Don Juan hizo un gesto extraño. Abrió las manos como abanicos, las alzó al nivel de los codos, les dio vuelta hasta que los pulgares tocaron sus flancos, y luego las unió lentamente en el centro del cuerpo, sobre el ombligo. Las retuvo allí un momento. Sus brazos temblaban con la tensión. Luego las subió hasta que las puntas de sus dedos medios tocaron la frente, y las hizo descender a la misma posición sobre el centro del cuerpo.

Fue un gesto formidable. Don Juan lo ejecutó con tal vigor y belleza que quedé fascinado.

– La voluntad es lo que junta al brujo -dijo-, pero conforme la vejez lo debilita su voluntad se apaga, y llega inevitablemente un momento en el que ya no es capaz de dominar su voluntad. Entonces se queda sin nada con qué oponerse a la fuerza silenciosa de su muerte, y su vida se convierte, como las vidas de todos sus semejantes, en una niebla que se expande y se mueve más allá de sus límites.

Don Juan me miró un rato y se puso en pie. Yo tiritaba.

– Puedes ir ya al matorral -dijo-. Es de tarde.

Yo necesitaba ir, pero no me atrevía. Tal vez sentía más sobresalto que miedo. Sin embargo, había desaparecido mi aprensión con respecto al aliado.

Don Juan dijo que no importaba cómo me sintiera siempre y cuando estuviese "sólido". Me aseguró que estaba en perfectas condiciones y que podía ir con seguridad a los matorrales, siempre y cuando no me acercase al agua.

– Ese es otro asunto -dijo-. Necesito lavarte una vez más, así que no te acerques al agua.

Más tarde quiso que lo llevara al pueblo vecino. Mencioné que manejar sería una cambio feliz para mí, porque todavía me hallaba estremecido; la idea de que un brujo jugaba literalmente con su muerte me era bastante grotesca.

– Ser brujo es una carga terrible -dijo él en tono tranquilizador-. Te he dicho que es mucho mejor aprender a ver. Un hombre que ve lo es todo; en comparación, el brujo es un pobre diablo.

– ¿Qué es la brujería, don Juan?

Se me quedó mirando un buen rato, sacudiendo la cabeza en forma apenas perceptible.

– La brujería es aplicar la voluntad a una coyuntura clave -dijo-. La brujería es interferencia. Un brujo busca y encuentra la coyuntura clave de cualquier cosa que quiera afectar y luego aplica allí su voluntad. Un brujo no tiene que ver para ser brujo; nada más necesita saber usar su voluntad.

Le pedí explicar lo que quería decir con coyuntura clave. Meditó y luego dijo que él sabía lo que mi coche era.

– Es obviamente una máquina -dije.

– Quiero decir que tu coche son las bujías. Esa es para mí su coyuntura clave. Puedo aplicarle mi voluntad y tu coche no funcionará.

Don Juan subió en mi coche y tomó asiento. Me hizo señas de imitarlo mientras se acomodaba en su lugar.

– Observa lo que hago -dijo-. Como soy un cuervo, primero voy a soltar mis plumas.

Hizo temblar todo el cuerpo. Sus movimientos me recordaban a un gorrión que humedeciera sus plumas en un charco. Bajó la cabeza como un pájaro al meter el pico en el agua.

– Qué bien se siente eso -dijo, y empezó a reír.

Su risa era extraña. Tuvo sobre mí un efecto hipnotizante muy peculiar. Recordé haberlo oído reír de esa manera muchas veces antes. Acaso la razón de que yo jamás hubiera tomado conciencia declarada de ello era que don Juan nunca había reído así el tiempo suficiente en mi presencia.

– Después, el cuervo afloja el pescuezo -dijo, y empezó a torcer el cuello y a frotar las mejillas en sus hombros-. Luego mira el mundo con un ojo y después con el otro.

Sacudió la cabeza mientras, supuestamente, cambiaba su visión del mundo de un ojo a otro. El tono de su risa se hizo más agudo. Tuve la absurda sensación de que iba a convertirse en cuervo delante de mis ojos. Quise disiparla riendo, pero me hallaba casi paralizado. Sentía literalmente una especie de fuerza envolvente que me rodeaba. No tenía miedo, ni estaba mareado o soñoliento. Mis facultades estaban intactas, hasta donde yo podía juzgar.

– Enciende tu coche -dijo don Juan.

Di vuelta a la marcha y automáticamente pisé el acelerador. La marcha empezó a sonar sin encender el motor. La risa de don Juan era un cacareo rítmico y suave. Intenté otra vez, y otra más. Pasé unos diez minutos tratando de encender el motor. Don Juan cacareaba todo el tiempo. Luego desistí y me quedé allí sentado, sintiendo el peso de mi cabeza.

El dejó de reír y me escudriñó y "supe" entonces que su risa me había obligado a entrar en una especie de trance hipnótico. Aunque yo había tenido plena conciencia de lo que ocurría, sentía no ser yo mismo. Durante el tiempo en que no pude arrancar mi coche estaba muy dócil, casi insensible. Era como si don Juan no sólo estuviese haciéndole algo al coche, sino también a mí. Cuando dejó de cacarear me convencí de que el hechizo había terminado, e impetuosamente volví a girar la marcha. Tuve la certeza de que don Juan sólo me había mesmerizado con su risa, haciéndome creer que no podía arrancar mi coche. Con el rabo del ojo lo vi mirarme con curiosidad, mientras yo movía la marcha y bombeaba con furia el pedal.

Don Juan me dio palmaditas y dijo que la furia me "amacizaría" y que tal vez no necesitara yo otro baño en el agua. Mientras más enojado pudiera ponerme, más rápido me recuperaría de mi encuentro con el aliado.

– No tengas pena -oí decir a don Juan-. Patea el carro.

Estalló su risa natural, cotidiana, y yo me sentí ridículo y reí con cortedad.

Tras un rato, don Juan dijo que había soltado el coche. ¡El motor arrancó!

XIV

28 de septiembre, 1969

Había algo extraño en la casa de don Juan. Por un momento pensé que estaba escondido en algún sitio para asustarme. Lo llamé en voz alta y luego reuní suficiente valor para entrar. Don Juan no estaba allí. Puse sobre una pila de leña las dos bolsas de comestibles que le había traído y me senté a esperarlo, como había hecho docenas de veces. Pero, por vez primera en mis años de tratar a don Juan, tenía miedo de quedarme solo en su casa. Sentía una presencia, como si alguien invisible estuviera allí conmigo. Recordé haber tenido, años atrás, la misma sensación vaga de que algo desconocido merodeaba en torno mío cuando me hallaba solo. Me levanté de un salto y salí corriendo de la casa.

Había venido a ver a don Juan para decirle que el efecto acumulativo de la tarea de "ver" estaba haciéndose notar. Había empezado a sentirme inquieto; vagamente aprensivo sin ninguna razón declarada; cansado sin tener fatiga. Entonces, mi reacción al estar solo en casa de don Juan hizo volver el recuerdo total de cómo había crecido mi miedo en el pasado.

El miedo se remontaba varios años, a la época en que don Juan había forzado la extrañísima confrontación entre una bruja, a quien llamaba " la Catalina ", y yo. Empezó el 23 de noviembre de 1961, cuando lo hallé en su casa con un tobillo dislocado. Explicó que tenía una enemiga, una bruja que podía convertirse en chanate y que había intentado matarlo.

– Apenas pueda caminar voy a enseñarte quién es la mujer -dijo don Juan-. Debes saber quién es.

– ¿Por qué quiere matarlo?

Alzó los hombros con impaciencia y rehusó decir más.

Regresé a verlo diez días después y lo hallé perfectamente bien. Hizo girar el tobillo para demostrarme que se hallaba curado y atribuyó su pronta recuperación a la naturaleza del molde que él mismo había hecho.

– Qué bueno que estés aquí -dijo-. Hoy voy a llevarte a un viajecito.

Siguiendo sus indicaciones, manejé hasta un paraje desolado. Nos detuvimos allí; don Juan estiró las piernas y se acomodó en el asiento, como si fuera a echar una siesta. Me indicó relajarme y permanecer muy callado; dijo que mientras oscurecía debíamos ser lo más inconspicuo posible, porque el atardecer era una hora muy peligrosa para el asunto que habíamos emprendido.


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