– ¿Qué clase de asunto emprendimos? -pregunté.

– Estamos aquí para cazar a la Catalina -dijo él.

Cuando oscureció lo suficiente, bajamos con cautela del coche y nos adentramos muy despacio, sin hacer ruido, en el chaparral desértico.

Desde el sitio donde nos detuvimos, yo podía discernir la silueta negra de los cerros a ambos lados. Estábamos en una cañada llana, bastante ancha. Don Juan me dio instrucciones detalladas sobre cómo permanecer confundido con el chaparral y me enseñó un modo de sentarse "en virgilia", como él decía. Me dijo que metiera la pierna derecha bajo el muslo izquierdo y pusiese la pierna izquierda como si me hallara en cuclillas. Explicó que la primera se usaba como resorte para levantarse con gran velocidad, si era necesario. Luego me dijo que mirara al oeste, porque para allá quedaba la casa de la mujer. Se sentó junto a mi, a mi derecha, y en un susurro me indicó enfocar los ojos en el suelo, buscando, o más bien esperando, una especie de oleada de viento que produciría un escarceo en los matorrales. Cuando la onda tocara los arbustos en los que yo había fijado la vista, yo debía mirar hacia arriba para ver a la bruja en todo su "magnífico esplendor maligno". Don Juan usó esas mismas palabras. Cuando le pedí explicar a qué se refería, dijo que, al descubrir una ondulación, yo no tenía más que alzar los ojos y ver por mi mismo, porque "una bruja en vuelo" era un espectáculo único que desafiaba toda explicación.

Había un viento más o menos constante, y muchas veces creí percibir una ondulación en los arbustos. Miré hacia arriba en cada ocasión, preparado a una experiencia trascendente, pero no vi nada. Cada vez que el viento agitaba los matorrales, don Juan pateaba vigorosamente el suelo, dando vueltas, moviendo los brazos como látigos. La fuerza de sus movimientos era extraordinaria.

Tras algunos intentos fallidos por ver a la bruja "en vuelo", me sentí seguro de que no iba a presenciar ningún suceso trascendente, pero la demostración de "poder" realizada por don Juan era tan exquisita que no me importó pasar allí la noche.

Al romper el alba, don Juan se sentó junto a mi. Parecía totalmente exhausto. Apenas podía moverse, Se acostó bocarriba y musitó que no había logrado "atravesar a la mujer". Esa frase me intrigó mucho; él la repitió varias veces, y su tono iba haciéndose más desalentado, más desesperado. Comencé a experimentar una angustia fuera de lo común. Me resultó muy fácil proyectar mis sentimientos en el estado anímico de don Juan.

Don Juan no mencionó el incidente, ni a la mujer, durante varios meses. Pensé que había olvidado, o resuelto, todo ese asunto. Pero cierto día lo hallé muy agitado, y en una forma por entero incongruente con su calma habitual me dijo que el chanate había estado frente a él la noche anterior, casi tocándolo, y que él ni siquiera había despertado. La maña de la mujer era tanta que don Juan no sintió para nada su presencia. Dijo que su buena suerte fue despertar justo a tiempo para iniciar una horrenda lucha por su vida. El tono de su voz era conmovedor, casi patético. Sentí una oleada avasalladora de compasión y cuidado.

En tono dramático y sombrío, volvió a afirmar que no tenía modo de parar a la bruja, y que la siguiente vez que ella se le acercara sería su último día sobre la tierra. El abatimiento me puso al borde de las lágrimas. Don Juan pareció advertir mi honda preocupación y rió, según pensé, con valentía. Me palmeó la espalda y dijo que no me apurara, que todavía no se hallaba perdido por completo porque tenía una última carta, un comodín.

– Un guerrero vive estratégicamente -dijo, sonriendo-. Un guerrero jamás lleva cargas que no puede soportar.

La sonrisa de don Juan tuvo el poder de disipar las ominosas nubes de desastre. De pronto me sentí exhilarado, y ambos reímos. Me dio palmaditas en la cabeza.

– Sabes, de todas las cosas en esta tierra, tú eres mi última carta -dijo abruptamente, mirándome a los ojos.

– ¿Qué?

– Eres mi carta de triunfo en mi pelea contra esa bruja.

No entendía a qué se refería y me explicó que la mujer no me conocía y que, si jugaba yo mi mano como él me indicaría, tenía una oportunidad más que buena de "atravesarla".

– ¿Qué quiere usted decir con "atravesarla"?

– No puedes matarla, pero debes atravesarla como a un globo. Si haces eso, me dejará en paz. Pero no pienses en ello por ahora. Te diré qué hacer cuando llegue el momento.

Pasaron algunos meses. Yo había olvidado el incidente y fui tomado de sorpresa al llegar un día a su casa; don Juan salió corriendo y no me dejó bajar del coche.

– Tienes que irte en el acto -susurró con urgencia aterradora-. Escucha con cuidado. Compra una escopeta, o consigue una como puedas; no me traigas la tuya propia, ¿entiendes? Consigue cualquier escopeta que no sea tuya y tráela aquí de inmediato.

– ¿Para qué quiere usted una escopeta?

– ¡Vete ya!

Regresé con una escopeta. No tenía dinero suficiente para comprar una, pero un amigo me había dado su arma vieja. Don Juan no la miró; explicó, riendo, que había sido brusco conmigo porque el chanate estaba en el techo de la casa y él no quería que me viera.

– El hallar al chanate en el techo me dio la idea de que podías traer una escopeta y atravesarlo con ella -dijo don Juan enfáticamente-. No quiero que te pase nada, por eso sugerí que compraras la escopeta o que la consiguieras de cualquier otro modo. Verás: tienes que destruir el arma después de completar la tarea.

– ¿De qué clase de tarea habla usted?

– Debes tratar de atravesar a la mujer con tu escopeta.

Me hizo limpiar el arma frotándola con las hojas y los tallos frescos de una planta de olor peculiar. El mismo frotó dos cartuchos y los puso en los cañones. Luego dijo que yo debía esconderme frente a su casa y esperar hasta que el chanate aterrizara en el techo para, después de apuntar con cuidado, descargar ambos cañones. El efecto de la sorpresa, más que las municiones, atravesaría a la mujer, y si yo era fuerte y decidido podía forzarla a dejarlo en paz. De tal modo, mi puntería debía ser impecable, así como mi decisión de atravesarla.

– Tienes que gritar en el momento en que dispares -dijo don Juan-. Debe ser un grito potente y penetrante.

Luego apiló atados de leña y de caña a unos tres metros de la ramada de su casa. Me hizo reclinarme contra ellos. La postura era bastante cómoda. Quedaba yo semisentado; mi espalda tenía un buen apoyo y el techo estaba a la vista.

Don Juan dijo que era demasiado temprano para que la bruja saliera, y que teníamos hasta el anochecer para hacer todos los preparativos; él fingiría entonces encerrarse en la casa, para atraerla y provocar otro ataque sobre su propia persona. Me indicó relajarme y hallar una posición cómoda desde la cual pudiera disparar sin moverme. Me hizo apuntar al techo un par de veces y concluyó que el acto de llevarme la escopeta al hombro y tomar puntería era demasiado lento y engorroso. Entonces construyó un puntal para el arma. Hizo dos agujeros profundos con una barra de hierro puntiaguda, plantó en ellos dos palos ahorquillados y ató una larga pértiga entre ambas horquillas. La estructura me daba apoyo para disparar y me permitía tener la escopeta apuntada hacia el techo.

Don Juan miró al cielo y dijo que era hora de meterse en la casa. Se puso de pie y entró calmadamente, lanzándome la admonición final de que mi empresa no era un chiste y de que tenía que darle al pájaro con el primer disparo.

Después de irse don Juan, tuve unos cuantos minutos más de crepúsculo, y luego oscureció por completo. Parecía como si la oscuridad hubiera estado esperando a que me hallara solo para descender de golpe sobre mí. Traté de enfocar los ojos en el techo, que se recortaba contra el cielo; durante un rato hubo en el horizonte suficiente luz para que la línea del techo siguiera visible, pero luego el cielo se ennegreció y apenas pude ver la casa. Durante horas conservé los ojos enfocados en el techo, sin notar nada en absoluto. Vi una pareja de búhos pasar volando hacia el norte; la envergadura de sus alas era notable, y no podía tomárseles por chanates. En un momento dado, sin embargo, vislumbré claramente la forma negra de un pájaro pequeño que aterrizaba en el techo. ¡Era un pájaro, sin lugar a dudas! Mi corazón empezó a golpetear; sentí un zumbido en las orejas. Tomé puntería en la oscuridad y oprimí ambos gatillos. Hubo una explosión muy fuerte. Sentí la violenta patada de la culata contra mi hombro, y al mismo tiempo oí un grito humano de lo más penetrante y horrendo. Era fuerte y sobrecogedor y parecía haber venido del techo. Tuve un momento de confusión total. Entonces recordé que don Juan me había indicado gritar cuando disparara y que había olvidado hacerlo. Estaba pensando en cargar nuevamente mi arma cuando don Juan abrió la puerta y salió corriendo. Llevaba su linterna de petróleo. Parecía muy nervioso.


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