—Señores, el aparato estatal siempre consideró que su tarea fundamental consistía en mantener el statu quo. No sé hasta qué punto eso se justificaba antes, pero ahora es una función estatal completamente indispensable. Yo definiría esa función de la siguiente manera: impedir, por todos los medios, que el futuro meta sus tentáculos en nuestro tiempo, cortar estos tentáculos y quemarlos con un hierro al rojo. Interferir en el trabajo de los inventores, estimular a charlatanes y escolásticos... introducir en todos los gimnasios únicamente la educación clásica. Y en los puestos superiores del estado sólo debe haber ancianos, con grandes cargas familiares y grandes deudas, no menores de sesenta años, para que recibieran sobornos y durmieran durante las reuniones.

—Qué cosas dice, Víktor —dijo Pavor, con tono de reproche.

—¡No, está bien! —intervino Gólem—. Es inusitadamente agradable escuchar discursos tan serenos y leales.

—¡Aún no he concluido, señores! A los científicos con talento hay que darles puestos de administradores, con salarios elevados. Aprobar todos los inventos, pagar poco por ellos y meterlos en el cajón de abajo. Introducir impuestos draconianos por cada novedad comercial y productiva. —«¿Y por qué estoy de pie?», pensó Víktor y se sentó—. Bien, ¿qué le ha parecido? —le preguntó a Gólem.

—Tiene usted toda la razón. Ahora, aquí todos son radicales. Hasta el director del gimnasio. El conservadurismo es nuestra salvación.

—No habrá salvación posible —dijo Víktor con amargura, tras tomar un sorbo de ginebra—. Porque todos los idiotas radicales no sólo creen en el progreso, sino que lo aman y estiman que no pueden vivir sin él. Porque el progreso es, además de todo, coches baratos, electrodomésticos y, en general, la posibilidad de trabajar menos y ganar más. Y por eso, todo gobierno está obligado a accionar el freno con una mano... bueno, no con la mano, a pisar el freno con un pie, y con el otro pisar el acelerador. Como un corredor en una curva. El freno, para no perder la dirección, y el acelerador, para no perder velocidad, o si no algún demagogo, partidario del progreso, los echará sin falta del asiento del conductor.

—Es difícil discutir con usted —dijo Pavor, con cortesía.

—Pues no discuta —replicó Víktor—. No es necesario discutir: la verdad nace del debate, que se vaya al diablo. —Se acarició suavemente el chichón y añadió—: Además, seguramente digo todo esto debido a mi incultura. Todos los científicos son partidarios del progreso, y yo no soy científico. Simplemente, soy un cupletista famoso.

—¿Por qué se toca constantemente la nuca? —preguntó Pavor.

—Un miserable me ha golpeado —dijo Víktor—. Con un puño americano... ¿Es correcto lo que digo, Gólem? ¿Con un puño americano?

—Creo que sí. O podría ser con un ladrillo.

—¿De qué están hablando? —se asombró Pavor—. ¿Un puño americano? ¿En este rincón provinciano?

—Véalo usted mismo —dijo Víktor, en tono aleccionador—. ¡El progreso! Bebamos otra vez por el conservadurismo.

Llamaron al camarero y volvieron a beber por el conservadurismo. El reloj dio las nueve, y una pareja conocida entró en el salón. Era un joven, de gruesas gafas, y su acompañante, un tipo larguirucho. Ocuparon una mesa, encendieron la lamparita y se dedicaron a estudiar la carta. El joven llevaba de nuevo un portafolios, que dejó a su lado en un butacón libre. Siempre trataba muy bien a su portafolios. Tras dictarle el pedido al camarero, ambos se estiraron en sus asientos y se dedicaron a mirar un punto en el espacio, sin hablar.

«Qué pareja más extraña —pensó Víktor—. Una total falta de correspondencia. Es como verlos a través de binoculares estropeados: uno se difumina y el otro está enfocado, y al revés. Incompatibilidad absoluta. Con el joven de las gafas se podía hablar del progreso, mientras que con el larguirucho, no. Pero ahora los voy a hacer coincidir. ¿Cómo lograrlo? Por ejemplo, de esta manera... Un banco estatal, los sótanos... cemento, hormigón, alarmas... el larguirucho marca una combinación, la puerta de acero gira, queda abierta la entrada al tesoro, ambos entran, el larguirucho marca otra combinación, las puertas de la caja fuerte se abren y el joven mete los brazos hasta los codos en brillantes.»

El doctor R. Kvadriga comenzó repentinamente a llorar y tomó la mano de Víktor.

—Pernocta en mi casa, ¿sí? —dijo. Víktor le sirvió ginebra de inmediato. R. Kvadriga bebió y se secó la nariz—. En mi casa. Una villa. Hay una fuente. ¿Sí?

—Una fuente, es una excelente idea —comentó Víktor, tratando de eludir la invitación—. ¿Qué más hay?

—Un sótano —dijo R. Kvadriga con tristeza—. Huellas. Tengo miedo. Es horrible. ¿Quieres que te la venda?

—Mejor regálamela —propuso Víktor.

—Una lástima —dijo R. Kvadriga después de pestañear.

—Avaro —le reprochó Víktor—. Eres así desde la infancia. ¡Qué mezquino, quiere su villa! Cómetela, ojalá te atragantes.

—Tú no me quieres —constató amargamente el doctor R. Kvadriga—. Nadie me quiere.

—¿Y el señor Presidente? —preguntó Víktor, agresivo.

- El Presidente es el padre del pueblo-dijo R. Kvadriga, animándose—. Un boceto en tonos dorados... El Presidente en las trincheras.Un fragmento del cuadro El Presidente bajo el fuego en primera línea.

—¿Y qué más? —se interesó Víktor.

- El Presidente con impermeable-dijo R. Kvadriga con presteza—. Un mural, panorámico.

Víktor, aburrido, cortó un trocito de anguila y se puso a escuchar a Gólem.

—Mire, Pavor, déjeme en paz. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ya le he presentado los informes —se quejaba Gólem—. Estoy listo para firmar sus conclusiones. ¿Quiere quejarse de los militares? ¡Quéjese! O si lo desea, quéjese de mí.

—No quiero quejarme de usted —respondió Pavor, llevándose la mano al pecho.

—Entonces, no se queje.

—¡Déme algún consejo! ¿Es que no puede aconsejarme nada?

—Señores, qué aburrimiento —intervino Víktor—. Me voy.

No le prestaron atención. Apartó la silla, se incorporó y, sintiéndose muy borracho, se encaminó hacia el mostrador. Teddy el calvo limpiaba las botellas y lo miraba sin curiosidad.

—¿Como siempre? —preguntó.

—Espera... ¿Qué era lo que quería preguntarte?... ¡Sí! ¿Cómo andas, Teddy?

—Llueve —se limitó a decir el barman y le sirvió una copa de licor.

—Es horrible el tiempo que hace siempre en la ciudad —dijo Víktor y se recostó en el mostrador—. ¿Qué dice tu barómetro?

Teddy metió la mano bajo el mostrador y sacó el «pronosticador». Las tres espinas estaban muy pegadas al eje brillante, que parecía lacado.


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