Dije que quería ver a Iván Davídovich. El rostro se le congestionó. Era enorme, de hombros anchos, con un cuello de toro y cabellos castaños erizados.

—¡He dicho que en el comité de empresa! —gritó—. ¡De tres a cinco! Aquí no vamos a hablar de nada, ¿está claro?

—Vengo de parte de Kostia Kudínov —articulé finalmente.

—¿De parte de Kostia? —El hombre pareció tropezar—. ¿Qué ocurre?

Se lo conté. Mientras le narraba lo sucedido, él se levantó, caminó hacia la puerta y la cerró.

—¿Y usted quién es? —preguntó, con el rostro repentinamente pálido y sin mirarme a los ojos.

—Soy su vecino.

—Eso está claro —repuso, impaciente—, lo que le pregunto es quién es usted...

Me presenté.

—Ese nombre no me dice nada —dijo y clavó sus ojos en mi entrecejo, unos ojos negros, muy juntos, parecidos a los cañones de una escopeta.

Me enfurecí. ¡Qué demonios! ¡De nuevo me obligaban a justificarme!

—Por cierto, a mí su nombre tampoco me dice nada —le respondí—. Sin embargo, he atravesado todo Moscú en su busca...

—¿Tiene algún documento? —me interrumpió—. Lo que sea...

Yo no tenía ningún documento. Nunca los llevo conmigo. Él quedó pensativo un momento.

—Está bien, ahora me ocupo de eso. ¿En qué hospital se encuentra? —Se lo dije—. Vaya, adonde lo... —masculló—. De verás, está al otro lado de Moscú... Está bien, puede irse. Yo me ocuparé.

Hirviendo por dentro de cólera, me di la vuelta para marcharme, y estaba abriendo la puerta cuando él, de repente, decidió averiguar.

—¡Peeer-dón! —rugió—. ¿Y cómo ha podido entrar aquí? ¡Sin pase! ¡Ni siquiera tiene documentos!

—¡Por un hueco! —dije, en tono cáustico.

—¿Qué hueco?

—En la valla —fue mi respuesta vengativa, y me largué, blanco de rabia.

Mientras bajaba las escaleras se me ocurrió una idea horrible: de repente, el salvaje de Martinsón llamaba por teléfono y los guardias saldrían corriendo en busca de todos los huecos en la valla, acompañados por carpinteros, y yo quedaría atrapado en un bolsón como un Von Paulus cualquiera derrotado... [4]No pude contenerme y eché a correr, maldiciendo una y otra vez a Kostia Kudínov con su botulismo y su destino truncado. Sólo al ver que la gente me miraba logré serenarme, y comparecí ante el encargado del guardarropa como corresponde a una persona diligente, sombría y preocupada, con bolsillos rebosantes de pases y documentos.

Al bajar del porche, se me ocurrió mirar atrás. No sé qué me impulsó a ello. Esto fue lo que vi: tras la puerta de vidrio, con las manos enormes apoyadas en el cristal, con el rostro muy pálido, Iván Davídovich Martinsón me seguía con la vista. Como un vampiro que mira a la víctima que se le ha escapado.

Me da vergüenza reconocerlo, pero eché a correr nuevamente. A pesar de mis problemas circulatorios. A pesar de mi panza. A pesar de mi cojera intermitente. Sólo cuando atravesé el hueco y salí a la carretera Bogoródskoie, mi amor propio volvió a vencer y me puse a caminar, mientras me abrochaba la parkay me ponía correctamente el gorro de piel. No me había gustado nada aquella aventura, y en particular no me había gustado Iván Davídovich Martinsón, y volví a maldecir a Kostia una y otra vez por su botulismo, y me juré a mí mismo que en el futuro, nunca más, nadie más y por ninguna razón...

Después de todos aquellos líos, ni hablar de ir a la calle Bánnaia. Únicamente al club. ¡Sólo al club! ¡A nuestro restaurante, con paredes forradas de cedro! ¡A aquella atmósfera de olores cautivantes! ¡A sentarme a mi mesa, cubierta por un mantel almidonado! Bajo el ala de Sáshenka... aunque no, hoy era día impar. ¡O sea, bajo el ala de Alió-nushka! Exacto, y pagarle enseguida lo que le debía, y pedir una ración de arenque, reluciente bajo el aceite, las lonchas gruesas cubiertas de cebollino picado muy fino, además de tres o cuatro patatas hervidas, bien calientes, con un trozo de mantequilla sacado directamente del agua helada, y una botellita panzuda (sin eso no es posible, además hoy me lo he ganado)... además de setas marinadas en su jugo, con aros de cebolla, y un poco de agua mineral... ¿o de cerveza? No, agua mineral... Y después de acallar el primer ataque de hambre y de sentir auténtico apetito, pediremos una soliankade carne, la que preparan en el club, por suerte todavía no se les ha olvidado la buena cocina, la traerán en una sopera metálica de color mate, con todas esas carnes delicadas ocultas bajo el caldo ambarino, con sus aceitunas negras brillantes... ¡Dios mío, se me olvidaba lo principal! ¡Un bollo! Nuestro famoso bollo que hornean en el club, esponjoso, suave, dorado... debería llevarme un par de ellos a casa. El segundo plato...

Pero no pude deleitarme imaginándome el segundo plato, porque de repente sentí cierta incomodidad, una molestia indefinible, y al volver a la realidad me di cuenta de que viajaba en el metro, embutido entre dos tipos altos que llevaban mochilas deportivas, y por el espacio que quedaba libre entre ellos, me miraban fijamente unos ojos claros a través del vidrio de unas gafas. Sólo vi aquellos ojos durante un segundo, así como una barba noruega, rojiza, y una bufanda de seda blanca que salía del cuello de un abrigo a cuadros, pero el tren comenzó a frenar, los dos tipos altos se juntaron y el observador desapareció de mi vista.

Me pareció que me había mirado con una atención indecente, como si algo en mi vestimenta estuviera fuera de lugar o tuviera el rostro enfangado. Por si acaso, comprobé que llevaba el gorro puesto correctamente. Por cierto, cuando un minuto después los dos tipos altos se separaron, mi observador dormitaba pacíficamente, con las manos cruzadas sobre el vientre. Era un hombre de mediana edad, con gafas de montura metálica, y llevaba un abrigo a cuadros, de esos que estuvieron de moda unos años atrás. Recuerdo que aquellos abrigos me impresionaban porque también se podían llevar del revés: por un lado eran, digamos, de cuadros negros y grises, y por el otro de cuadros grises y negros.

Aquel episodio momentáneo me apartó de mis visiones gastronómicas y por alguna razón recordé una vez que estuve un mes entero en el hospital, donde me daban una comida monstruosamente insípida, hecha puré a propósito, y aquello me causaba tal angustia que finalmente los médicos le permitieron a Katia traerme una ración fría de pollo a la caucasiana. Daba miedo pensar lo que le esperaba a Kostia en ese sentido. Y no tenía tiempo para meditar sobre tales asuntos, pues el tren se detuvo en la estación Kropótkinskaia y me dirigí a la salida.

La portera del club, una mujer medio ciega, me exigía que le presentara el carné de escritor, y por enésima vez yo intentaba meterle en la cabeza que llevaba un cuarto de siglo escribiendo y que al menos los últimos cinco años entraba al club pasando por delante de ella. No creyó ni una de mis palabras, pero en ese momento el tío Kolia rugió desde las profundidades del guardarropa: «¡Es de los nuestros, María Trofímovna!», y ella me dejó pasar.


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