El casquillo de bala que saltó de la pistola al producirse el disparo fatal se encontró a dos metros del cadáver. No había huellas dactilares ni marcas en él, lo cual apuntaba a que la pistola había sido cargada con las manos enguantadas.
El elemento probatorio más importante de la investigación fue recuperado durante el análisis de la pistola en sí. De hecho, se encontró en el interior de la pistola. El arma era del modelo Mark IV Serie 80, fabricado por Colt en 1986, dos años antes del asesinato. Incorporaba una larga espuela de percutor, que era famosa porque la pistola tenía la reputación de dejar un «tatuaje» en aquel que disparaba sin manejarla de manera correcta. Esto ocurría normalmente cuando al agarrar el arma con ambas manos se levantaba la que apretaba el gatillo y ésta se acercaba demasiado al percutor. Esa mano podía entonces recibir un doloroso pellizco cuando se apretaba el gatillo y la corredera retrocedía automáticamente para soltar el casquillo. Al retroceder la corredera a la posición de disparo, pellizcaba la mano de la persona que la empuñaba, normalmente la zona entre el pulgar y el índice, y a menudo se llevaba un trozo de piel al interior del arma. Todo eso ocurría en una fracción de segundo, y alguien poco experto con el arma ni siquiera sabía qué le había «mordido».
Eso fue exactamente lo que ocurrió con la pistola utilizada para matar a Becky Verloren. Cuando un experto en armas de fuego abrió el Colt, halló un fragmento de tejido cutáneo y sangre seca en el interior de la corredera. No habría sido perceptible para alguien que examinara el exterior del arma o que la limpiara de sangre y huellas dactilares.
Green y García añadieron esta información a su hipótesis de trabajo. En el segundo informe resumen del investigador escribieron que las pruebas indicaban que el asesino envolvió las manos de Becky Verloren en torno al arma y después presionó el cañón contra su pecho. El asesino utilizó una o ambas de sus propias manos para equilibrar el arma y apretar el gatillo con el dedo de la víctima. Al dispararse el Colt, la corredera «tatuó» al asesino, llevándose un fragmento de piel al interior del arma.
Bosch advirtió que Green y García no hacían mención de otra posibilidad en su teoría de la investigación. Ésta era que el tejido y la sangre hallados en el interior del arma ya estuvieran allí la noche del asesinato, es decir, que el arma hubiera «tatuado» a otra persona distinta del asesino al ser disparada en otra ocasión antes del homicidio de Rebecca Verloren.
A pesar de ese descuido potencial, se recogieron del arma el tejido y la sangre y, aunque ya se sabía por la autopsia que Becky Verloren no tenía heridas en las manos, se llevó a cabo una comparación sanguínea de rutina. La sangre recogida de la bala era del tipo O. La sangre de Becky Verloren era del tipo AB positivo. Los investigadores concluyeron que tenían sangre del asesino en el arma. La sangre del asesino era del tipo O.
Sin embargo, en 1988 el uso de las comparaciones de ADN en la investigación criminal distaba mucho de ser común y, lo que es más importante, práctica aceptada en los tribunales de California. Las bases de datos que contenían perfiles de ADN de criminales sólo estaban a punto de ser creadas y dotadas de fondos. En 1988, los detectives sólo comparaban los tipos de sangre cuando surgían potenciales sospechosos. Y nadie surgió como potencial sospechoso en la muerte de Becky Verloren. El caso se investigó a fondo y durante un largo periodo, pero, en última instancia, no llegó a producirse ninguna detención. Y se enfrió.
– Hasta ahora -dijo Bosch en voz alta sin apenas darse cuenta.
– ¿Qué? -preguntó Rider.
– Nada, sólo pensaba en voz alta.
– ¿Quieres empezar a comentarlo?
– Todavía no. Antes quiero terminar de leerlo. ¿Tú has terminado?
– Casi.
– Sabes a quién hemos de darle las gracias, ¿verdad? -preguntó Bosch.
Ella lo miró con expresión socarrona. -Me rindo.
– A Mel Gibson.
– ¿De qué estás hablando?
– ¿Cuándo estrenaron Arma letal? Más o menos por esa época, ¿no?
– Supongo. Pero ¿de qué estás hablando? Esas pelis eran muy exageradas.
– Ésa es la cuestión. Ésa es la peli que empezó con la moda de coger la pistola de lado y con ambas manos, una encima de otra. Tenemos sangre en esa pistola porque el que disparó era fan de Arma letal.
Rider desestimó el comentario negando con la cabeza.
– Espera -dijo Bosch-. Se lo voy a preguntar al tipo cuando lo pillemos.
– Vale, Harry, pregúntaselo.
– Mel Gibson salvó muchas vidas. Todos esos pistoleros que disparaban de lado no podían darle a nada. Hemos de hacerle poli honorario o algo.
– Vale, Harry. Vaya seguir leyendo, ¿te parece? Quiero terminar con esto.
– Sí, vale. Yo también.
Las pruebas de ADN del caso Verloren fueron enviadas al Departamento de Justicia de California poco después de que empezara a operar la unidad de Casos Abiertos del Departamento de Policía de Los Ángeles. Se entregaron al laboratorio de ADN junto con las pruebas de decenas de otros asesinatos extraídas del examen inicial de los casos sin resolver del departamento. El Departamento de Justicia administraba la principal base de datos de ADN del Estado. El plazo para que se realizaran comparaciones antiguas en el laboratorio, escaso de medios económicos y humanos, era entonces de más de un año. Gracias a la marea de peticiones originada por la nueva unidad del departamento pasaron casi dieciocho meses antes de que las pruebas del caso Verloren fueran procesadas por analistas del Departamento de Justicia y comparadas con millares de perfiles de ADN contenidos en la base de datos estatal. Produjeron una única coincidencia, un «resultado ciego» en la jerga del trabajo con ADN.
Bosch miró el informe de una sola página del Departamento de Justicia que tenía desdoblado ante sí. Aseguraba que doce de un total de catorce marcadores hacían coincidir el arma usada para matar a Rebecca Verloren con Roland Mackey, un hombre que en el momento presente tenía treinta y cinco años. Era natural de Los Ángeles y su última dirección conocida estaba en Panorama City. Bosch sintió que la sangre empezaba a circularle un poco más deprisa al leer el informe del resultado ciego. Panorama City estaba en el valle de San Fernando, a no más de quince minutos de Chatsworth, incluso cuando había tráfico. Eso añadía un punto de credibilidad al resultado. No era que Bosch no creyera en la ciencia. Lo hacía. Pero también creía que no bastaba sólo con la ciencia para convencer a un jurado más allá de toda duda. Había que reforzar los hechos científicos con conexiones de pruebas circunstanciales y sentido común. Ésa era una de esas conexiones.
Bosch reparó en la fecha del informe del Departamento de Justicia. -¿Dijiste que acabábamos de recibirlo? -le preguntó a Rider.
– Sí, creo que llegó el viernes. ¿Por qué?
– La fecha es de hace dos viernes. Diez días.
Rider se encogió de hombros.
– Burocracia -dijo-. Supongo que lleva su tiempo que llegue aquí desde Sacramento.
– Ya sé que es un caso viejo, pero podían darse un poco más de prisa.
Rider no respondió. Bosch lo dejó estar y siguió leyendo. El ADN de Mackey estaba en la base de datos del ordenador del Departamento de Justicia porque la ley de California obligaba a todos los condenados por cualquier delito sexual a proporcionar sangre o raspados orales para tipificarlos e incluirlos en la base de datos de ADN. El delito por el cual el ADN de Mackey había terminado en la base de datos estaba en el margen más alejado del mandato estatal. Dos años antes, Mackey fue condenado por comportamiento lascivo en Los Ángeles. El informe no ofrecía detalles del delito, pero afirmaba que Mackey fue condenado a doce meses de libertad vigilada, un indicador de que se trataba de un delito menor.
Bosch se encontraba a punto de escribir una nota en su bloc cuando levantó la mirada y vio que Rider cerraba la carpeta del caso, que contenía la segunda mitad de los documentos.