Mike sostuvo la foto en alto.

Sí.

– ¿Es realmente él?

Sí.

– ¿Hay algo más en el baúl, Memo? ¿Algo más que me informe sobre él?

Mike no creía que lo hubiese. Quería cerrar el baúl antes de que bajase su madre.

Sí.

Pestañeó, sorprendido. Levantó la caja de fotos.

No.

¿Qué más? Sólo una libreta pequeña con cubiertas de cuero. La levantó y la abrió por la mitad. La escritura era de puño y letra de su abuela. La fecha, enero de 1918.

– Un diario -susurró.

. . La anciana cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Mike cerró de golpe el baúl, se guardó rápidamente la foto y el diario y se acercó a la cama, bajando la cara hasta que su mejilla casi tocó la boca de su abuela. Un aliento suave y seco brotó de los labios de ella.

Él le acarició suavemente los cabellos una vez, y entonces escondió el diario y la foto debajo de su camisa y se dirigió al sofá para «descansar».

Jim Harlen descubrió que la expresión «revólver de barriga», de su padre, significaba probablemente que había que apoyar aquel maldito trasto en la panza de alguien para que hiciese blanco. De no ser así, la pequeña arma no servía de nada.

Había caminado unos sesenta metros en el pequeño huerto de detrás de su casa y de la de los Congden hasta encontrar un árbol que parecía un buen blanco. Había retrocedido unos veinte pasos, levantado el brazo ileso con firmeza, y apretado el gatillo.

No sucedió nada. Mejor dicho, el percutor se levantó un poco y cayó hacia atrás. Harlen se preguntó si habría alguna clase de seguro en aquella maldita cosa… No, ningún botón ni resorte, salvo el que le había permitido abrir el cilindro. Tirar del gatillo era sencillamente más difícil de lo que había creído. Además, aquello le estaba haciendo perder en cierto modo el equilibrio.

Se agachó un poco y utilizó la yema del pulgar para echar atrás el percutor hasta que oyó un chasquido y quedó el arma amartillada. Sujetando bien la culata, apuntó contra el árbol, lamentando no tener un mejor punto de mira que la pequeña bolita de metal en el extremo del corto cañón, y apretó de nuevo el gatillo.

El estampido casi le hizo soltar el revólver. Era realmente muy pequeño, y había esperado que el ruido y el retroceso tampoco fuesen grandes…, como los del rifle del 22 que Congden le dejaba disparar de vez en cuando. Pero no fue así.

El fuerte estampido había hecho que le zumbasen los oídos. Unos perros empezaron a ladrar en los patios de la Quinta Avenida. A Harlen le pareció oler a pólvora, aunque el olor se parecía muy poco a los petardos que había disparado hacía una semana, y su muñeca conservó el recuerdo de la energía gastada. Avanzó para ver dónde había dado la bala.

Nada. No había tocado el árbol. El tronco tenía casi medio metro de diámetro y no le había dado. Ahora se puso a quince pasos de distancia, amartilló el maldito revólver con cuidado, apuntó más minuciosamente, contuvo el aliento y apretó otra vez el gatillo.

El revólver retumbó y saltó en su mano. Los perros se volvieron locos. Harlen corrió hasta el árbol, esperando ver un agujero en el centro. Nada. Miró alrededor, en el suelo, como si pudiese haber allí un agujero visible de bala.

– ¡Menuda mierda! -murmuró.

Retrocedió diez cortos pasos, apuntó cuidadosamente y disparó de nuevo. Esta vez descubrió que había arañado la corteza en el lado derecho del tronco, a cosa de un metro por encima de donde había apuntado. «¡Desde tres malditos metros de distancia!» Los perros se estaban volviendo locos otra vez, y en alguna parte, más allá de los árboles, se abrió de golpe una puerta de tela metálica.

Harlen caminó hacia el oeste en dirección a la vía férrea y se dirigió después hacia el norte, alejándose del pueblo, hasta más allá de los vacíos elevadores de grano y casi hasta llegar a la fábrica de sebo. Había allí un bosquecillo pantanoso de árboles y arbustos al oeste de la vía del ferrocarril y se imaginó que podía emplear el terraplén como muralla. Antes no había pensado en esto y sintió un escalofrío al pensar que una de las balas podía haber cruzado la carretera de Catton y alcanzado los pastos… y tal vez una de las vacas lecheras que allí había. «¡Sorpresa, Bossie!»

Escondido a salvo en la espesura, a ochocientos metros al sur del vertedero, volvió a cargar el revólver, encontró algunas botellas y latas en el camino que conducía hasta el bosque, las colocó como blancos delante del herboso terraplén, apoyó la culata en el muslo para cargar el revólver y empezó a practicar.

El arma era una mierda. Hacía fuego, desde luego, y a Harlen le dolía la muñeca y le zumbaban los oídos, pero las balas no iban a parar donde él apuntaba. Parecía muy fácil cuando Hugh O'Brian, en el papel de Wyatt Earp, disparaba contra alguien desde quince o veinte metros de distancia, y sólo para herirle. El héroe favorito de Harlen había sido el policía montado de Texas, Hoby Gilman, en Trackdown, protagonizado por Robert Culp. Hoby tenía realmente un arma estupenda y Harlen había disfrutado mucho con los episodios hasta que Trackdown dejó de emitirse el año anterior.

Tal vez todo se debía al corto cañón del estúpido revólver de su padre. En cualquier caso, Harlen descubrió que tenía que estar a tres metros del blanco y que entonces tenía que disparar tres o cuatro veces para alcanzar una maldita lata de cerveza o algo parecido. Mejoró en lo de amartillar el arma, aunque tenía la impresión de que bastaba con tirar del gatillo y dejar que el percutor subiese y bajase por sí solo. Consiguió hacerlo, pero gastaba en ello tanta fuerza que aún empeoraba más la puntería.

«Bueno, si tengo que emplear este trasto contra alguien, tendré que esperar hasta que pueda apoyarlo contra su pecho o su cabeza para no fallar.»

Harlen había disparado doce balas y estaba cargando otras seis cuando oyó un ligero ruido detrás de él. Giró en redondo, con el revólver medio levantado, pero el cilindro estaba todavía abierto y sólo dos proyectiles permanecieron en él. Los otros cayeron sobre la hierba. Cordie Cooke salió de entre los árboles de detrás de él. Llevaba una escopeta de dos cañones tan alta como ella, pero doblada por la recámara, tal como había visto Harlen que llevaban sus armas los cazadores. Ella lo miró con sus ojillos de cerdito.

«Dios mío -pensó Harlen-, había olvidado lo fea que es.» La cara de Cordie le recordaba un pastel de crema a quien alguien hubiese puesto ojos, labios delgados y una patata por nariz. Llevaba los cabellos cortados exactamente por debajo de las orejas y unos mechones grasientos le pendían sobre los ojos. Su vestido, parecido a un saco, era el mismo que usaba en el colegio, aunque ahora parecía más sudado y sucio. Los calcetines blancos se habían puesto grises, y los zapatos estaban embarrados. Los dientes, pequeños y prominentes, tenían aproximadamente el mismo color gris de los calcetines.

– Hola, Cordie -dijo, bajando la pistola y tratando de dar a su voz un tono natural-. ¿Qué hay de nuevo?

Ella siguió mirándole de reojo. Era difícil saber si los ojos estaban abiertos debajo de aquellos mechones. Dio tres pasos en su dirección.

– Se te han caído las balas -dijo en el tono nasal que Harlen había imitado muchas veces para hacer reír a los muchachos.

Él esbozó una sonrisa y se agachó para recogerlas. Sólo pudo encontrar dos.

– Hay una detrás de tu pie izquierdo -dijo ella- y otra debajo de tu pie izquierdo.

Harlen se las metió en el bolsillo, en vez de acabar de cargar el tambor, cerró éste y guardó el revólver debajo del cinto de los tejanos.

– Ten cuidado -salmodió Cordie-. Puedes matar a tu pajarito.

Harlen sintió que se ponía colorado desde el cuello hasta las mejillas. Se ajustó el cabestrillo y miró con ceño a la chica.

– ¿Qué diablos quieres?

Ella se encogió de hombros y pasó la escopeta de un brazo al otro.


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