– Pero mire aquí -dijo el otro, señalando-. Puede ver las marcas de la palanca con que fue forzada la tapa.

– Probablemente, estas señales se produjeron al ser cerrada la caja.

– No estaban aquí cuando yo la comprobé hace dos días -dijo firmemente Gottschalk-. Alguien de su tripulación ha manipulado esto.

– Su preocupación es vana. ¿Qué tripulante podría interesarse en un objeto viejo que al menos debe pesar dos toneladas? Además, ¿quién, aparte de usted, tiene la llave de los candados?

Gottschalk se hincó de rodillas y tiró de uno de los candados. Éste se desprendió y le quedó en la mano. En vez de acero, había sido tallado en madera. Ahora pareció aterrorizado. Se levantó despacio, como hipnotizado, miró furiosamente a su alrededor y pronunció una palabra:

– Zanona.

Fue como el principio de una pesadilla. Los sesenta segundos siguientes fueron horribles. El asesinato del cónsul general se cometió con tanta rapidez que Church se quedó como petrificado, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos.

Una figura saltó desde la sombra sobre la caja. Vestía el uniforme de marinero de la Armada, pero las características raciales de sus cabellos negros, gruesos y lisos, de los pómulos salientes, de los ojos extremadamente oscuros e inexpresivos, eran innegables.

Sin hacer el menor ruido, el indio sudamericano hundió algo parecido a una lanza en el pecho de Gottschalk, hasta que la punta sobresalió un palmo del cuerpo, por debajo del omóplato. El cónsul general no cayó inmediatamente. Volvió lentamente la cabeza y miró a Church, desorbitados los ojos que ya no veían. Trató de decir algo, pero no pudo articular una palabra; solamente se oyó una especie de tos horrible, gutural, que tiñó de rojo sus labios y su barbilla. Cuando empezaba a caer, el indio apoyó un pie en su pecho y arrancó la lanza.

Church no había visto nunca al asesino. El indio no pertenecía a la tripulación del Cyclops y sólo podía ser un polizón. No había malignidad en el moreno semblante, ni cólera ni odio, sólo una expresión inescrutable de total indiferencia. Agarró la lanza casi negligentemente y saltó sin ruido de la caja.

Church se apercibió del ataque. Esquivó hábilmente la lanzada y arrojó la linterna contra la cara del indio. Se oyó un ruido sordo cuando el tubo de metal chocó contra la mandíbula derecha y rompió el hueso, haciendo saltar varios dientes. Entonces descargó un puñetazo que alcanzó al indio en el cuello. La lanza cayó al suelo y Church agarró el asta de madera y la levantó sobre la cabeza.

De pronto, todo lo que había dentro del compartimiento de equipajes pareció volverse loco, y Church tuvo que hacer un gran esfuerzo para conservar el equilibrio, puesto que el suelo se inclinó casi sesenta grados. De algún modo pudo mantenerse en pie y corrió, impulsado por la gravedad, hasta el inclinado mamparo de proa. El cuerpo inerte del indio rodó detrás de él y se paró a sus pies. Entonces observó aterrorizado e impotente cómo la caja, no retenida por los candados, se deslizaba sobre el suelo, aplastando al indio y sujetando las piernas de Church contra la pared de acero. El impacto hizo que la tapa se abriese a medias, revelando el contenido de la caja.

Church miró aturdido a su interior. La increíble visión que captaron sus ojos a la luz vacilante de las lámparas de! techo fue la última imagen que se grabó en su mente durante los pocos segundos que lo separaban de la muerte.

En la caseta del timón, el capitán Worley era testigo de algo aún más espantoso. Fue como si el Cyclops hubiese caído de pronto en un agujero insondable. La proa se hundió en un seno enorme entre dos olas y la popa se levantó en el aire hasta que las hélices salieron del agua. A través de la oscuridad, las luces vaporosas del Cyclops se reflejaron en una pared negra y movediza que se elevó tapando las estrellas.

En el fondo de las bodegas de carga, sonó un terrible estruendo parecido al de un terremoto, haciendo que todo el barco se estremeciese desde la proa hasta la popa. Worley no tuvo tiempo de dar la voz de alarma que pasó un instante por su mente. Los puntales habían cedido y el manganeso suelto aumentaba el impulso hacia abajo del Cyclops.

El timonel contempló a través del ojo de buey, con mudo asombro, cómo aquella enorme pared, de la altura de una casa de diez pisos, se abalanzaba rugiendo contra ellos con la rapidez de un alud. La cima estaba encrespada a medias, y había un hueco debajo de ella. Un millón de toneladas de agua chocó furiosamente contra la proa del buque, inundándola completamente y cubriendo también la superestructura. Las puertas del puente se rompieron y el agua penetró en la caseta del timón. Worley se agarró al pasamanos, paralizada la mente e incapaz de imaginar lo inevitable.

La ola pasó por encima del barco. Toda la sección de proa se retorció al partirse los baos de acero y combarse la quilla. Las remachadas planchas del casco se desprendieron como si fuesen de papel. El Cyclops se hundió más bajo la enorme presión de la ola. Las hélices se sumergieron de nuevo en el agua y ayudaron a impulsar el barco hacia las profundidades que le esperaban. El Cyclops no podía volver atrás.

Siguió bajando, bajando, hasta que el destrozado casco y las personas aprisionadas en él cayeron sobre la removida arena del fondo del mar, y sólo una bandada de asombradas gaviotas fueron testigos de su funesto destino.


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