Por suerte, para ir desde nuestra estación a Sokólniki no había que cambiar de línea, a esta hora (casi las dos de la tarde) no había mucha gente, me senté en un rincón y cerré los ojos. Mis pensamientos fluyeron en otra dirección, más profesional, si es posible definirla así.

Por enésima vez pensaba que la literatura, hasta la más realista, sólo correspondía a la realidad de manera aproximada cuando trataba sobre el mundo interior de las personas. Intentaba recordar una obra literaria en la que el protagonista estuviera en mi situación o en una parecida, y lograra expresar de una forma más o menos clara la falta de ganas de ir a determinado lugar. El lector no se lo perdonaría nunca. Y no importa que el protagonista fuera de todos modos, sobreponiéndose a miles de obstáculos, que realizara heroicos milagros, pues de cualquier manera su imagen quedaría feamente manchada ante los ojos del lector, y por supuesto, del editor.

En general, al héroe se le permite tener muchos defectos en nuestra época tan liberal. Incluso se le deja ser un borrachín, y hasta hurtar algo mal puesto (claro, siempre por razones altruistas). Puede ser un mal padre de familia, un manirroto, un inadaptado, puede ser una persona totalmente superficial que se comporta con ligereza. Lo único que se le prohíbe a nuestro héroe es la misantropía práctica. Pasará antes un camello por el ojo de una aguja, que no un personaje positivo con indiferencia ante un pajarillo con un ala rota. Así resulta que yo, Félix Alexándrovich Sorokin, soy por lo menos un inválido moral según las normas literarias, tanto nacionales como extranjeras.

Esa deducción me divirtió y me puso de buen humor. En primer lugar, ahora podía dejar de ir a la calle Bánnaia bajo un pretexto no sólo totalmente correcto, sino además muy humano. En segundo lugar... En segundo lugar, bastaba con el primer pretexto. Para regresar, tomaría un taxi, por suerte tenía dinero. Iría a Biriuliovo, entregaría la maldita matusalina, y en el mismo taxi me largaría al club...

Me puse a dormitar, y entre sueños pensé que ese nuevo medicamento tenía un nombre bastante raro. Matusalina. Generaba recuerdos asociativos. Turquía. El Oriente Medio, quién sabe por qué. Matusalén. ¿La Biblia?

Encontré el instituto sin problemas. El autobús se detuvo delante de la entrada, desde la cual se extendía, a lo largo de toda la calle, una valla muy alta e infinita. No había ningún letrero allí, y en el camino de entrada estaba de pie un hombre con las manos en los bolsillos, sin abrigo, con un gorro de orejeras. Me echó una mirada torcida, pero no dijo nada y entró a la caseta caliente. Seguramente, debí haber echado a andar directamente por el caminito, sin mirar a derecha ni a izquierda, pero soy incapaz de hacer eso. Me incliné ante la ventanilla.

—¿Cómo puedo ver a Iván Davídovich Martinsón?

En la cabina, un anciano de chaqueta grasienta bebía té de un platillo y mordía un caramelo. Sin prisa, dejó el platillo humeante sobre la mesa, sacó de debajo de la mesa una gorra también grasienta y se la colocó cuidadosamente sobre la calva.

—El pase —dijo.

Le respondí que no tenía pase. Ese reconocimiento ratificó el peor de sus temores. Como si le hubieran advertido a primera hora que un tipo sin pase intentaría entrar y que no podía dejarlo pasar de ninguna manera. Se levantó, salió al pasillo de entrada y se paró delante del torniquete. Me puse a rogar y a convencerlo. A medida que mis ruegos se volvían más lastimeros, la resolución del cruel vejete se hacía más fuerte, y todo aquello duró hasta el momento en que comprendí que me encontraba ante un obstáculo insuperable, razón por la cual podía largarme de allí sin remordimientos, ir directamente a la calle Bánnaia y después al club. Con gran placer le dije al vejete que era una momia podrida, y satisfecho me di la vuelta y me marché.

¡Pero de eso, nada!

—No permite pasar —dijo con firmeza el hombre del gorro de orejeras.

—Vieja momia putrefacta —respondí.

Y entonces aquel hombre, a quien yo no le había preguntado nada, me contó con gran placer que ahora nadie entraba por aquel acceso pues no dejaban pasar a nadie, ahora todos cruzaban la valla, había un hueco a cien pasos; todos pasaban por allí, pues nadie quería dar un enorme rodeo para llegar a la carretera Bogoródskoie, y pasando a través de la valla, atravesando el territorio del instituto y cruzando otra valla se llegaba enseguida a una venta de vino.

¿Qué otra cosa podía hacer yo? Le di las gracias a aquel buen hombre y seguí sus instrucciones con exactitud. Desde el agujero en la valla, un caminito abierto por las pisadas de mucha gente atravesaba el enorme territorio del instituto, cubierto de nieve. A la derecha del caminito había una construcción a medio hacer, y a la izquierda un edificio de cinco pisos, de ladrillo blanco con enormes ventanas escolares. Al parecer se trataba del instituto. Del caminito partía un sendero hacia el edificio, al parecer también muy transitado.

Ante la entrada del instituto (un enorme porche con puertas de vidrio bajo una amplia visera de hormigón), tres hombres abrían un contenedor, cubierto de letreros en lenguas extranjeras. También iban sin abrigo y llevaban gorros de orejeras. Pasé junto a ellos, subí unos escalones y entré en el vestíbulo.

Se trataba de un local amplio, iluminado por lámparas de mercurio, lleno de personas que, en mi opinión, no se dedicaban a nada, que estaban allí, en grupos, fumando. Tomando en cuenta la amarga experiencia anterior, no le pregunté nada a nadie y me dirigí hacia el guardarropa, donde dejé el abrigo, manteniendo en la cara una expresión sombría, de preocupación, mientras ponía en primer plano mi carpeta.

Después, me peiné ante el espejo y subí por las escaleras hasta el segundo piso. Por qué precisamente hasta el segundo piso, no hubiera podido explicarlo, y tampoco nadie me preguntó nada al respecto. Allí el suelo también era de baldosas, también había brillantes lámparas de mercurio y se veían grupos de personas que fumaban. Me dirigí a un hombre joven, que estaba solo. Su expresión también era sombría y preocupada, y pensé que no se pondría a averiguar quién era yo, por qué estaba allí y si tenía derecho a estar.

No me equivoqué. Distraído, sin mirarme siguiera, me explicó que Martinsón seguramente estaba ahora en los baños, en el tercer piso a la derecha, inmediatamente detrás de los esqueletos, el número de la puerta era el treinta y siete.

No encontré ningún esqueleto en el tercer piso, no sé de qué estaría hablando aquel joven que se expresaba tan bien, pero el baño con el número treinta y siete en la puerta resultó ser una habitación enorme, muy iluminada. Había allí mucho vidrio, muchas luces que parpadeaban, en varias pantallas aparecían curvas verdosas, olía a vida artificial y máquinas inteligentes, y en el centro del recinto, de espaldas a mí, estaba sentado un hombre que hablaba por teléfono en voz alta.

—¡Olvida eso! —gritaba—. ¿Qué ley? ¡Sigue presionando! ¡Olvídalo! Lomonósov no tiene nada que ver con esto, Lavoisier tampoco. ¡Lo que tienes que hacer es meter más presión! —Colgó el teléfono y se volvió hacia mí—. ¡En el comité de empresa, en el comité de empresa!


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