones, pero no tenía ningún hueso roto. Había sobrevivido.

Se sentó en la cama y puso los pies en el suelo, esperando unos momentos a que se le pasara el mareo. Después se puso en pie y empezó a hacer ejercicios para desentumecer los miembros. Sentía una gran debilidad, pero se esforzó en dominarla y continuó su gimnasia hasta que los músculos y las articulaciones fueron recobrando su flexibilidad.

El guardia llegó con la cena y se marchó, y Pitt volvió a sujetar hábilmente el pestillo, maniobra que había perfeccionado para no fracasar en el último momento. Esperó y, al no oír pisadas ni voces, salió al pasillo.

El tiempo era precioso. Tenía que hacer muchas cosas y disponía de pocas horas de oscuridad para ello. Hubiese querido despedirse de Giordino y de Gunn, pero cada minuto que pasara en el edificio reduciría sus posibilidades de éxito. Lo más importante era encontrar a Jessie y llevarla con él.

Ella estaba detrás de la quinta puerta que abrió, tendida sobre el suelo de hormigón con sólo una sucia manta debajo de ella. Su cuerpo desnudo parecía completamente ileso, pero su cara, antes tan adorable, estaba grotescamente hinchada y llena de cardenales. Gly había puesto hábilmente en práctica toda su maldad, humillando su virtud y estropeando el bien más valioso de una mujer hermosa: su cara.


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