—No pasa nada. Ahora te cambias de ropa, bebes unas copas de vodka y todo estará bien.
—Parezco un perro mojado —Víktor, molesto, se quejó—. Además, ¿tendrías la bondad de explicarme qué ha ocurrido aquí?
—Pues no ha ocurrido nada de particular. —Diana suspiró, cansada—. No debiste olvidarte de tu linterna.
—¿Y los cepos en los caminos, es algo habitual aquí?
—Los pone el burgomaestre, el muy canalla...
Subieron al segundo piso y echaron a andar por el pasillo.
—¿Está loco? Eso es un delito. ¿Está verdaderamente mal de la cabeza?
—No. Simplemente es un canalla y odia a los gafudos. Como todos en la ciudad.
—Me he dado cuenta de eso. Nosotros tampoco los queremos, pero poner cepos... ¿Y qué les han hecho los gafudos?
—Hay que odiar a alguien —explicó Diana—. En unos sitios odian a los hebreos, en otros a los negros, y aquí a los gafudos.
Se detuvieron ante la puerta. Diana hizo girar la llave, entró y encendió la luz.
—Espera —dijo Víktor, mientras examinaba el recinto—. ¿Adonde me has traído?
—A un laboratorio —respondió Diana—. Espera un momento...
Víktor se quedó en la puerta, mirando cómo ella caminaba por la enorme habitación, cerrando las ventanas bajo las cuales se veían charcos.
—¿Y qué hacía aquí esta noche? —preguntó Víktor de repente.
—¿Dónde? —inquirió Diana, sin volver la cabeza.
—En el sendero... Tú sabías que él estaba ahí, ¿verdad?
—Se trata de que en la leprosería no alcanzan las medicinas. A veces vienen aquí a pedir...
Cerró la última ventana, recorrió el laboratorio, revisó las mesas, cubiertas de equipo y objetos de cristal para investigación química.
—Todo esto me da asco —insistió Víktor—. Qué país éste. Por doquier hay mierda... Vamos, que estoy helado.
—Enseguida.
Tomó de una mesa una pieza de ropa de color oscuro y la sacudió. Era un frac. Lo colgó con cuidado en el armario donde dejaban las batas de trabajo.
«¿Qué hace ese frac aquí? —pensó Víktor—. Para colmo, parece conocido...»
—Es todo —dijo Diana—. No sé tú, pero yo voy a meterme en una bañera con agua caliente.
—Escucha, Diana —dijo Víktor, con suspicacia—. Aquel tipo... el de la nariz grande... de piel amarillenta... El tipo con el que bailabas...
Diana lo tomó de la mano. Calló un instante.
—Pues ése es mi marido —respondió finalmente—. Mi ex marido.
TRES
Félix Sorokin. Una aventura.
Por la noche no tomé los comprimidos, y no porque me olvidara de hacerlo, sino porque de repente se me ocurrió que no podía pasarlos con licor. Y por eso, desde que me levanté me sentía decaído, apático, y todo el tiempo me obligaba a hacer las cosas: me aseé a la fuerza, me vestí sin deseos, arreglé la casa, desayuné... Quedaba más de la mitad del coñac y seguramente había gaseosa suficiente en el vaso; estuve dudando si bebía algo para quitarme la borrachera, pero en ese momento recordé, muy a mi pesar, que el signo fundamental del alcoholismo, según los médicos de ahora, consiste en beber por la mañana después de una borrachera, y por esa razón renuncié a hacerlo.
«Dios mío —pensé—, qué bien que Klara no está aquí, cuidándome, ¡qué bien que estoy solo!»
Y, por supuesto, en ese mismo momento llamó Katia, preocupada por supuesto, y preguntó, con cierta ironía venenosa en la voz: «¿Qué, andabas de nuevo dilatándote los vasos sanguíneos?». Y, por supuesto, de nuevo tuve que mentir y justificarme, y además por el hecho de que no había realizado la menor gestión para que le cosieran un abrigo de pieles en nuestra sastrería. Pero Katia no había llamado para hablar del abrigo de pieles: tenía la intención de pasar a visitarme ese día o al siguiente por la noche y traer mi pedido de alimentos. Era sólo eso. Terminamos la conversación, y de la alegría me bebí un dedito de coñac y comencé a sentirme mejor.
Al otro lado de la ventana hacía un día maravilloso. La tormenta de nieve del día anterior había desaparecido; brillaba el sol, que no había vuelto a aparecer desde el mismísimo día de Año Nuevo; el montón de nieve que ocupaba el balcón emitía alegres destellos de hielo, seguramente por el hecho de que tras cada auto que pasaba por la carretera se extendía una cola de vapor blanquecino. La presión atmosférica era alta y no se preveía ninguna causa que me impidiera dedicarme a escribir el guión.
A propósito, había telefoneado tres veces a la sastrería, y en ninguna de esas ocasiones había conseguido nada. Debo decir que esas llamadas tenían un carácter puramente ritual: si una persona quiere que a su hija le cosan un abrigo de piel, debe ir personalmente a la sastrería, realizar muchísimos movimientos corporales alegóricos y pronunciar muchísimas frases alegóricas, arriesgándose todo el tiempo a tropezar con una grosería descarada o con el escaqueo más canallesco.
A continuación ocupé mi lugar ante la máquina de escribir y comencé directamente con la frase que había inventado el día anterior, pero no había utilizado pues la guardaba especialmente para hoy, para el desayuno:
No es contra ellos, sino contra sus camaradas de la derecha...
Y al principio todo me salió bien, alegre, con ánimo y decisión, pero una hora y minutos más tarde me di cuenta de que estaba como desmayado sobre el asiento, leyendo por enésima vez el último párrafo sin entender nada:
Y el Comisario seguía contemplando el tanque que ardía. Caían lágrimas de debajo de sus gafas, pero él no las secaba, su rostro continuaba sereno e inmóvil.
Me daba cuenta de que estaba trabado, totalmente trabado, para largo rato y sin norte. Y el problema no consistía en que me resultara imposible imaginar cómo seguirían desarrollándose los hechos de ahí en adelante: había meditado todo lo que acontecía en las siguientes veinticinco páginas. No, se trataba de algo peor: sentía algo parecido a una nausea cerebral.
Veía claramente ante mí el rostro del comisario, la trinchera semiderruida y el tanque alemán que ardía. Pero todo aquello era como de papel maché. De cartón y tablitas pintadas. Como en el escenario de una casa de cultura venida a menos.
Y pensé con triste satisfacción, quién sabe por cuál vez, que se debe escribir sobre lo que uno conoce muy bien, o sobre lo que nadie conoce. La mayor parte de nosotros opina que eso no importa. Pero Katia, mi hija, había señalado correctamente que uno debía quedar siempre en minoría.