—No va a aclarar —dijo Teddy, mirando atentamente el «pronosticador»—. Un invento diabólico. —Meditó un poco y añadió—: Y vaya uno a saber, es posible que se haya roto hace tiempo, ¿cómo comprobarlo? Lleva años lloviendo.
—Se puede viajar al Sahara.
—Qué tontería —dijo Teddy con un sonido burlón—. Ese amigo vuestro, Pavor, me propone doscientas coronas por este cacharro.
—Seguramente porque está borracho. No sé para qué lo necesita...
—Eso mismo fue lo que le dije. —Teddy le dio vueltas entre las manos al «pronosticador» y se lo acercó al ojo derecho—. No se lo daré —dijo, con decisión—. Que se busque uno. —Metió el «pronosticador» bajo el mostrador, miró a Víktor, que hacía girar la copa entre las manos y le informó—: Tu Diana ha venido.
—Hace rato —dijo Víktor, sin prestar mucha atención.
—Como a las cinco. Le di una caja de coñac. Roscheper sigue divirtiéndose, no para. Manda a la gente en busca de coñac, el muy jeta. Vaya diputado. ¿No temes por ella?
Víktor se encogió de hombros. De repente, vio a Diana a su lado. Había aparecido junto al mostrador, vistiendo una capa empapada, con el capuchón a la espalda, ella no miraba hacia él, que veía solamente su perfil y pensaba que de todas las mujeres que había conocido antes, ella era la más bella y que con toda seguridad, nunca tendría otra así. Diana estaba de pie, recostada en el mostrador, y su rostro era muy pálido e indiferente, y era la más bella de todas: en ella, todo era bello. Siempre. Cuando lloraba y cuando se reía, cuando se enfurecía o cuando algo no le importaba, e incluso cuando se moría de frío, y sobre todo cuando se sentía inspirada.
«Ay, qué borracho estoy —pensó Víktor—, y seguramente apesto a alcohol como R. Kvadriga.» Estiró el labio inferior y se echó el aliento a la nariz. No pudo poner nada en claro.
—Los caminos están mojados, resbaladizos —decía Teddy—. Hay niebla... Y también te diré que ese tal Roscheper seguramente es un mujeriego, un viejo cabrón.
—Roscheper es impotente —objetó Víktor, que bebía maquinalmente.
—¿Eso te lo dijo ella?
—Basta, Teddy. Es suficiente.
Teddy lo miró atentamente, después suspiró, se agachó con dificultad, buscó algo bajo el mostrador, se levantó y puso ante Víktor un frasco con amoníaco y un paquete de té abierto. Víktor echó un vistazo al reloj y se puso a mirar cómo Teddy, sin prisa, tomaba una copa limpia, vertía soda en ella, echaba algunas gotitas del frasco y con la misma lentitud lo revolvía todo con una varilla de vidrio. Después, empujó la copa hacia Víktor, que la tomó y se la bebió frunciendo el ceño y conteniendo la respiración. Fresca y repulsiva, la corriente de amoníaco golpeó su cerebro y se derramó en algún lugar tras los ojos. Víktor respiró por la nariz un aire que se había vuelto insoportablemente frío, y metió los dedos en el paquete de té.
—Bien, Teddy, gracias. Anota en mi cuenta lo que se debe. Ellos te dirán cuánto es. Me voy.
Masticando té, volvió a su mesita. El joven de gafas gruesas y su acompañante larguirucho devoraban presurosos la cena. Ante ellos había una botella con agua mineral de una marca local. Pavor y Gólem habían hecho sitio sobre el mantel para jugar a los dados, mientras que el doctor R. Kvadriga se aguantaba la cabeza con las manos y cantaba monótonamente:
- La Legión de la Libertad es el baluarte del Presidente.Mural... En el feliz aniversario de Vuestra Excelencia... El Presidente es el padre de los niños.Cuadro alegórico... —Me voy —dijo Víktor.
—Lástima —respondió Gólem—. Bien, te deseo suerte.
—Saluda a Roscheper —dijo Pavor, guiñando un ojo.
- Roscheper Nant, diputado-se animó R. Kvadriga—. Retrato. Barato. De medio cuerpo...
Víktor recogió su encendedor y el paquete de cigarrillos y caminó hacia la salida. A sus espaldas, el doctor R. Kvadriga pronunció, con voz clara: «Supongo, señores, que es hora de presentarnos. Soy Rem Kvadriga, doctor honoris causa, pero ustedes, señores, no sé quiénes son...». Al llegar a las puertas, Víktor tropezó con el robusto entrenador del equipo de fútbol Hermanos de Raciocinio. El entrenador estaba muy preocupado, muy mojado y le cedió el paso a Víktor.
El autobús se detuvo.
—Hemos llegado —dijo el chofer.
—¿El sanatorio? —preguntó Víktor.
Fuera había una niebla lechosa, densa. En ella se dispersaba la luz de los faros y no se veía nada.
—El sanatorio, el sanatorio —gruñó el chofer, mientras encendía un cigarrillo.
Víktor se acercó a la puerta.
—¡Qué niebla! —dijo al bajar del estribo—. No veo nada.
—Encontrará el camino —le prometió el chofer con indiferencia, y escupió por la ventanilla—. Vaya lugar para poner un sanatorio. Por el día, niebla, por la noche, niebla...
—Que tenga buen viaje —se despidió Víktor.
El chofer no respondió. El motor comenzó a zumbar, las puertas se cerraron y el enorme autobús vacío, de grandes ventanillas e iluminado por dentro como un supermercado de madrugada, giró en busca del camino de vuelta, y a los pocos minutos no era más que una mancha de luz difusa que se alejaba en dirección a la ciudad. Víktor recorrió con las manos la cerca metálica, encontró la portezuela con dificultad y echó a andar por el caminito sin ver nada. Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, comenzó a distinguir confusamente las ventanas iluminadas del ala derecha y una oscuridad especialmente profunda en el lugar del ala izquierda, donde ahora dormían los miembros del equipo Hermanos de Raciocinio, agotados tras pasar el día bajo la lluvia. En la niebla se escuchaban los sonidos habituales como a través de algodón: sonaba un tocadiscos, se oía el entrechocar de platos, alguien gritaba con voz ronca. Víktor siguió adelante, intentando mantenerse en el centro del caminito de arena para no tropezar con ninguno de los jarrones de yeso. Apretaba con cuidado contra el pecho una botella de ginebra y se movía con muchas precauciones, pero a los pocos momentos tropezó con algo blando, cayó y se quedó a cuatro patas. Detrás de él, alguien dijo un improperio con voz cansada y soñolienta, y después pidió que encendieran la luz. Víktor buscó en las tinieblas la botella caída y siguió adelante, con la mano libre extendida al frente. A los pocos pasos tropezó con un coche, lo palpó para rodearlo y tropezó con otro. Demonios, allí había un montón de coches. Víktor, maldiciendo, caminaba entre ellos como en un laberinto, y durante largo rato no logró avanzar en dirección al turbio resplandor que indicaba la entrada al vestíbulo. Los laterales lisos de los coches estaban empapados por la niebla que se les depositaba encima. En algún lugar cercano se oían risitas y gemidos de rechazo.
Esta vez, el vestíbulo estaba vacío, nadie jugaba al escondite, nadie corría sacudiendo el gordo trasero, nadie dormía en los butacones. Por doquier yacían impermeables arrugados, y algún tío listo había colgado su sombrero de una planta ornamental. Víktor subió al segundo piso por la escalera alfombrada. La música retumbaba. Por el pasillo a la derecha, todas las puertas que daban a los alojamientos del diputado estaban abiertas; de ellas salían olores grasientos de comida, cigarrillos y cuerpos calientes. Víktor giró a la izquierda y tocó en la puerta de la habitación de Diana. Nadie respondió. La puerta estaba cerrada, la llave colgaba de la cerradura. Víktor entró, encendió la luz y colocó la botella sobre la mesita del teléfono. Se oyeron pasos y él sacó la cabeza y miró afuera. Por el pasillo, a la derecha, se alejaba a pasos largos y firmes un hombre corpulento que vestía un frac. En el descansillo de la escalera se detuvo ante el espejo, levantó la cabeza, se arregló la corbata (Víktor logró distinguir el perfil aguileño, de un bronceado amarillento, y la barbilla aguda), y a continuación su aspecto cambió: se encogió, se inclinó levemente a un lado y, con un grotesco meneo de caderas, se perdió por una de las puertas abiertas de par en par.