Pitt se agachó y le hizo reclinar la cabeza en sus brazos, con expresión cariñosa, pero loca la mirada de furor. Le consumía el afán de venganza. Un afán enloquecido de venganza mucho más fuerte que cuanto había experimentado hasta entonces. Apretó los dientes y sacudió ligeramente a Jessie para despertarla.

– Jessie. Jessie, ¿puedes oírme?

Ella abrió los labios temblorosos y le miró fijamente.

– Dirk -gimió-, ¿eres tú?

– Sí, y voy a sacarte de aquí.

– Sacarme…, ¿cómo?

– He encontrado la manera de escapar de este edificio.

– Pero la isla… Raymond dijo que es imposible escapar de esta isla.

– He escondido el motor fuera borda del bote neumático. Si puedo construir una pequeña balsa…

– ¡No! -murmuró enérgicamente ella.

Quiso incorporarse, mientras una expresión reflexiva se pintaba en la máscara hinchada que era su rostro. Él la sujetó suavemente de los hombros para impedírselo.

– No te muevas -dijo.

– Debes marcharte solo -dijo ella.

– No voy a dejarte así.

Ella sacudió débilmente la cabeza.

– No. Ello solamente aumentaría las probabilidades de que te sorprendiesen.

– Perdona -dijo llanamente Pitt-. Quieras o no, vendrás conmigo.

– No lo comprendes -suplicó Jessie-. Tú eres nuestra única esperanza de salvación. Si puedes volver a los Estados Unidos y decirle al presidente lo que ocurre aquí, Velikov tendrá que mantenernos vivos.

– ¿Qué tiene que ver el presidente con esto?

– Más de lo que te imaginas.

– Entonces, Velikov tenía razón. Hay una conspiración.

– No pierdas el tiempo con suposiciones. Vete, por favor. Si te salvas, puedes salvarnos a todos.

Pitt sintió una enorme admiración por Jessie. Ahora parecía una muñeca deshecha, estropeada e inútil, pero se dio cuenta de que su belleza exterior era superada por otra interior, de valentía y resolución. Se inclinó y la besó ligeramente en los hinchados y partidos labios.

– Lo conseguiré -dijo confiadamente-. Prométeme que aguantarás hasta que yo vuelva.

Ella trató de sonreír, pero su boca no pudo obedecerla.

– No seas tonto. No puedes volver a Cuba.

– Ya lo verás.

– Que tengas suerte -murmuró suavemente ella-. Perdóname por haber estropeado tu vida.

Pitt sonrió, pero las lágrimas acudieron a sus ojos.

– Esto es lo que nos gusta a los hombres de las mujeres. Nunca dejan que nos aburramos.

La besó de nuevo, esta vez en la frente, y se volvió, con los nudillos blancos de tanto apretar los puños de rabia.

A Pitt le dolieron los brazos al subir por la escalera de emergencia y, cuando llegó arriba, descansó un minuto antes de levantar la trampa y agacharse en la oscuridad del garaje. Los dos soldados seguían todavía jugando al ajedrez. Parecía ser una rutina nocturna para pasar las aburridas horas de guardia. Raras veces se molestaban en mirar los vehículos aparcados fuera de su oficina, No había motivos para esperar conflictos. Probablemente eran mecánicos, no guardias de segundad, pensó Pitt.

Reconoció la zona del garaje: bancos de trabajo, instalaciones de engrase, depósitos de gasolina y de accesorios, camiones, y equipo de construcción. Los camiones tenían latas de veinticinco litros de gasolina de repuesto. Pitt los golpeó ligeramente hasta que encontró uno que estaba lleno. Los demás estaban llenos sólo hasta la mitad o menos. Buscó en uno de los bancos hasta que encontró un tubo de goma que empleó para trasegar gasolina del depósito de un camión a una de las latas. Dos latas, con un total de cincuenta litros, era todo lo que podía llevar. El problema era ahora hacerlas pasar por el respiradero del techo.

Pitt tomó una cuerda de remolque que pendía de una pared y ató dos extremos a las asas de las latas de gasolina. Sujetando la cuerda por la mitad, subió a las viguetas de soporte. Poco a poco, observando a los mecánicos para asegurarse de que continuaban enfrascados en su juego, izó las latas, una a una, hasta el techo y las hizo pasar antes que él por el respiradero.

Dos minutos más tarde, las transportó a través del patio y hasta el canal de desagüe que pasaba por debajo del muro de cerca. Rápidamente, separó los barrotes y salió al exterior.

El cielo estaba claro y la media luna flotaba en un mar de estrellas. Sólo se oía el susurro del viento, y el aire nocturno era fresco. Esperó fervientemente que el mar estuviese en calma.

Por ninguna razón particular, fue esta vez por el lado opuesto del camino. La marcha era lenta, las pesadas latas hicieron pronto que sintiese como si sus brazos se estuviesen descoyuntando. Sus pies se hundían en la blanda arena, y tenía que pararse cada doscientos metros para recobrar aliento y esperar a que se mitigase el dolor de las manos y los brazos.

Pitt tropezó y cayó en el borde de un ancho claro rodeado de un bosquecillo espeso de palmeras, tan espeso que los troncos casi se tocaban los unos a los otros. Alargó las manos y palpó a su alrededor. Tocó una red metálica que se hundía en la arena y era casi invisible.

Impulsado por la curiosidad, dejó las latas de gasolina y se arrastró cautelosamente alrededor del borde del claro. La red metálica se alzaba a sólo cinco centímetros del suelo y se extendía a través de todo el diámetro. El centro de éste se hundía hasta convertirse en una concavidad parecida a un cuenco. Pasó las manos por los troncos de las palmeras que circundaban el borde.

Eran imitaciones. Los troncos y las hojas estaban hechos con tubos de aluminio cubiertos de plástico en un camuflaje realista. Había más de cincuenta palmeras, pintadas de manera que engañasen a los aviones espías americanos y a sus potentes cámaras.

El cuenco era una gigantesca antena de radio y televisión, en forma de plato, y las palmeras simuladas eran brazos hidráulicos que la levantaban y bajaban. Pitt se quedó pasmado por la significación de lo que accidentalmente había descubierto. Ahora sabía que, encerrado debajo de la arena de la isla, había un vasto centro de comunicaciones.

Pero, exactamente, ¿para qué fin?

No tenía tiempo para reflexionar. Pero estaba más resuelto que nunca a alcanzar la libertad. Siguió andando entre las sombras. El pueblo estaba más lejos de lo que parecía recordar. Estaba empapado en sudor y jadeaba de fatiga cuando al fin llegó al patio donde había ocultado el motor fuera borda debajo de la bañera. Aliviado, soltó las latas de gasolina, se tendió en el suelo sobre el viejo colchón y durmió una hora.

Aunque no podía perder tiempo, aquel breve descanso le hizo recobrar considerablemente su energía. También le aclaró la mente. Cristalizó en ella una idea tan increíblemente sencilla que no podía creer que no se le hubiese ocurrido antes.

Llevó las latas de gasolina hasta la laguna. Después volvió en busca del motor fuera borda. Buscando entre los montones de desperdicios, encontró una tabla que no estaba podrida. El último trabajo era el más difícil. Pero la necesidad aguza la inteligencia, se dijo Pitt.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, había arrastrado la vieja bañera desde el lugar donde descansaba en el patio y a lo largo del camino hasta la orilla del mar.

Empleando la tabla como yugo, sujetó el motor fuera borda detrás de la bañera. Después limpió el filtro de la gasolina y sopló en las cañerías. Un trozo de latón doblado en cono le sirvió de embudo para llenar el depósito del fuera borda. Aplicando el pulgar en el agujero, podría emplearlo también para achicar agua. Su última acción, antes de cerrar el orificio de desagüe, fue hacer saltar con una barra de hierro las cuatro patas de la bañera.

Tiró doce veces de la cuerda antes de que el motor chisporroteara, tosiese y se pusiese en marcha. Empujó la bañera hacia aguas más profundas hasta que flotó en ellas. Entonces se metió dentro. El lastre de su cuerpo y de las dos latas de gasolina le dieron una estabilidad sorprendente. Hizo bajar la hélice dentro del agua y embragó.

La extraña embarcación se adentró lentamente en la laguna en dirección al canal principal. Un rayo de luna mostró que el mar estaba en calma, que las olas no superaban el medio metro de altura. Pitt concentró su atención en la rompiente. Tenía que pasar a través de las olas que rompían y alejarse lo más posible de la isla antes de que saliese el sol.

Redujo la velocidad, calculando el tiempo que mediaba entre las olas y contándolas. Nueve olas grandes rompieron una tras otra, dejando un amplio seno entre ellas y la décima. Pitt apretó el acelerador a fondo y se instaló en la popa de la bañera. La ola siguiente fue baja y rompió inmediatamente delante de él. Recibió en la proa el impacto de la hirviente espuma, y pasó. La bañera se tambaleó; después, la hélice mordió el agua y la bañera salvó la cresta de la ola siguiente antes de que se encorvase.

Pitt lanzó un fuerte grito al sentirse libre. Había pasado lo peor. Sabía que ahora sólo podía ser descubierto por pura casualidad. La bañera era demasiado pequeña para ser captada por el radar. Aflojó la marcha para no perjudicar el motor y ahorrar gasolina. Metiendo una mano en el agua, calculó que su velocidad sería de unos cuatro nudos. Si seguía así, estaría fuera de aguas cubanas por la mañana.

Miró al cielo, se orientó, eligió una estrella para guiarse y puso rumbo hacia el canal de las Bahamas.


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