– Miente usted, comandante. O sus hombres o los míos tendrán que ser eliminados. No puede quedar nadie que diga al mundo lo que ha sucedido aquí.

– Se equivoca, señor Steinmetz. Si se rinden, serán tratados equitativamente.

– Lo siento, pero no hay trato.

– Entonces no puede haber cuartel.

– No lo esperaba -dijo Steinmetz, en tono inexorable-. Si atacan, la pérdida de vidas humanas recaerá sobre su conciencia.

Leuchenko se enfureció:

– Como responsable de la muerte de nueve cosmonautas soviéticos, señor Steinmetz, no creo que sea usted la persona más indicada para darme lecciones de humanidad.

Leuchenko no podía estar seguro, pero habría jurado que Steinmetz se había puesto tenso. Sin esperar una réplica, giró sobre sus talones y se alejó. Miró por encima del hombro y vio que Steinmetz permanecía varios segundos plantado allí antes de volver a subir lentamente a su vehículo lunar y regresar a la colonia, levantando una nubécula de polvo gris con las ruedas de atrás.

Leuchenko sonrió para sí. Dos horas más, tal vez tres como máximo, y su misión habría terminado triunfalmente. Cuando se halló de nuevo entre sus hombres, estudió con los gemelos la disposición del rocoso terreno de delante de la base lunar. Finalmente, cuando estuvo convencido de que no había colonos americanos acechando entre las rocas, dio la orden de desplegarse en formación holgada y avanzar. La élite del equipo combatiente soviético inició su avance sin sospechar en absoluto que la ingeniosa trampa que había montado Steinmetz les estaba esperando.

48

Después de volver a la entrada de la sede subterránea de Jersey Colony, Steinmetz aparcó tranquilamente el vehículo lunar y penetró despacio en el interior. Se tomó tiempo, casi sintiendo la mirada de Leuchenko observando todos sus movimientos. En cuanto se hubo perdido de vista de los rusos, se detuvo en seco en la esclusa de aire y pasó rápidamente por un pequeño túnel lateral que se elevaba gradualmente a través de la vertiente interior del cráter. Al pasar, levantaba nubéculas de polvo que llenaban el estrecho pasadizo, y tenía que limpiar continuamente el cristal del casco para poder ver algo.

Cincuenta pasos y un minuto más tarde, se agachó y se arrastró por una abertura que conducía a una pequeña cornisa camuflada con un gran paño gris que imitaba perfectamente la superficie circundante. Otro personaje uniformado yacía allá boca abajo, observando a través de la mira telescópica de un fusil.

Willie Shea, el geofísico de la colonia, no se dio cuenta de otra presencia hasta que Steinmetz se sentó a su lado.

– Creo que no has causado mucha impresión -dijo, con ligero acento bostoniano-. Los eslavos están a punto de atacar nuestra casa.

Desde su elevado punto de observación, Steinmetz pudo ver claramente cómo avanzaban Leuchenko y sus hombres por el valle. Lo hacían como cazadores detrás de su presa, sin intentar valerse del suelo elevado de las vertientes del cráter. Las piedras sueltas habrían hecho demasiado lenta la marcha. En vez de esto, saltaban en el llano, corriendo en zigzag, arrojándose al suelo cada diez o quince metros y aprovechando todas las rocas y anfractuosidades del terreno. A un tirador experto le habría sido casi imposible acertar a aquellas figuras que oscilaban y se escabullían.

– Dispara un tiro a un par de metros por delante del primer hombre -dijo Steinmetz-. Quiero observar su reacción.

– Si conocen nuestra frecuencia, les revelaremos todos nuestros movimientos -protestó Shea.

– No han tenido tiempo de buscar nuestra frecuencia. Cállate y dispara.

Shea se encogió de hombros dentro del traje lunar, miró a través de la retícula de la mira telescópica y apretó el gatillo. El disparo fue extrañamente silencioso, porque no había aire en la Luna para transmitir ondas sonoras.

Una nubécula de polvo se elevó delante de Leuchenko, que echó inmediatamente cuerpo a tierra. Sus hombres le imitaron y miraron por encima de sus armas automáticas, esperando que siguiesen disparando contra ellos. Pero no ocurrió nada.

– ¿Alguien ha visto desde dónde han disparado? -preguntó Leuchenko.

Todas las respuestas fueron negativas.

– Están midiendo la distancia -dijo el sargento Iván Ostrovski. Veterano curtido en la lucha de Afganistán, no podía creer que estuviese ahora combatiendo en la Luna. Señaló con un dedo afilado el suelo a unos doscientos metros delante de ellos-. ¿Qué le dicen esas rocas de colores, comandante?

Por primera vez advirtió Leuchenko varias rocas desparramadas en una línea irregular a través del valle y pintadas de un vivo color naranja.

– Dudo de que esto tenga algo que ver con nosotros -dijo-. Probablemente las han puesto allí para hacer algún experimento.

– Yo creo que el disparo se hizo de arriba abajo-dijo Petrov. Leuchenko tomó sus gemelos, los puso en el trípode y resiguió cuidadosamente la ladera y la cima del cráter. El sol era de un blanco resplandeciente, pero, sin aire para difundir la luz, un astronauta de pie en la sombra de una formación rocosa habría sido casi invisible.

– No se ve nada -dijo al fin.

– Si están esperando a que cerremos la brecha, es que deben conservar algunas municiones.

– Trescientos metros más adelante sabremos qué clase de recepción nos tienen preparada -murmuró Leuchenko-. En cuanto nos pongamos a cubierto en los invernaderos, no podrán vernos desde la entrada de la cueva. -Se incorporó sobre una rodilla y agitó un brazo-. Desplegaos y manteneos alerta.

Los cinco combatientes soviéticos se pusieron en pie de un salto y se desplegaron. Al llegar a las rocas de color naranja, otro disparo se estrelló en la fina arena delante de ellos, por lo que se arrojaron al suelo, en una línea quebrada de figuras blancas, con los cristales del casco resplandeciendo bajo los intensos rayos del sol.

Solamente un centenar de metros les separaban de los invernaderos, pero las náuseas les restaban energía. Eran luchadores tan duros como el que más, pero tenían que enfrentarse con el mareo del espacio al mismo tiempo que con un medio ambiente desconocido. Leuchenko sabía que podía contar con ellos más allá de los límites de resistencia. Pero si no conseguían entrar en la atmósfera segura de la colonia dentro de la próxima hora, tendría pocas probabilidades de volver a su cápsula de alunizaje antes de que se agotasen los sistemas que eran vitales para ellos. Les dio un minuto de descanso, mientras examinaba de nuevo el terreno que tenía delante.

Leuchenko era experto en oler trampas. Había estado a punto de que lo matasen en tres ocasiones diferentes, en emboscadas tendidas por los rebeldes afganos, y había aprendido el arte de percibir el peligro.

No fue lo que sus ojos podían ver, sino lo que no veían lo que hizo sonar un timbre de alarma en su cabeza. Los dos disparos no concordaban con una táctica impremeditada. Consideró que habían sido deliberados. ¿Una tosca advertencia? No; tenían que significar algo más, especuló. ¿Tal vez una señal?

El traje y el casco que entorpecían sus movimientos le irritaban. Añoraba su cómodo y eficaz equipo de combate, pero comprendía que no habría podido proteger su cuerpo del calor abrasador y de los rayos cósmicos. Al menos por cuarta vez, la bilis subió a su garganta, y sintió náuseas al obligarse a tragarla.

La situación era infernal, pensó furiosamente. Nada era de su gusto. Sus hombres estaban expuestos en campo abierto. No había recibido información sobre las armas de los americanos, salvo lo que se decía sobre un lanzador de cohetes. Ahora les habían atacado con armas de poco calibre. El único consuelo de Leuchenko era que los colonos parecían emplear un fusil o tal vez incluso una pistola. Si hubiesen poseído una ametralladora, habrían podido derribar a los soviéticos cien metros antes. Y el lanzador de cohetes. ¿Por qué no habían hecho uso de él? ¿A qué estaban esperando?

Lo que más le preocupaba era la ausencia de todo movimiento por parte de los colonos. Los invernaderos y los pequeños módulos de laboratorio alrededor de la entrada de la cueva parecían desiertos.

– A menos que veáis un objeto -ordenó-, no disparéis hasta que lleguemos a cubierto. Entonces nos reagruparemos y atacaremos las dependencias principales.

Leuchenko esperó a que cada uno de sus cuatro hombres indicasen que le habían comprendido, y entonces les dio la señal de avanzar.

El cabo Mikhail Yushchuk estaba a unos treinta metros detrás y a igual distancia del hombre que tenía a su izquierda. Se levantó y empezó a correr agachado. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando sintió como un pinchazo en el riñon. Entonces se repitió la dolorosa sensación. Se llevó una mano a la espalda, justo por debajo de la mochila. Su visión empezó a nublarse y su respiración se hizo jadeante mientras su traje presurizado empezaba a deshincharse. Cayó de rodillas y, aturdido, se miró la mano. El guante estaba empapado en sangre que ya humeaba y se coagulaba bajo el calor abrasador del sol.

Yushchuk trató de avisar a Leuchenko, pero le falló la voz. Se derrumbó sobre el polvo gris, reconociendo vagamente una figura en traje espacial que se erguía sobre él con un cuchillo. Entonces perdió el mundo de vista.

Steinmetz presenció la muerte de Yushchuk desde su observatorio y dio una serie de rápidas órdenes por medio del transmisor de su casco.

– Bien, Dawson, tu hombre está a tres metros a la izquierda y a dos metros delante de ti. Gallagher, está a siete metros a tu derecha y avanzando. Calma, calma; va directamente hacia Dawson. Bien, acabad con él.

Observó cómo dos de los colonos se materializaban como por arte de magia y atacaban a uno de los soviéticos que se había retrasado ligeramente en relación con sus camaradas.

– Dos de menos; quedan tres -murmuró Steinmetz para sí.

– Estoy apuntando al hombre que va delante -dijo Shea-. Pero no puedo estar seguro de acertarle a menos que se detenga un segundo.

– Dispara otra vez, pero ahora más cerca, para que se echen al suelo. Entonces apúntale a él. Si se diese cuenta de lo que pasa, podría derribar a los nuestros antes de que se le acercasen. Liquídale si vuelve la cabeza.

Shea apuntó sigilosamente su M-14 y lanzó otro disparo, que fue a dar a menos de un metro delante de las botas del hombre que iba en cabeza.

– ¡Cooper! ¡Snyder! -gritó Steinmetz-. Vuestro hombre está tendido en el suelo siete metros delante de vosotros y a vuestra izquierda. ¡Cargáoslo! -Hizo una pausa para establecer la posición de otro de los rusos que quedaban-. Lo mismo digo a Russell y Perry; a diez metros directamente delante de vosotros. ¡Adelante!


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