En la esquina había una farola. Al borde del espacio iluminado se empapaba un coche con techo de lona, y junto al coche, dos tipos que llevaban impermeables brillantes retenían en el suelo a otro, empapado, de negro. Los tres se revolvían sobre los adoquines, con esfuerzo, trabajosamente. Víktor se detuvo, y a continuación se aproximó. No es extraño que recuerde todo eso tan bien. Víktor descubrió entonces que sus mejillas y la punta de su nariz habían palidecido. Así era yo entonces, era fácil gritarme. Pero él, pobrecillo, no sabía que yo palidecía de rabia, como Luis XIV, y no de miedo... Pero después de la pelea, no vale. Qué importancia tiene la causa por la que uno palidece. No sigamos por ese camino. Mas para recobrar la calma, para poder acicalarme antes de aparecer en público, para recuperar el color normal de este rostro nada apuesto pero viril, debo recordarle, señor Bánev, que si no le hubiera mostrado su pañuelito al señor Presidente, tendría ahora una vida floreciente en nuestra famosa capital, y no estaría en este agujero mojado...

De un trago, Víktor se bebió la ginebra y bajó al restaurante.

—Por supuesto, puede que fueran gamberros —dijo Víktor—. Pero en mis tiempos, ningún gamberro se hubiera metido con un gafudo. Que le tiraran una piedra, eso ocurría, pero agarrarlo, arrastrarlo y, en general, tocarlo... Teníamos pánico al contagio.

—Os digo que es una enfermedad genética —intervino Gólem—. No son contagiosos en absoluto.

—¿Cómo que no son contagiosos? —objetó Víktor—. ¡Si tienen lobanillos, como los sapos! Eso lo sabe todo el mundo.

—Los sapos no contagian lobanillos —dijo Gólem plácidamente—. Los mohosos, tampoco. Qué vergüenza, señor escritor. Es verdad que los escritores son incultos.

—Como toda la gente. El pueblo es inculto, pero sabio. Y si la voz del pueblo asegura que los sapos y los gañidos contagian los lobanillos...

—Por ahí viene mi inspector —dijo Gólem.

Hacía su entrada Pavor, que venía directamente de la calle, con la capa empapada.

—Buenas noches —dijo el recién llegado—. Estoy mojado hasta los huesos, me apetece beber.

—De nuevo apesta a limo —pronunció indignado el doctor R. Kvadriga, que despertaba de un trance alcohólico—. Siempre apesta a limo. Como un estanque. O una planta acuática.

—¿Qué estáis bebiendo? —preguntó Pavor.

—¿Quién? ¿Nosotros? —respondió Gólem—. Yo, como siempre, bebo coñac. Víktor bebe ginebra. Y el doctor, de todo, por turno.

—¡Qué vergüenza! —exclamó el doctor R. Kvadriga con indignación—. ¡Escamas! ¡Y cabezas!

—¡Un coñac doble! —le gritó Pavor al camarero.

Tenía el rostro mojado por la lluvia, el cabello pegado a la cabeza, y por sus mejillas afeitadas corrían brillantes hilillos de agua. Otro rostro viril, seguramente muchos se lo envidiaban. ¿De dónde saca semejante rostro un inspector sanitario? Un rostro viril significa: llueve, los proyectores lo iluminan todo, las sombras pasan volando por los vagones oscuros, se distorsionan... Todo es negro y reluciente, solamente negro y solamente reluciente, y no hay conversaciones, no hay habladurías, únicamente órdenes y todos obedecen... Y no tiene que ser en vagones, puede ser en aviones, un aeródromo, y después nadie sabe dónde estuvo, de dónde vino... Las chicas se desmayan, y los hombres sienten deseos de hacer algo viril, por ejemplo, enderezar los hombros y meter la panza. A Gólem no le vendría mal meter la panza, pero no tiene dónde meterla, todo el sitio está ocupado. El doctor R. Kvadriga sí podría hacerlo, pero no podría enderezar los hombros, lleva encorvado demasiados días, para siempre. Por las noches está encorvado sobre la mesa, por las mañanas sobre el lavabo, y por el día se encoge a causa de su hígado enfermo. Y eso significa que aquí soy el único capaz de meter la panza y enderezar los hombros, pero es mejor que virilmente me beba un vaso de ginebra.

—Ninfómano —dijo el doctor R. Kvadriga con tristeza, mirando a Pavor—. Ondinómano. Con algas.

—Cierre esa boca, doctor —dijo Pavor, que se secaba el rostro con servilletas de papel, las arrugaba y las tiraba al suelo. Después, se puso a secarse las manos.

—¿Con quién ha peleado? —preguntó Víktor.

—Violado por un mohoso —pronunció el doctor R. Kvadriga, que a duras penas trataba de separar los ojos que se le habían cruzado sobre el puente de la nariz.

—Por ahora, con nadie —respondió Pavor y miró atentamente al doctor, pero R. Kvadriga no se dio cuenta de ello.

El camarero trajo la copa. Pavor se la bebió lentamente y se levantó.

—Voy a lavarme —dijo, con voz calmada—. Fuera de la ciudad sólo hay fango, todo está hundido en la mierda. —Y se fue, tropezando con una silla por el camino.

—A mi inspector le ocurre algo —dijo Gólem, que con un movimiento de los dedos tiró una servilleta al suelo—. Algo de escala mundial. ¿No sabréis por casualidad de qué se trata?

—A usted le resultaría más fácil saberlo —replicó Víktor—, él lo inspecciona a usted, y no a mí. Y además, usted lo sabe todo. A propósito, Gólem, ¿de dónde lo sabe usted todo?

—Nadie sabe nada —objetó Gólem—. Algunos adivinan. Muy pocos, sólo los que quieren hacerlo. Pero no es posible preguntar de dónde lo adivinan, sería violar el idioma. ¿Adonde va la lluvia? ¿Con qué sale el sol? Si Shakespeare hubiera escrito algo por el estilo, ¿se lo perdonaría? Seguramente a Shakespeare se lo perdonaría. A Shakespeare le perdonamos muchas cosas, pero a Bánev... Oiga, señor literato, tengo una idea. Yo me bebo el coñac y usted termine con esa ginebra. ¿O ya no bebe más?

—Gólem —dijo Víktor—, ¿sabe que soy un hombre de hierro?

—Lo adivino.

—¿Y qué conclusión saca de ello?

—Que teme oxidarse.

—Supongamos —dijo Víktor—. Pero no hablo de eso. Quiero decir que puedo beber mucho y largo rato, sin perder el equilibrio moral.

—Ah, se trataba de eso —dijo de repente el doctor R. Kvadriga, con voz clara—. ¿Me he presentado ya, señores? Tengo el honor: Rem Kvadriga, pintor, doctor honoris causa, miembro de honor... A ti te conozco —le dijo a Víktor—. Tú y yo estudiamos juntos y también... Pero usted, perdóneme...

—Me llamo Yul Gólem.

—Es un placer. ¿Escultor?

—No. Médico.

—¿Cirujano?

—Soy el médico principal de la leprosería —explicó Gólem con paciencia.

—¡Ah, claro! —respondió el doctor R. Kvadriga, sacudiendo la cabeza como un caballo—. Por supuesto. Perdóneme, Yul... Pero ¿por qué lo oculta? Usted no es médico allí. Usted cría mohosos... Me hago una idea. Necesitamos personas así... Perdone —dijo repentinamente—. Ahora vengo.


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