El tercer miembro del equipo de combate soviético nunca supo qué le había golpeado. Murió tratando de pegarse al suelo para ponerse a cubierto. Ocho de los colonos estaban ahora cerrando la tenaza desde la retaguardia de los rusos, que tenían fija la atención en la colonia.

De pronto, Steinmetz se quedó paralizado. El hombre que iba detrás del jefe giró en redondo en el momento en que Russell y Perry se lanzaron sobre él como jugadores de rugby placando a un adversario.

El teniente Petrov vio las sombras convergentes en el momento de ponerse en pie para la carrera final hacia los invernaderos. Se volvió instintivamente, en rápido movimiento giratorio, mientras Russell y Perry se echaban encima de él. Como frío profesional, hubiese debido disparar y derribarles. Pero vaciló una fracción de segundo a causa del asombro. Era como si los americanos hubiesen salido como demonios espectrales de la superficie de la Luna. Consiguió disparar un tiro que dio en el brazo de uno de sus atacantes. Entonces centelleó un cuchillo.

Leuchenko estaba mirando hacia la colonia. No se dio cuenta de lo que ocurría a su espalda hasta que oyó un grito de advertencia de Petrov. Giró en redondo y se quedó como petrificado por el espanto.

Sus cuatro hombres estaban tendidos, sin vida, sobre el suelo lunar. Ocho colonos americanos habían aparecido, saliendo de ninguna parte, y le estaban cercando rápidamente. Una súbita rabia estalló en su interior, y levantó el arma en posición de disparo.

Una bala le dio en el muslo, y se inclinó hacia un lado. Rígido por el súbito dolor, soltó una ráfaga de veinte proyectiles. La mayoría de ellos se perdieron en el desierto lunar, pero dos dieron en el blanco. Uno de los colonos cayó de espaldas y otro se hincó de rodillas agarrándose un hombro.

Entonces otra bala dio en el cuello de Leuchenko. Este apretó el gatillo, escupiendo balas hasta que se agotó el cargador, pero ya sin poder apuntar.

Se derrumbó flaccidamente sobre el suelo.

– ¡Malditos americanos! -gritó dentro del casco.

Eran como diablos que no observaban las reglas del juego. Yació boca arriba, mirando las figuras sin rostro que se erguían junto a él.

De pronto, éstas se separaron para dejar paso a otro colono, que se arrodilló al lado de Leuchenko.

– ¿Steinmetz? -preguntó débilmente Leuchenko-. ¿Puede oírme?

– Sí, estoy en su frecuencia -respondió Steinmetz-. Puedo oírle.

– Su arma secreta… ¿Cómo ha hecho surgir a sus hombres de la nada?

Steinmetz sabía que dentro de unos segundos estaría hablando con un muerto.

– Una pala corriente -respondió-. Como todos tenemos que llevar trajes lunares presurizados y autosuficien tes, fue sencillo enterrar a los hombres en el blando suelo.

– ¿Estaban marcados por las rocas de color naranja?

– Sí; desde una plataforma oculta en la vertiente del cráter, yo podía decirles cuando y donde tenían que atacarles por la espalda.

– No quisiera estar enterrado aquí -murmuró Leuchenko-. Diga a mi nación…, dígales que algún día nos lleven a casa.

El fin estaba cerca, pero Steinmetz comprendió.

– Todos irán a casa -dijo-. Lo prometo.

En Rusia, Yasenin se volvió con rostro compungido al presidente Antonov.

– Ya lo ha oído -dijo entre los labios apretados-. Se han ido.

– Se han ido -repitió Antonov-. Fue como si las últimas palabras de Leuchenko sonasen en esta habitación.

– Sus comunicaciones fueron transmitidas directamente por los dos tripulantes del módulo lunar a nuestro centro de comunicaciones espaciales -explicó Kornilov.

Antonov se apartó de la ventana que daba a la sala de control de la misión y.se sentó pesadamente en un sillón. A pesar de su corpulencia, parecía encogido y agotado. Se miró las manos y sacudió tristemente la cabeza.

– Defecto de planificación -dijo pausadamente-. Llevamos al comandante Leuchenko y a sus hombres a la muerte y no conseguimos nada.

– No hubo tiempo para proyectar debidamente la misión -dijo Yasenin, convencido.

– Dadas las circunstancias, hicimos todo lo posible -añadió Kornilov-. Todavía nos cabe la gloria de que unos hombres soviéticos han caminado por la Luna.

– El brillo se ha desvanecido ya. -La voz de Antonov era derrotista-. La increíble hazaña de los americanos quitará todo valor propagandístico a nuestro logro.

– Tal vez todavía podamos detenerles -dijo amargamente Yasenin.

Kornilov miró fijamente al general.

– ¿Enviando un comando mejor preparado?

– Exactamente.

– Mejor aún, ¿por qué no esperar a que ellos regresen?

Antonov miró a Kornilov con curiosidad.

– ¿Qué esta sugiriendo?

– He hablado con Vladimir Polevoi. Me ha informado de que el centro de escucha del GRU en Cuba ha interceptado e identificado la voz y las transmisiones en vídeo de la colonia lunar americana a un lugar fuera de Washington. Enviará por correo copias de las comunicaciones. Una de ellas revela que los colonos proyectan regresar a la Tierra.

– ¿Van a volver? -preguntó Antonov.

– Sí -respondió Kornilov-. Según Polevoi, piensan enlazar con la estación espacial americana dentro de cuarenta y seis horas y, después, volver al puerto espacial Kennedy, de Cabo Cañaveral, en la lanzadera Gettysburg.

El rostro de Antonov se iluminó.

– Entonces, ¿tenemos todavía posibilidad de detenerles?

Yasenin asintió con la cabeza.

– Pueden ser destruidos antes de que lleguen a la estación espacial. Los americanos no se atreverán a tomar represalias cuando les acusemos de los crímenes que han cometido contra nosotros.

– Será mejor reservar el justo castigo como palanca -dijo pensativamente Kornilov.

– ¿Qué palanca?

Kornilov sonrió enigmáticamente.

– Los americanos tienen un dicho: «La pelota está en nuestro poder.» Son ellos quienes están a la defensiva. Probablemente, la Casa Blanca y el Departamento de Estado están redactando la respuesta a nuestra esperada protesta. Propongo que prescindamos de la rutina habitual y guardemos silencio. No hagamos el papel de nación víctima. En vez de esto, provoquemos un suceso espectacular.

– ¿Qué suceso? -preguntó Antonov, interesado.

– La captura de la gran cantidad de datos que traerán a su regreso los colonos de la Luna.

– ¿Por qué medio? -preguntó Yasenin.

Kornilov dejó de sonreír y adoptó una grave expresión.

– Obligaremos al Gettysburg a hacer un aterrizaje forzoso en Cuba.


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