Al aminorar mi sorpresa, advertí que don Genaro había aterrizado en una piedra al borde de la caída: una piedra apenas visible desde donde nos encontrábamos.

Permaneció largo tiempo allí encaramado. Parecía combatir la fuerza del agua precipitada. Dos veces se inclinó sobre el precipicio y no pude determinar a qué estaba asido. Alcanzó el equilibrio y se acuclilló en la piedra. Luego saltó de nuevo, como un tigre. Mis ojos apenas si percibían la siguiente piedra donde aterrizó; era como un cono pequeño en el borde mismo del despeñadero.

Se quedó allí casi diez minutos. Estaba inmóvil. Su quietud me impresionaba a tal grado que empecé a tiritar. Quería levantarme y caminar por ahí.

Don Juan advirtió mi nerviosismo y con tono autoritario me instó a calmarme.

La inmovilidad de don Genaro me precipitó a un terror extraordinario y misterioso. Sentí que, si seguía más tiempo allí encaramado, yo no podría controlarme.

De pronto saltó de nuevo, ahora hasta la otra ribera de la cascada. Cayó sobre los pies y las manos, como un felino. Permaneció acuclillado un momento; luego se incorporó y miró a través del torrente, hacia la otra orilla, y luego hacia abajo, en nuestra dirección. Se estuvo enteramente quieto, mirándonos. Tenía las manos a los lados, ahuecadas como aferrando un barandal invisible.

Había en su postura algo verdaderamente exquisito; su cuerpo parecía tan flexible, tan frágil. Pensé que don Genaro con su banda y sus plumas, su poncho oscuro y sus pies descalzos, era el ser humano más hermoso que yo hubiera visto.

Repentinamente echó los brazos hacia arriba, alzó la cabeza, y con gran rapidez lanzó su cuerpo a la izquierda, en una especie de salto mortal lateral. El peñasco donde había estado era redondo, y al saltar desapareció tras él.

En ese momento empezaron a caer grandes gotas de lluvia. Don Juan se levantó y lo mismo hicieron los dos jóvenes. Su movimiento fue tan abrupto que me confundió. La experta hazaña de don Genaro me había puesto en un estado de profunda excitación emotiva. Sentía que el viejo era un artista consumado y quería verlo en ese mismo instante para aplaudirlo.

Me esforcé por escudriñar el lado izquierdo de la cascada para ver si don Genaro descendía, mas no lo hizo. Insistí en saber qué le había pasado. Don Juan no respondió.

– Más vale que nos vayamos aprisa -dijo-. Está fuerte el aguacero. Hay que llevar a Néstor y Pablito a su casa, y luego tendremos que irnos regresando.

– Ni siquiera le dije adiós a don Genaro -me quejé.

– Él ya te dijo adiós -repuso don Juan con aspereza.

Me observó un instante y luego suavizó el ceño y sonrió.

– También te dio su afecto -dijo-. Le caíste bien.

– Pero ¿no vamos a esperarlo?

– ¡No! -dijo don Juan con brusquedad-. Déjalo tranquilo, ahí donde esté. Capaz ya es un águila volando al otro mundo, o capaz ya se murió allá arriba. Ahorita ya no le hace.

23 de octubre, 1968

Don Juan mencionó casualmente que iba a hacer otro viaje a México central en un futuro cercano.

– ¿Va usted a visitar a don Genaro? -pregunté.

– A lo mejor -dijo sin mirarme.

– Don Genaro está bien, ¿verdad, don Juan? Digo, no le pasó nada malo allá arriba de la catarata, ¿no?

– No le pasó nada; tiene aguante.

Hablamos un rato de su proyectado viaje y luego dije que había gozado mucho de la compañía y los chistes de don Genaro. Se rió y dijo que don Genaro era en verdad como un niño. Hubo una larga pausa; yo pugnaba mentalmente por hallar una frase inicial para inquirir acerca de su lección. Don Juan me miró y dijo en tono malicioso:

– Ya te matan las ganas de preguntarme por la lección de Genaro, ¿no?

Reí con turbación. Todo lo ocurrido en la catarata me había estado obsesionando. Daba yo vueltas y más vueltas a todos los detalles que podía recordar, y mis conclusiones eran que había sido testigo de una increíble hazaña de destreza física. Pensaba que don Genaro era, sin lugar a dudas, un incomparable maestro del equilibrio; cada uno de sus movimientos había sido ejecutado con un alto toque ritual y, obviamente, debía de tener algún inextricable sentido simbólico.

– Si -dije-. Admito que me muero por saber cuál fue su lección.

– Déjame decirte algo -dijo don Juan-. Para ti fue una pérdida de tiempo. Su lección era para alguien que pudiera ver. Pablito y Néstor agarraron el hilo, aunque no ven muy bien. Pero tú, tú fuiste a mirar. Le dijo a Genaro que eras medio idiota y muy raro, todo atascado, y que a lo mejor te destapabas con su lección, pero no. No importa, de todos modos. Ver es muy difícil.

"No quise que hablaras después con Genaro; por eso tuvimos que irnos. Lástima. Pero habría salido peor quedarse. Genaro arriesgó mucho por mostrarte algo magnífico. Qué lástima que no puedas ver.

– Quizá, don Juan, si usted me dice cuál fue la lección, yo descubra que en realidad vi.

Don Juan se dobló de risa.

– Tu mejor detalle es hacer preguntas -dijo.

Parecía dispuesto a relegar nuevamente el tema. Como de costumbre, estábamos sentados en el área frente a su casa; de pronto, don Juan se puso en pie y entró. Fui tras él e insistí en describirle lo que yo había visto. Seguí con fidelidad la secuencia de los hechos, según la recordaba. Don Juan sonreía al escucharme. Cuando terminé, meneó la cabeza.

– Ver es muy difícil -dijo.

Le supliqué explicar su aseveración.

– Ver no es cosa de hablar -dijo imperativamente.

Resultaba obvio que no iba a decirme nada más, de modo que desistí y salí de la casa a cumplir unos encargos suyos.

Al regresar ya era de noche: comimos algo y después salimos a la ramada. Acabábamos de tomar asiento cuando don Juan empezó a hablar sobre la lección de don Genaro. No me dio tiempo de prepararme para ello. Tenía conmigo mis notas, pero estaba demasiado oscuro para escribir, y no quise alterar el fluir de la conversación yendo al interior de la casa por la lámpara de petróleo.

Dijo que don Genaro, siendo un maestro del equilibrio, podía ejecutar movimientos muy complejos y difíciles. Sentarse de cabeza era uno de tales movimientos, y con él había intentado mostrarme que era imposible "ver" mientras uno tomaba notas. La acción de sentarse de cabeza sin ayuda de las manos era, en el mejor de los casos, una treta extravagante que duraba sólo un momento. Según la opinión de don Genaro, escribir acerca de "ver" era lo mismo; es decir, una maniobra precaria, tan curiosa y superflua como sentarse de cabeza.

Don Juan me escudriño en la oscuridad y dijo, en un tono muy dramático, que mientras don Genaro traveseaba sentándose de cabeza, yo estuve al borde mismo de "ver". Don Genaro, advirtiéndolo, repitió sus maniobras una y otra vez, sin resultado, pues yo perdí el hilo inmediatamente.

Don Juan dijo que después don Genaro, movido por la simpatía personal que me tenía, intentó en una forma muy dramática llevarme de nuevo a ese borde de "ver". Tras una deliberación muy cuidadosa, decidió mostrarme una hazaña de equilibrio cruzando la cascada. Sintió que la cascada era como la orilla en que yo estaba parado, y confió en que yo también podría realizar el cruce.

A continuación, don Juan explicó la hazaña de don Genaro. Dijo que ya me había indicado que los seres humanos eran, para quienes "veían", seres luminosos compuestos por una especie de fibras de luz, que giraban del frente a la espalda y mantenían la apariencia de un huevo. También me había dicho que la parte más asombrosa de las criaturas ovoides era un grupo de fibras largas que surgían del área alrededor del ombligo; don Juan dijo que tales fibras tenían una importancia primordial en la vida de un hombre. Esas fibras eran el secreto del equilibrio de don Genaro y su lección no tenía nada que ver con saltos acrobáticos en la cascada. Su hazaña de equilibrio consistía en la forma en que usaba esas fibras "como tentáculos".


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