Cuarta parte
49
3 de noviembre de 1989
Isla de San Salvador
Pitt se estaba volviendo loco. Los dos días de inactividad eran los más angustiosos que jamás había conocido. Tenía poco que hacer, salvo comer, hacer ejercicio y dormir. Todavía tenían que llamarle para participar en las prácticas de adiestramiento. Maldecía continuamente al coronel Kleist, que soportaba las violentas críticas de Pitt con estoica indiferencia, explicando con paciencia que su equipo de Fuerzas Especiales Cubanas no podía atacar Cayo Santa María hasta que él declarase que estaban en condiciones de hacerlo. Y no estaba dispuesto a adelantarse al tiempo previsto.
Pitt desfogaba su enojo nadando largamente hasta los arrecifes lejanos y trepando a una roca escarpada desde cuya cima se dominaba todo el mar a su alrededor.
San Salvador, la más pequeña de las Bahamas, era conocida por los viejos marineros como la isla de Watling, por el nombre de un bucanero fanático que azotaba a los miembros de su tripulación que no observaban el sábado. También se creía que era la primera isla que había pisado Colón en el Nuevo Mundo. Con su puerto pintoresco y su exuberante interior salpicado de lagos de agua dulce, pocos turistas que observasen su belleza habrían sospechado que contenía un gran complejo de instrucción militar y una instalación de observación de misiles.
La CÍA tenía sus dominios en una playa remota llamada French Bay, en la punta sur de la isla. No había ninguna carretera que enlazase el centro secreto de instrucción con Cockburn Tbwn y el aeropuerto principal. Sólo se podía salir de allí en pequeñas embarcaciones, a través de los arrecifes circundantes, o en helicóptero.
Pitt se levantó poco antes de salir el sol en la mañana de su tercer día en la isla, nadó vigorosamente media milla y regresó después a tierra, sumergiéndose entre las formaciones de coral.
Dos horas más tarde, salió del agua tibia y se tendió en la playa, abrumado por un sentimiento de impotencia mientras contemplaba el mar en dirección a Cuba.
Una sombra se proyectó sobre su cuerpo, y Pitt se incorporó. Un hombre de piel morena estaba plantado junto a él, cómodamente vestido con una holgada camisa de algodón y unos shorts. Sus cabellos lisos y negros como la noche hacían juego con el enorme bigote. Tenía los ojos tristes y la cara arrugada por la larga exposición al viento y al sol y, cuando sonreía, apenas movía los labios.
– ¿Señor Pitt?
– Sí.
– No hemos sido presentados, pero soy el comandante Angelo Quintana.
Pitt se puso en pie y se estrecharon la mano.
– Usted es el que dirige la misión.
Quintana asintió con la cabeza.
– El coronel me ha dicho que lo ha estado agobiando mucho.
– Dejé amigos allí que deben de estar luchando por conservar la vida.
– Yo también dejé amigos en Cuba, señor Pitt. Sólo que ellos perdieron su batalla por la vida. Mi hermano y mi padre murieron en la cárcel, simplemente porque un miembro del comité de su barrio, que debía dinero a mi familia, les acusó de actividades contrarrevolucionarias. Comprendo su problema, pero no tiene usted el monopolio del dolor.
Pitt no le dio el pésame. Le pareció que a Quintana no le gustaban las condolencias.
– Mientras crea que todavía hay esperanzas -dijo firmemente-, no voy a dejar de insistir.
Quintana le dirigió una tranquila sonrisa. Le gustaba lo que veía en los ojos de Pitt. Era un hombre en quien podría confiar cuando las cosas se pusiesen difíciles. Un hombre entero, que no conocía la palabra fracaso.
– Conque es usted el que se las arregló para escapar del cuartel general de Velikov.
– Tuve mucha suerte.
– ¿Cómo describiría la moral de las tropas que guardan el recinto?
– Si se refiere a su estado mental, diría que estaban aburridos a más no poder. Los rusos no están acostumbrados a la humedad agotadora de los trópicos. Sobre todo, parecían muy lentos.
– ¿Cuántos patrullaban en la isla?
– Yo no vi ninguno.
– ¿Y en la caseta del guarda de la puerta principal?
– Solamente dos.
– Un hombre astuto, Velikov.
– Deduzco que a usted le parece una buena treta hacer que la isla parezca desierta.
– Es verdad. Yo habría esperado un pequeño ejército de guardias y las acostumbradas medidas de seguridad soviéticas. Pero Velikov no piensa como un ruso. Proyecta como un americano, perfecciona como un japonés y actúa como un alemán. Desde luego, es muy astuto.
– Así lo tengo entendido.
– Creo que le conoció.
– Sostuvimos un par de conversaciones.
– ¿Qué impresión le causó?
– Lee el Wall Street Journal.
– ¿Eso es todo?
– Habla inglés mejor que yo. Lleva las uñas bien cuidadas. Y si ha leído la mitad de los libros y revistas que hay en su biblioteca, sabe más sobre los Estados Unidos y sus contribuyentes que la mitad de los políticos de Washington.
– Usted es probablemente el único occidental en libertad que le ha visto cara a cara.
– No fue muy agradable, puede creerme.
Quintana rascó pensativamente la arena con la punta del pie.
– Dejar una instalación vital tan poco guardada es una invitación a la infiltración.
– No si Velikov sabe que usted se dirige allí -dijo Pitt.
– Está bien; la red de radar cubana y los satélites espías rusos pueden localizar cualquier avión o embarcación dentro de un radio de cincuenta millas. Un lanzamiento en paracaídas o un desembarco serían imposibles. Pero un acercamiento por debajo del agua podría pasar fácilmente inadvertido a sus aparatos de detección. -Quintana hizo una pausa y sonrió-. En su caso, la embarcación era demasiado pequeña para que se manifestase en una pantalla de radar.
– Yo no disponía de yates para navegar en alta mar -dijo irónicamente Pitt. Después se puso serio-. Ha olvidado usted algo.
– ¿Qué?
– La inteligencia de Velikov. Usted mismo ha dicho que es muy astuto. No construyó una fortaleza cercada de campos de minas y de búnkers de hormigón por una razón muy simple: no tenía necesidad de ello. Usted y el coronel Kleist son unos terribles optimistas si creen que un submarino o su TSE, o como quiera llamarlo, puede penetrar en su red de seguridad.
Quintana frunció las cejas.
– Prosiga.
– Sensores subacuáticos -explicó Pitt-. Velikov debe de haber rodeado la isla de sensores colocados en el fondo del mar y que pueden detectar el movimiento del casco de un submarino en la masa de agua y la vibración producida por las hélices.
– Nuestro TSE ha sido diseñado para pasar a través de sistemas de este tipo.
– No si los ingenieros navales de Velikov han colocado las unidades sensoras a menos de cien metros las unas de las otras. Nada, salvo una bandada de peces, podría pasar inadvertido por allí. Yo vi los camiones que había en el garaje. En diez minutos Velikov podría poner en!a playa una fuerza de seguridad que destruiría a sus hombres antes de que llegasen a tierra firme. Sugiero que usted y Kleist reprogramen sus juegos de guerra electrónicos.
Quintana guardó silencio. Su plan de desembarco minuciosamente concebido empezó a resquebrajarse y hacerse trizas ante sus ojos.
– Nuestros ordenadores hubieran debido pensar en esto -dijo amargamente.
– Ellos no pueden crear lo que no se les enseña -replicó filosóficamente Pitt.
– Desde luego, se dará cuenta de que esto significa que tenemos que cancelar la misión. Sin el elemento sorpresa no existe la menor posibilidad de destruir la instalación y rescatar a la señora LeBaron y a los otros.
– No estoy de acuerdo.
– Se cree usted más listo que los ordenadores de nuestra misión.
– Yo escapé de Cayo Santa María sin que me descubriesen. Puedo introducir a su gente de la misma manera.
– ¿Con una flota de bañeras? -dijo sarcásticamente Quintana.
– Se me ocurre una variación más moderna.
Quintana miró reflexivamente a Pitt.
– ¿Tiene usted una idea que podría dar resultado?
– Ciertamente, la tengo.
– ¿Dentro del tiempo fijado?
– Sí.
– ¿Y tendría éxito?
– ¿Se sentiría más confiado si suscribiese una póliza de seguro?
Quintana percibió una firme convicción en el tono de Pitt. Se volvió y echó a andar hacia el campamento principal.
– Vamos, señor Pitt. Es hora de que pongamos manos a la obra.
50
Fidel Castro estaba repantigado en una silla y miraba pensativamente por encima de la popa de un yate de quince metros de eslora. Estaba bien sujeto por los hombros y sus manos enguantadas sostenían flojamente la pesada caña de fibra de vidrio, cuyo hilo se extendía desde un gran carrete hasta la chispeante estela. El cebo destinado a los delfines fue atrapado por una barracuda que pasaba, pero a Castro no pareció importarle. Estaba pensando en otras cosas.
El cuerpo musculoso que antaño le había valido el título de «mejor atleta universitario de Cuba» se había ablandado y engordado con la edad. Los rizados cabellos y la hirsuta barba eran ahora grises, pero el fuego revolucionario seguía ardiendo en sus ojos negros con el mismo brillo que cuando había bajado de las montañas de Sierra Maestra treinta años atrás.
Llevaba solamente una gorra de béisbol, un pantalón de baño, unas zapatillas viejas y unas gafas de sol. La colilla de un habano apagado pendía de la comisura de sus labios. Se volvió y se protegió los ojos de la brillante luz del sol tropical.
– ¿Quieres que no siga con el internacionalismo? -preguntó sobre el apagado zumbido de los dos motores Diesel-. ¿Que renuncie a nuestra política de extender la influencia de Cuba en el extranjero? ¿Es esto lo que quieres?
Raúl Castro estaba sentado en una tumbona, sosteniendo una botella de cerveza.
– No que renuncies, sino que bajes sin ruido el telón sobre nuestros compromisos en el extranjero.
– Mi hermano, el duro revolucionario. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?
– Los tiempos cambian -dijo simplemente Raúl.
Frío y reservado en público, el hermano menor de Fidel era ingenioso y campechano en privado. Tenía los cabellos negros, lisos y cortos sobre las orejas. Raúl observaba el mundo con sus ojos negros y redondos de duendecillo. Lucía un fino bigote cuyas afiladas puntas terminaban precisamente encima de las comisuras de los labios.