El leproso era muy delgado y pesaba poco. No se movía, parecía que ni siquiera respiraba, y no gemía ni cuando Víktor resbalaba, pero un estremecimiento lo sacudía. El camino tenía más pendiente de lo que Víktor recordaba, y cuando alcanzaron la valla apenas le quedaba aliento. Le resultó difícil arrastrar al gafudo a través de la abertura en la cerca, pero finalmente lo lograron.
—¿Adonde lo llevamos? —preguntó Víktor cuando se acercaron a la puerta.
—Por el momento, al vestíbulo —respondió Diana.
—No es necesario —intervino el leproso con la misma voz tensa—. Déjenme aquí.
—Aquí llueve —objetó Víktor.
—No hable más. Me quedo aquí.
Víktor permaneció en silencio y comenzó a subir la escalera.
—Déjalo —le dijo Diana.
—Pero qué demonios, aquí llueve —replicó Víktor, que se había detenido.
—No sea idiota —balbuceó el leproso—. Déjeme... aquí...
Víktor, sin decir palabra, subió los escalones de tres en tres, llegó a la puerta y entró en el vestíbulo.
—Cretino —dijo el leproso en voz baja y dejó caer la cabeza sobre el hombro de Víktor.
—Imbécil —gritó Diana, que alcanzó a Víktor y lo agarró de la manga—. ¡Lo vas a matar, idiota! ¡Sácalo de inmediato y déjalo bajo la lluvia! ¡De inmediato! ¿Me has oído? ¡Muévete!
—Todos os habéis vuelto locos —replicó Víktor, irritado y confuso.
Giró sobre sí mismo, propinó una patada a la puerta y salió al porche. Era como si la lluvia lo hubiera estado esperando. Antes salpicaba holgazana, pero de repente comenzó a caer un auténtico aguacero. El gafudo gimió muy quedo, levantó la cabeza y, de repente, comenzó a jadear, como si lo persiguieran. Víktor se detuvo un momento, buscando instintivamente dónde cubrirse.
—Bájeme —dijo el leproso.
—¿En un charco? —preguntó Víktor, con sarcasmo y amargura.
—Eso da lo mismo. Bájeme.
Víktor lo colocó con cuidado sobre los mosaicos del porche y el leproso abrió al momento los brazos y se estiró. Su pierna derecha estaba torcida en una posición antinatural, y la enorme frente parecía de un blanco azulado a la luz de la potente farola. Víktor se sentó en un escalón, a su lado. Tenía muchas ganas de entrar en el vestíbulo, pero le resultaba imposible dejar a aquel hombre herido bajo la incesante cortina de agua y escapar a un lugar calentito.
«¿Cuántas veces me han llamado tonto hoy? —se preguntó, secándose la cara con la mano—. Creo que muchas. Y al parecer, en ello hay algo de verdad, ya que el ignorante que persevera en su ignorancia es tonto, idiota, imbécil y cretino. ¡Pero se siente mejor bajo la lluvia! Ha abierto los ojos y no son tan horribles... Un mohoso. Sí, más bien un leproso, no un gafudo. ¿Cómo fue a parar a un cepo? ¿Y de dónde salen esos cepos aquí? Es el segundo mohoso con el que me tropiezo hoy, y ambos estaban en dificultades. Ellos tienen dificultades, y a causa de eso, también yo las tengo...»
Diana hablaba por teléfono en el vestíbulo. Víktor prestó atención.
—¡La pierna! Sí. Fractura múltiple. Bien... De acuerdo... Apresúrese, estamos aquí esperando.
A través de la puerta de vidrio, Víktor vio que ella colgaba el teléfono y subía corriendo las escaleras. Algo malo ocurre en la ciudad con los mohosos. Hay cierta agitación en torno a ellos. Por alguna razón, ahora molestan a todos, hasta al director del gimnasio. Hasta a Lola, recordó de repente. Creo que dijo algo sobre ellos... Miró al leproso. El leproso lo miraba.
—¿Cómo se siente? —se interesó Víktor. El leproso callaba—. ¿Necesita algo? ¿Un trago de ginebra? —preguntó Víktor, alzando la voz.
—No grite —respondió el leproso—. Lo oigo.
—¿Le duele? —inquirió Víktor con simpatía.
—¿Y qué cree?
«Un tipo particularmente desagradable —pensó Víktor—. A fin de cuentas, qué me importa, nunca más volveremos a vernos. Y seguro que le duele...»
—No importa. Aguante unos minutos más. Ahora vendrán a buscarlo.
El leproso no respondió; en su frente aparecieron arrugas y cerró los ojos. De repente, se asemejaba a un muerto, plano e inmóvil bajo el aguacero. Diana salió al porche con un maletín de médico, se agachó junto a ellos y comenzó a hacer algo con la pierna herida. El leproso gimió en voz baja, pero Diana no dijo nada de lo que dicen en esos casos los médicos para calmar a los pacientes.
—¿Te ayudo? —preguntó Víktor. Ella no respondió.
—Espera, no te vayas —masculló Diana sin levantar la cabeza cuando Víktor se incorporó.
—No me voy —replicó Víktor, mientras contemplaba cómo ella colocaba hábilmente una tablilla.
—Me harás falta.
—No me voy —repitió Víktor.
—Es mejor que subas, ve y come algo mientras aún hay tiempo, pero regresa enseguida.
—No, no quiero.
Después, tras la cortina de lluvia se oyó el bramido de un motor y aparecieron unos faros. Víktor vio un todoterreno que entraba con cuidado por el portón. El vehículo se acercó al porche y de él salió trabajosamente Yul Gólem, enfundado en su aparatoso impermeable. Subió los escalones de la entrada, se inclinó sobre el leproso y le tomó la mano.
—No me inyecte —dijo el herido sordamente.
—Está bien —dijo Gólem y miró a Víktor—. Levántelo.
Víktor alzó en brazos al leproso y lo llevó hasta el todoterreno. Gólem se le adelantó, abrió la puerta y entró en el vehículo.
—Colóquelo aquí —dijo, desde la oscuridad—. No, con las piernas por delante... No tema... Sosténgalo por los hombros...
Resoplaba dentro del coche y se agitaba. El leproso gimió nuevamente y Gólem le dijo algo incomprensible, o quizá dijo una palabrota, fue algo así como «Seis inyecciones en el pescuezo...». Después, salió nuevamente, cerró la portezuela y volvió a entrar, para acomodarse tras el volante.
—¿Fue usted quién los llamó? —le preguntó a Diana.
—No —respondió Diana—. ¿Debo llamarlos?
—Ya no vale la pena, podrían echarlo todo a perder —replicó Gólem—. Hasta la vista.
El todoterreno comenzó a moverse, rodeó los arbustos y siguió adelante por el caminito.
—Vámonos.
—Será nadando —replicó Víktor.
Ahora, cuando todo había terminado, lo único que sentía era irritación.
En el vestíbulo, Diana lo tomó del brazo.