Entonces Gly se detuvo y vio con incredulidad que Pitt se levantaba de debajo de una montaña de libros como un jugador de rugby que hubiese sido placado, aturdido y un poco desorientado pero listo para la próxima jugada. Pitt era el único que sabía que los libros habían amortiguado el impacto. El cuerpo le dolía de un modo infernal, pero no había sufrido ninguna lesión grave en los músculos y los huesos. Levantando el bate, se dispuso a recibir al hombre de hierro que avanzaba y descargó la punta roma con toda su fuerza contra aquella cara burlona.
Pero juzgó mal la fuerza diabólica del gigante. Gly dio un paso a un lado y recibió el bate con el puño, apartándolo y aprovechando el impulso de Pitt para cerrar los brazos de hierro alrededor de su espalda. Pitt se retorció violentamente y dio un rodillazo en el bajo vientre de Gly, un golpe salvaje que habría dejado fuera de combate a cualquier otro hombre. Pero no a Gly. Éste lanzó un ligero gemido, pestañeó y aumentó la presión, en un cruel abrazo de oso que acabaría con su vida.
Gly miró sin pestañear los ojos de Pitt desde una distancia de diez centímetros. No había la menor señal de esfuerzo físico su cara. Su única expresión era de desprecio. Levantó a Pitt en el aire y siguió apretando, previendo el terror convulso que se pintaría en la cara de su víctima momentos antes del fin.
Todo el aire había sido expulsado de los pulmones de Pitt y éste jadeó, tratando de recobrar el aliento. La habitación empezó a hacerse confusa, mientras el dolor del pecho se convertía en angustia terrible. Oyó chillar a Jessie. Giordino gritó algo, pero no pudo distinguir las palabras. A pesar del dolor, su mente permanecía curiosamente despierta y clara. Se negaba a aceptar la muerte y concibió fríamente un plan sencillo para burlarla.
Tenía un brazo libre, mientras que el otro, que todavía agarraba el bate de béisbol, permanecía sujeto por la presa implacable de Gly. El negro telón empezaba a caer sobre sus ojos por última vez, y dándose cuenta de que sólo unos segundos le separaban de la muerte, realizó su última acción desesperada.
Levantó la mano izquierda hasta tenerla al nivel de la cara de Gly e introdujo todo el pulgar en el ojo de éste, apretando hacia dentro a través del cráneo y retrociéndolo para llegar hasta el cerebro.
El pasmo producido por el dolor atroz y por la incredulidad borró la expresión burlona del semblante de Gly. Las crueles facciones se torcieron en una máscara de angustia o, instintivamente, soltó a Pitt y se llevó las manos al ojo, atronando ei aire con un terrible grito.
A pesar de la gravísima herida, Gly se mantuvo en pie, dando vueltas por la habitación como un animal enloquecido. Pitt no podía creer que aquel monstruo estuviese todavía vivo; casi llegó a creer que Gly era indestructible…, hasta que un ruido ensordecedor ahogó los gritos de agonía.
Una, dos, tres veces, con un aplomo y una frialdad absolutos, Jessie apretó el gatillo de la pistola que había caído al suelo, apuntando al bajo vientre de Foss Gly. Las balas dieron en el blanco y el hombre se tambaleó y dio unos pasos atrás; después permaneció grotescamente en pie durante unos momentos, como una marioneta sostenida por los hilos. Por último, se derrumbó y se estrelló contra el suelo como un árbol talado de raíz. El único ojo seguía abierto, negro y maligno en la muerte, como lo había sido en vida.
56
El comandante Gus Hollyman volaba asustado. Piloto de carrera de la Fuerza Aérea, con casi treinta mil horas de vuelo, sentía agudas punzadas de duda, y la duda era uno de los peores enemigos del piloto. La falta de confianza en uno mismo, en su avión o en los hombres de tierra podía resultar mortal.
No podía creer que su misión de derribar la nave espacial Gettysburg fuese algo más que un estrafalario ejercicio proyectado por algún concienzudo general aficionado a los juegos de guerra rebuscados. Una simulación, se dijo por décima vez; tenía que ser una simulación a la que se pondría fin en el último minuto.
Hollyman contempló las estrellas a través de la cubierta de cristal del avión de combate nocturno F-15E y se preguntó si podría obedecer la orden de destruir la nave espacial y a todos los que iban en ella.
Miró los instrumentos que resplandecían en el panel que tenía delante. Su altitud era de poco más de quince mil metros. Faltaban menos de tres minutos para que se encontrase con la nave espacial en rápido descenso y tuviese que disparar un misil Modoc dirigido por radar. Repasó automáticamente la acción en su mente, esperando que no pasaría de un suceso imaginario.
– ¿Todavía nada? -preguntó a su observador de radar, un teniente llamado Regis Murphy, que no paraba de mascar chicle.
– Todavía está fuera de nuestro alcance -respondió Murphy-. Los últimos datos del centro espacial de Colorado sitúan su altitud de órbita en cuarenta kilómetros, velocidad aproximada de nueve mil kilómetros por hora y reduciéndose. Debería llegar a nuestro sector dentro de cinco minutos y cuarenta segundos, a una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora.
Hollyman se volvió y observó el negro cielo a su espalda, percibiendo el débil resplandor de los tubos de escape de los dos aviones que le seguían.
– ¿Me oyes, Fox Dos?
– Sí, Fox Uno.
– ¿Fox Tres?
– Le oímos.
Una nube de opresión pareció llenar la cabina de Hollyman. Nada de esto tenía sentido, Él no había consagrado su vida a defender a su país, no había pasado años de adiestramiento intensivo, simplemente para tener ahora que derribar una nave espacial desarmada que transportaba inocentes científicos. Tenía que haber algún terrible error.
– Control de Colorado, aquí Fox Uno.
– Diga, Fox Uno.
– Pido permiso para terminar la maniobra. Cambio.
Hubo una larga pausa. Después:
– Comandante Hollyman, soy el general Alian Post. ¿Me oye?
Conque éste era el inteligente general, pensó Hollyman.
– Sí, mi general, le oigo.
– Esto no es una maniobra. Repito: no es una maniobra.
Hollyman no se mordió la lengua.
– ¿Se da cuenta de lo que me pide que haga, señor?
– No le pido nada, comandante. Le ordeno que derribe el Gettysburg antes de que aterrice en Cuba.
No había habido tiempo para informar de todo a Hollyman cuando se le había ordenado que emprendiese el vuelo. Se quedó pasmado y aturdido ante la súbita revelación de Post.
– Disculpe que le pregunte esto, mi general, pero, ¿actúa usted siguiendo órdenes superiores? Cambio.
– La orden viene directamente del comandante en jefe de la Casa Blanca. ¿Le basta con esto?
– Sí, señor -dijo lentamente Hollyman-. Supongo que sí.
¡Dios mío!, pensó desesperadamente. No había manera de eludir la orden.
– Altura treinta y cinco kilómetros; nueve minutos para el aterrizaje -dijo Burkhart a Jurgens, leyendo los instrumentos-. Tenemos luces a nuestra derecha.
– ¿Qué pasa, Houston? -preguntó Jurgens, frunciendo el entrecejo-. ¿Adonde diablos nos llevan?
– Tranquilo -respondió la voz impasible del director de vuelo Foley-. Siguen el rumbo exacto. Les haremos aterrizar.
– El radar y los indicadores de navegación dicen que vamos a aterrizar en el centro de Cuba. Por favor, comprueben.
– No hace falta, Gettysburg, están en la fase final.
– No comprendo, Houston. Repito: ¿dónde nos están obligando a aterrizar?
No hubo respuesta.
– Escúchenme -dijo Jurgens, al borde de la desesperación-. Voy a emplear los mandos manuales.
– No, Dave. Deje actuar el mando automático. Todos los sistemas están dispuestos para el aterrizaje.
Jurgens apretó los puños, ahora desesperado.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué están haciendo esto?
No hubo respuesta.
Jurgens miró a Burkhart.
– Pon el freno de velocidad al cero por ciento. Pasamos a TAEM [1] . Quiero mantener esta nave en el aire hasta que pueda conseguir alguna respuesta clara.
– No harás más que prolongar lo inevitable durante un par de minutos -dijo Burkhart.
– No podemos quedarnos sentados aquí y permitir que esto suceda.
– No depende de nosotros -dijo tristemente Burkhart-. No tenemos otro lugar adonde ir.
El verdadero Merv Foley estaba sentado delante de una consola en el Centro de Control de Houston, furioso e impotente. Su rostro, pálido como la cera, tenía una expresión de incredulidad. Golpeó con el puño el borde de la consola.
– Les estamos perdiendo -dijo, desesperado.
Irwin Mitchell, del «círculo privado», estaba inmediatamente detrás de él.
– Nuestros encargados de las comunicaciones están haciendo todo lo que pueden para establecer contacto.
– ¡Demasiado tarde, maldita sea! -gritó Foley-. Están en la última fase de acercamiento. -Se volvió y agarró a Mitchell del brazo-. Por el amor de Dios, Irv, pida al presidente que les deje aterrizar. Entreguen la lanzadera a los rusos; que saquen de ella todo lo que puedan. Pero, por el amor de Dios, no permitan que mueran estos hombres.
Mitchell miró torvamente las pantallas de datos.
– Ésta es la mejor manera -dijo, en tono vago.
– Esos colonos de la Luna… son sus paisanos. Después de todo lo que han logrado, después de años de luchar por conservar la vida en un medio hostil, no pueden simplemente eliminarlos cuando están a punto de volver a casa.
__Usted no conoce a esos hombres. Nunca permitirían que los resultados de sus esfuerzos fuesen a parar a manos de un gobierno hostil. Si yo estuviese allá arriba y Eli Steinmetz aquí abajo, él no vacilaría en hacer añicos el Gettysburg.
Foley miró a Mitchell durante un largo instante. Después se volvió y hundió la cabeza entre las manos, abrumado por el dolor.
57
Jessie levantó la cabeza y miró a Pitt, nublados los ojos castaños y con lágrimas rodando sobre las moraduras de sus mejillas. Ahora estaba temblando, tanto de espanto por los muertos que le rodeaban como de inmenso alivio. Pitt la abrazó, obedeciendo un súbito impulso, sin decir nada, y le quitó delicadamente la pistola de la mano. Después la soltó, cortó rápidamente las ataduras de Giordino, dio un apretón tranquilizador al hombro de Gunn y se acercó al enorme mapa de la pared.
Lo golpeó con los nudillos, calculando su grosor. Entonces se echó atrás y dio una patada al centro del océano índico. El panel oculto cedió, giró sobre sus goznes y chocó contra la pared.