Fidel se enjugó con el dorso de una mano unas pocas gotas de sudor que se habían pegado a sus cejas.

– No puedo ignorar el enorme coste en dinero y en vidas de nuestros soldados. ¿Y qué me dices de nuestros amigos de África y de las Américas? ¿Debo volverles la espalda como a nuestros muertos en Afganistán?

– El precio que pagó Cuba por su intervención en movimientos revolucionarios supera con mucho a las ganancias. Favorecimos a nuestros amigos en Angola y en Etiopía. ¿Qué harán ellos por nosotros en pago de aquello? Ambos sabemos que la respuesta es: nada. Tenemos que reconocer, Fidel, que hemos cometido errores. Yo seré el primero en reconocer los míos. Pero, por el amor de Dios, reduzcamos nuestras pérdidas y convirtamos Cuba en una gran nación socialista que sea envidia del Tercer Mundo. Conseguiremos mucho más haciendo que sigan nuestro ejemplo que dándoles la sangre de nuestro pueblo.

– Me estás pidiendo que vuelva la espalda a nuestro honor y a nuestros principios.

Raúl hizo rodar la fresca botella sobre su sudorosa frente.

– Seamos francos, Fidel. De los principios ya nos hemos olvidado más de una vez, cuando ha sido en interés de la revolución. Si no cambiamos pronto de rumbo y vigorizamos nuestra economía estancada, el descontento del pueblo puede convertirse en inquietud, a pesar de lo mucho que te quieren.

Fidel escupió la colilla del cigarro por encima de la popa e hizo ademán a un marinero para que le trajese otro.

– Al Congreso de los Estados Unidos le encantaría ver al pueblo volviéndose contra mí.

– El Congreso se preocupa de esto mucho menos que el Kremlin -dijo Raúl-. Dondequiera que mire encuentro un traidor en el bolsillo de Antonov. Ni siquiera puedo ya confiar en mis propios agentes de seguridad.

– Cuando el presidente y yo acordemos y firmemos el pacto entre Cuba y los Estados Unidos, nuestros amigos soviéticos se verán obligados a aflojar sus tentáculos de nuestro cuello.

– ¿Cómo puedes llegar a un acuerdo con él, si te niegas a sentarte a negociar?

Fidel hizo una pausa para encender el nuevo cigarro que le había traído el marinero.

– Probablemente, el presidente se ha convencido ya de que mi ofrecimiento de romper nuestros lazos con la Unión Soviética, a cambio de la ayuda económica de los Estados Unidos y de unas relaciones comerciales abiertas, es auténtico. Si parezco demasiado ansioso de celebrar una reunión, pondrán condiciones imposibles. Dejemos que esté en ascuas durante un tiempo. Cuando se dé cuenta de que no me arrastro sobre la estera de la puerta de la Casa Blanca, arriará velas.

– El presidente estará todavía más ansioso de llegar a un acuerdo cuando se entere de la desaforada intromisión de los compinches de Antonov en nuestro régimen.

Fidel levantó el cigarro para recalcar sus palabras.

– Precisamente por eso he dejado que ocurriese aquello. Jugar con el miedo de los americanos al establecimiento de un gobierno títere de los soviéticos nos beneficiará indudablemente.

Raúl vació la botella de cerveza y la arrojó por encima de la borda.

– Pero no esperes demasiado tiempo, hermano, o nos encontraremos sin trabajo.

– Esto no ocurrirá nunca. -La cara de Fidel se torció en una jactanciosa sonrisa-. Yo soy el pegamento que mantiene de una pieza la revolución. Lo único que tengo que hacer es dirigirme al pueblo y denunciar a los traidores y al complot soviético para socavar nuestra sagrada soberanía. Y entonces tú, como presidente del Consejo de Ministros, anunciarás la ruptura de todos los lazos con el Kremlin. El descontento que pueda haber será sustituido por un regocijo nacional. Con un golpe de hacha habré cortado la importante deuda que tenemos con Moscú y eliminado el embargo comercial de los Estados Unidos.

– Mejor que sea pronto.

– En mi discurso durante las celebraciones del Día de la Educación -replicó Fidel.

Raúl comprobó el calendario de su reloj.

– Dentro de cinco días.

– Una oportunidad perfecta.

– Pero me sentiría más tranquilo si pudiese sondear lo que piensa de tu proposición el presidente.

– Tú te encargarás de ponerte en contacto con la Casa Blanca y convenir una reunión con sus representantes durante las fiestas del Día de la Educación.

– Antes de tu discurso, supongo.

– Desde luego.

– ¿No te parece que estás tentando al destino al esperar hasta el último momento?

– Él me sacará las castañas del fuego -dijo Fidel, entre una nube de humo-. Mira las cosas como son. Mi regalo de aquellos tres cosmonautas soviéticos debería haberle demostrado mis buenas intenciones.

Raúl frunció el entrecejo.

– Podría ser que ya nos hubiese enviado su respuesta. Fidel se volvió y le miró airadamente.

– Esto es nuevo para mí.

– No te lo había dicho porque era solamente una suposición -dijo nerviosamente Raúl-. Pero sospecho que el presidente empleó el dirigible de Raymond LeBaron para enviarnos un mensajero a espaldas del servicio secreto soviético.

– ¡Dios mío! ¿No fue destruido por uno de nuestros helicópteros de vigilancia?

– Una pifia estúpida -confesó Raúl Castro-. No hubo supervivientes.

La cara de Fidel reflejó confusión.

– Entonces, ¿cómo es que el Departamento de Estado nos acusa de haber capturado a la señora LeBaron y a sus acompañantes?

– No tengo la menor idea.

– ¿Por qué no se me informa de estos asuntos?

– El informe te fue enviado, pero, como tantos otros, no lo leíste. Es difícil hablar contigo, hermano, y tu interés por los detalles no es lo que solía ser.

Fidel enroscó furiosamente el hilo y soltó las correas que le sujetaban a la silla.

– Dile al capitán que volvemos a puerto.

– ¿Qué pretendes hacer?

Fidel sonrió sin soltar el cigarro.

– Ir a cazar patos.

– ¿Ahora? ¿Hoy?

– En cuanto lleguemos a tierra, iré a enterrarme en mi refugio, fuera de La Habana, y tú vendrás conmigo. Permaneceremos recluidos, sin recibir llamadas telefónicas ni celebrar reuniones hasta el Día de la Educación.

– ¿Crees que es prudente dejar colgado al presidente y desentendernos de la amenaza interna de los soviéticos?

– ¿Qué mal puede haber en ello? Las ruedas de las relaciones extranjeras americanas giran como las de una carreta tirada por bueyes. Con su enviado muerto, sólo puede quedarse de cara a la pared y esperar mi nueva iniciativa. En cuanto a los rusos, todavía no es el momento oportuno para su maniobra. -Golpeó ligeramente el hombro de Raúl-. Anímate, hermanito. ¿Qué puede ocurrir en los próximos cinco días que tú y yo no podamos controlar?

Raúl se lo preguntó vagamente. También se preguntó cómo podía sentirse helado como una tumba bajo el sol abrasador del Caribe.

Poco después de medianoche, el general Velikov se puso rígidamente en pie junto a su mesa cuando se abrieron las puertas del ascensor y Lyev Maisky entró en el despacho.

Velikov le saludó fríamente.

– Camarada Maisky. Es un placer inesperado.

– Camarada general.

– ¿Puedo ofrecerle algún refresco?

– Esta humedad es una maldición -respondió Maisky, enjugándose la frente con una mano y observando el sudor en sus dedos-. No me vendría mal un vaso de vodka helado.

Velikov levantó un teléfono y dio una breve orden. Después señaló un sillón.

– Por favor, póngase cómodo.

Maisky se dejó caer pesadamente en un blando sillón de cuero y bostezó debido al largo trayecto en avión.

– Lamento que no haya sido informado de mi llegada, general, pero el camarada Polevoi pensó que era mejor no exponernos a que fuesen interceptadas y descifradas sus nuevas instrucciones por los servicios de escucha de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana.

Velikov arqueó las cejas como tenía por costumbre y dirigió a Maisky una mirada cautelosa.

– ¿Nuevas instrucciones?

– Sí, una operación muy complicada.

– Espero que el jefe de la KGB no me ordene aplazar el proyecto de asesinato de Castro.

– En absoluto. En realidad, me han pedido que le diga que los barcos con el cargamento necesario para la misión llegarán al puerto de La Habana medio día antes de lo previsto.

Velikov asintió satisfecho con la cabeza.

– Así tendremos más tiempo.

– ¿Han tenido algún problema? -preguntó Maisky.

– Todo se desarrolla normalmente.

– ¿Todo? -repitió Maisky-. Al camarada Polevoi no le gustó la huida de uno de sus prisioneros.

– No tiene que preocuparse. Un pescador encontró el cuerpo del fugitivo en sus redes. El secreto de esta instalación es todavía seguro.

– ¿Y qué me dice de los otros? Debe saber que el Departamento de Estado exige a las autoridades cubanas su liberación.

– Un burdo farol -replicó Velikov-. La CÍA no tiene el menor indicio de que los intrusos están todavía vivos. El hecho de que Washington pida su liberación a los cubanos, en vez de a nosotros, demuestra que están disparando a ciegas.

– La cuestión es saber contra qué están disparando. -Maisky hizo una pausa y sacó una pitillera de platino del bolsillo. Encendió un cigarrillo largo y sin filtro y exhaló el humo hacia el techo-. Nada debe retrasar Ron y Cola.

– Castro hablará según lo prometido.

– ¿Puede estar seguro de que no cambiará de idea?

– Si la historia se repite, pisamos terreno firme. El jefe máximo todavía no ha perdido ninguna oportunidad de pronunciar un discurso.

– Pero puede producirse un accidente, una enfermedad o un huracán.

– Algunas cosas escapan al control humano, pero no pienso fracasar.

Un guardia uniformado apareció con una botella de vodka fría y un vaso sobre una capa de hielo.

– ¿Sólo un vaso, general? ¿No beberá conmigo?

– Tal vez un coñac, más tarde.

Velikov esperó pacientemente hasta que Maisky hubo consumido un tercio de la botella. Después se lanzó.

– ¿Puedo pedir al delegado del Primer Directorio que me ilustre sobre esta nueva operación?

– Desde luego -dijo amablemente Maisky-. Tiene que emplear todos los medios electrónicos de que dispone para obligar a la nave espacial de los Estados Unidos a aterrizar en territorio cubano.

– ¿He oído bien? -preguntó pasmado Velikov.

– El camarada presidente Antonov le ordena que irrumpa en los sensores computarizados de control de la lanzadera espacial Gettysburg, entre su regreso a la atmósfera y su acercamiento a Cabo Cañaveral, y la dirija de manera que aterrice en nuestro aeródromo militar de Santa Clara.


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