No dijo más. Pitt apoyó el grueso cañón de la AK-74 en la panza de Quintana y le empujó despacio contra la pared. Quintana se había enfrentado muchas veces con la muerte antes de este momento, pero al contemplar la helada expresión de aquel rudo semblante, al ver pintada una indiferencia asesina en aquellos ojos verdes, comprendió que tenía un pie en el ataúd.

Pitt no dijo nada. Retiró el arma, se cargó el bate de béisbol al hombro y se abrió paso entre los hombres de Quintana. De pronto se detuvo y se volvió.

– El ascensor está por ahí -dijo en voz baja.

Quintana hizo ademán a sus hombres de que le siguiesen. Pitt hizo un rápido cálculo mental. Eran veinticinco, incluido él mismo. Corrió hacia el ascensor que subía a las plantas superiores. No aparecieron más guardias en su camino. Los pasillos estaban desiertos. Si los prisioneros habían muerto, pensó, probablemente Velikov consideraba que era inútil tener más de un guardia en el último sótano.

Llegaron al ascensor, Pitt estaba a punto de apretar el botón cuando los motores empezaron a zumbar. Con un ademán, hizo que todos se pegaran a la pared. Esperaron, escuchando cómo se detenía el ascensor en una de las plantas de arriba, y oyeron un murmullo de voces y una risa apagada. Permanecieron inmóviles y observaron el brillo de la luz interior a través de la rendija de la puerta, mientras el ascensor descendía.

Todo acabó en diez segundos. Se abrió la puerta, salieron dos técnicos en batas blancas y murieron sin el más ligero gemido con un cuchillo clavado en el corazón. A Pitt le sorprendió tanta eficacia. Ninguno de los cubanos mostraba la menor expresión de remordimiento en los ojos.

– Hay que tomar una decisión -dijo Pitt-. Sólo caben diez hombres en el ascensor.

– Solamente faltan catorce minutos para el aterrizaje de la nave espacial -dijo, apremiante, Quintana-. Tenemos que encontrar y destruir la fuente de energía.

– Hay cuatro plantas encima de nosotros. El despacho de Velikov está en la más alta. También están allí las habitaciones particulares. Elija entre las otras tres.

– Como echándolo a cara o cruz.

– No podemos hacer otra cosa -dijo rápidamente Pitt-. Además, estamos demasiado apretados. Mi consejo es que nos dividamos en tres grupos y que cada grupo se encargue de una planta. Así cubriremos más territorio con más rapidez.

– Me parece bien -asintió apresuradamente Quintana-. Hemos llegado aquí sin que nadie haya venido a recibirnos. No esperarán que aparezcan visitantes al mismo tiempo en diferentes zonas.

– Yo iré con los ocho primeros hombres a la planta segunda y bajaré el ascensor para el equipo siguiente, que subirá a la planta tercera, y así sucesivamente.

– No está mal. -Quintana no perdió tiempo en discutir. Eligió rápidamente ocho hombres e hizo que se metieran en el ascensor con Pitt. Cuando iba a cerrarse la puerta, dijo-: ¡Que no te maten, maldito!

La subida pareció eterna. Ninguno de los hombres miraba a los otros a los ojos. Algunos se enjugaban el sudor que goteaba por sus caras. Otros se rascaban, sintiendo picores imaginarios. Todos tenían un dedo en el gatillo.

Al fin se detuvo el ascensor y se abrió la puerta. Los cubanos entraron en una sala de operaciones en la que había casi veinte oficiales soviéticos del GRU y cuatro mujeres vestidas también de uniforme. La mayoría murieron detrás de sus mesas bajo una granizada de balas, con una expresión de pasmada incredulidad. A los pocos segundos, la sala pareció un matadero, con sangre y tejidos desparramados por todas partes.

Pitt no perdió tiempo en ver más. Apretó el botón de la planta 1 y subió solo en el ascensor al despacho de Velikov. Apretando la espalda contra la pared de delante y con el arma en posición de disparar, lanzó una rápida mirada alrededor de la puerta que se abría. Lo que vio en el interior del despacho le produjo una mezcla de recogijo y furia salvaje.

Siete oficiales del GRU estaban sentados en semicírculo, observando fascinados la sádica actuación de Foss Glv. Parecían no oír el sordo ruido de los disparos en la planta inferior, pues, según dedujo Pitt, tenían los sentidos adormecidos por el contenido de varias botellas de vino.

Rudi Gunn yacía en un lado, con la cara casi hecha papilla, tratando desesperadamente, por orgullo, de mantener despectivamente erguida la cabeza. Un oficial apuntaba con una pequeña pistola al sangrante Al Giordino, que estaba atado a una silla metálica. El musculoso y pequeño italiano estaba doblado hacia delante, con la cabeza casi tocando las rodillas y sacudiéndola lentamente de un lado a otro, como para aclarar la visión y librarse del dolor. Uno de los hombres dio una patada a Giordino en el costado, haciéndole caer al suelo con la silla. Raymond LeBaron estaba sentado al lado y un poco detrás de Gly. El que había sido dinámico financiero tenía el aspecto de un hombre convertido en una sombra, con el espíritu arrancado del cuerpo. Los ojos estaban ciegos, la cara era inexpresiva. Gly le había exprimido y retorcido hasta convertirlo en un vegetal.

Jessie LeBaron estaba arrodillada en el centro de la habitación, mirando a Gly con expresión de reto. Le habían cortado muy cortos los cabellos. Sujetaba una manta alrededor de sus hombros. Las piernas y los brazos descubiertos estaban llenos de cardenales y manchas rojas. Parecía estar más allá del sufrimiento, insensible la mente a todo dolor ulterior. A pesar de su lastimoso aspecto, era increíblemente hermosa, con una serenidad y un aplomo extraordinarios.

Foss y los otros hombres se volvieron al oír el ascensor, pero al ver que estaba aparentemente vacío, volvieron a su diversión.

Precisamente cuando la puerta empezaba a cerrarse, Pitt entró en la habitación con una calma helada casi inhumana, con su AK-74 levantado al nivel de los ojos y vomitando fuego.

Su primera ráfaga de tiros alcanzó al hombre que había tirado al suelo a Giordino de una patada. La segunda ráfaga dio en el pecho del condecorado oficial sentado junto a Gunn, haciéndole caer hacia atrás contra una librería. Las tercera y cuarta barrieron a tres hombres sentados en apretado grupo. Después hizo girar el arma, describiendo un arco y apuntando a Foss Gly; pero el corpulento desertor reaccionó más de prisa que los otros.

Gly puso a Jessie en pie y la sostuvo delante de él como un escudo. Pitt se retrasó lo suficiente para que el séptimo ruso que estaba sentado casi a su lado desenfundase una pistola y disparase al azar.

La bala dio en la recámara del arma de Pitt, la rompió y después rebotó en el techo. Pitt levantó el arma inútil y saltó en el mismo momento en que veía el fogonazo del segundo disparo. Ahora todo pareció desarrollarse en movimiento retardado. Incluso la expresión asustada del ruso al apretar el gatillo por tercera vez. Pero no llegó a disparar. La culata de la AK-74 cortó el aire y se estrelló contra un lado de la cabeza.

Al principio, Pitt pensó que la segunda bala había errado el blanco, pero entonces sintió gotear sangre sobre el cuello desde la oreja izquierda. Permaneció inmóvil allí, presa todavía de furia, mientras Gly arrojaba brutalmente a Jessie sobre la alfombra. Una satánica mueca se pintó en la cara maligna de Glyt junto con una expresión de diabólica expectación.

– Has vuelto.

– Muy perspicaz…, por ser un cretino.

– Te prometí una muerte lenta cuando volviésemos a encontrarnos -dijo amenazadoramente Gly-. ¿Lo has olvidado?

– No, no lo he olvidado -dijo Pitt-. Incluso me he acordado de traer un buen garrote.

Pitt estaba seguro de que Gly quería quitarle la vida con sus manazas. Y sabía que su única ventaja verdadera, además del bate, era un total desconocimiento del miedo. Gly estaba acostumbrado a ver víctimas importantes y desnudas, intimidadas por su fuerza bruta. Los labios de Pitt imitaron la satánica mueca, y empezó a acechar a Gly, observando con fría satisfacción la confusión que se pintaba en los ojos de su adversario.

Pitt se colocó en posición agachada, como en el béisbol, golpeó bajo con el bate y alcanzó a Gly en la rodilla. El golpe rompió la rótula de Gly, que gruñó de dolor, pero no cayó al suelo. Se recobró en un abrir y cerrar los ojos y se lanzó sobre Pitt, recibiendo un golpe en las costillas que le dejó sin aliento y jadeando de angustia. Por un momento permaneció inmóvil, observando cautelosamente a Pitt, tocándose las costillas rotas e inspirando dolorosamente.

Pitt se echó atrás y bajó el bate.

– ¿Te dice algo el nombre de Brian Shaw? -preguntó pausadamente.

La torcida mirada de odio se transformó lentamente en expresión de asombro.

– ¿El agente británico? ¿Le conocías?

– Hace seis meses le salvé la vida en un remolcador en el río Saint Laurence. ¿Te acuerdas? Tú le estabas matando a golpes cuando llegué por detrás y te di en el cráneo con una llave inglesa.

Pitt se regocijó al ver la mirada salvaje de los ojos de Gly.

– ¿Fuiste tú?

– Será la última idea que te lleves al otro mundo -dijo Pitt, sonriendo diabólicamente.

– Es la confesión de un hombre muerto.

No había desprecio ni insolencia en la voz de Gly; sólo un simple convencimiento.

Sin añadir palabra, los dos hombres empezaron a dar vueltas uno alrededor del otro, como un par de lobos; Pitt, con el bate levantado; Gly, arrastrando la pierna lesionada. Un silencio irreal reinó en la estancia. Gunn se esforzó, a pesar de su dolor, en alcanzar la pistola caída, pero Gly advirtió el movimiento por el rabillo del ojo y apartó el arma de una patada. Todavía atado a la silla, Giordino luchaba débilmente contra sus ataduras, en desesperada frustración, mientras Jessie yacía rígida, mirando con fascinación mórbida.

Pitt dio un paso adelante y a punto estaba de descargar el golpe cuando uno de sus pies resbaló en la sangre del ruso muerto. El bate habría alcanzado a Gly en un lado de la cabeza, pero el arco se desvió un palmo. En un movimiento reflejo, Gly levantó el brazo y encajó el golpe con su enorme bíceps.

El palo tembló en las manos de Pitt como si hubiese golpeado el parachoques de un coche. Gly levantó la mano libre, agarró la punta del bate y jadeó como un levantador de pesas. Pitt sujetó el mango con todas sus fuerzas, y fue levantado en el aire como un niño y lanzado a través de la habitación contra una estantería, cayendo al suelo entre un alud de volúmenes encuadernados en piel.

Triste, desesperadamente, Jessie y los otros sabían que Pitt no podía resistir la tremenda colisión. Incluso Gly respiró y se tomó tiempo para acercarse al cuerpo caído en el suelo, con el triunfo resplandeciendo en su cara, con los labios abiertos a la manera de un tiburón, previendo el exterminio inmediato.


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