– Sólo quise saber quién estaba disparando aquí. Pensé que tal vez C. J. tenía ahora un arma más grande.

Harlen recordó lo que había contado Dale Stewart sobre su enfrentamiento con Congden.

– ¿Por esto llevas ese cañón? -preguntó él en el tono más sarcástico de que fue capaz.

– No. J.C. no me da miedo. Pero tengo que tener cuidado con los otros.

– ¿Qué otros?

Ella frunció más los párpados.

– Esa mierda de Roon. Van Syke. Los que se llevaron a Tubby.

– ¿Crees que lo secuestraron?

La chica volvió la cara de torta en dirección al sol y al terraplén del ferrocarril.

– No lo secuestraron. Lo mataron.

– ¿Lo mataron? -Harlen sintió que se le encogían las entrañas-. ¿Cómo lo sabes?

Ella se encogió de hombros y dejó la escopeta junto a un tocón. Sus brazos parecían tubos forrados de pálida piel. Se arrancó una postilla de la muñeca.

– Lo he visto.

Harlen se quedó boquiabierto.

– ¿Viste el cadáver de tu hermano? ¿Dónde?

– En mi ventana.

«La cara en la ventana.» No, ésta era la anciana…, la señora Duggan.

– Mientes -dijo.

Cordie le miró con ojos de color del agua de lavar los platos.

– No miento.

– ¿Le viste en tu ventana? ¿La de tu casa?

– ¿Qué otra ventana tengo, estúpido?

Harlen pensó en aplastarle la cara de torta. Miró la escopeta y vaciló.

– ¿Por qué no vino la policía a por él?

– Porque él ya no habría estado allí cuando hubiesen llegado. Y no tenemos teléfono para llamarla.

– ¿No habría estado allí?

El día era cálido. Resplandecía el sol. Harlen tenía la camisa pegada a la espalda y el brazo sudaba copiosamente debajo de la escayola; le picaba. Pero se echó a temblar.

Cordie se le acercó más hasta que pudo hacerse oír hablando en voz baja.

– No habría estado allí porque se movía de un lado a otro. Estaba en mi ventana, y después se metió debajo de la casa. Donde suelen estar los perros; pero los perros ya no se meten allí.

– Pero tú has dicho que estaba…

– Muerto, sí -dijo Cordie-. Yo creía que se lo habían llevado, pero cuando le vi supe que estaba muerto. -Dio unos pasos y miró la hilera de botellas y latas. Sólo dos de éstas tenían agujeros, y las botellas estaban intactas. Sacudió la cabeza-. Mi madre también le ha visto; pero ella cree que es un fantasma, y que sólo quiere venir a casa.

– ¿Y quiere?

Harlen se sorprendió al oír que su voz era un ronco murmullo.

– No. -Cordie se acercó más y se lo quedó mirando a través de los mechones. Harlen percibió un olor a ropa sucia-. En realidad no es Tubby. Tubby está muerto. Sólo es su cuerpo, que ellos usan de alguna manera. Y está tratando de pillarme. Por lo que le hice a Roon.

– ¿Qué le hiciste al doctor Roon? -preguntó Harlen.

El 38 era un peso frío sobre su estómago. Al estar abierta la escopeta, había visto dos círculos amarillos de metal. Cordie la llevaba cargada. Y estaba loca. Se preguntó si tendría tiempo de sacar el revólver, si ella cerraba la escopeta y la apuntaba contra él.

– Le disparé -dijo Cordie, en el mismo tono llano-. Pero no lo maté. Ojalá lo hubiese hecho.

– ¿Disparaste contra el doctor Roon? ¿Contra nuestro director?

– Sí. -De pronto alargó una mano, levantó la camiseta de Harlen y cogió el revólver. Harlen estaba demasiado sorprendido para impedírselo-. ¿De dónde has sacado esta cosita?

Lo acercó más a la cara, casi oliendo el cilindro.

– Mi padre… -empezó a decir Harlen.

– Un tío mío tenía uno de éstos. Con un cañón tan corto que no vale una mierda a más de seis o siete metros -dijo ella, sosteniendo todavía la escopeta en el brazo izquierdo y dando media vuelta para apuntar el revólver contra la hilera de botellas-. Un trasto -dijo, devolviéndoselo, con la culata por delante-. No bromeaba cuando te dije que no debías meterlo así en tus pantalones -dijo-. Mi tío lo llevaba así y amartillado, y estuvo a punto de cargarse su pajarito un día que estaba borracho. Mételo en el bolsillo de atrás y tápalo con la camiseta.

Harlen así lo hizo. Era un bulto incómodo, pero podía sacarlo rápidamente en caso necesario.

– ¿Por qué disparaste contra el doctor Roon?

– Hace pocos días -dijo ella-. Inmediatamente después de la noche en que Tubby vino a por mí. Sabía que Roon le había atizado contra mí.

– No te he preguntado cuándo -dijo Harlen-, sino por qué.

Cordie sacudió la cabeza como si él fuese el ser más torpe del mundo.

– Porque mató a mi hermano y envió aquel cuerpo a por mí -dijo pacientemente ella-. Algo muy extraño está pasando este verano. Mamá lo sabe. Papá también, pero no le prestan atención.

– ¿Lo mataste? -preguntó Harlen, y los bosques parecieron de pronto oscuros y ominosos a su alrededor.

– Si maté, ¿a quién?

– A Roon.

– No. -Suspiró-. Estaba demasiado lejos. Los perdigones sólo quitaron un poco de porquería del lateral de su viejo Plymouth y le hirieron un poquito en el brazo. Tal vez le metí también alguno en el culo, pero no estoy segura.

– ¿Dónde?

– En el brazo y en el culo -repitió ella, desesperada.

– No; quiero decir en qué sitio disparaste contra él. ¿En el pueblo?

Cordie se sentó en el terraplén. Se le veían las bragas entre los muslos flacos y pálidos. Harlen nunca había pensado que vería las bragas de una niña, llevándolas la niña puestas, sin sentirse interesado por el espectáculo. Ahora no le interesó en absoluto. Las bragas eran tan grises como los calcetines.

– Si le hubiese disparado en la ciudad, cabezota, ¿no crees que ahora estaría en la cárcel o en algún sitio parecido?

Harlen asintió con la cabeza.

– No. Le disparé cuando él estaba delante de la fábrica de sebo. Acababa de bajar de su maldito coche. Me habría acercado más, pero el bosque terminaba a unos doce metros de la puerta principal. Bajó de un salto, y por eso creo que le di en el culo; pude ver el brazo de la chaqueta rasgado, y entonces subió al camión y se largó con Van Syke. Pero creo que me vieron.

– ¿Qué camión? -preguntó Harlen, aunque ya lo sabía.

– Ya sabes cuál -suspiró Cordie-. El maldito camión de recogida de animales muertos.

Agarró a Harlen de la muñeca y tiró con fuerza. Él cayó de rodillas junto a ella en el terraplén de la vía férrea. En alguna parte del bosque empezó a repicar un pájaro carpintero. Harlen pudo oír un coche o un camión en la carretera de Catton, a cuatrocientos metros al sudeste.

– Mira -dijo Cordie sin soltarle la muñeca-, no se necesita ser muy lista para saber que viste algo en Old Central. Por eso te caíste y te hiciste polvo. Y tal vez viste también algo más.

Harlen sacudió la cabeza, pero ella no le hizo caso.

– También mataron a tu amigo -dijo-. A Duane. No sé cómo lo hicieron, pero sé que fueron ellos. -Desvió la mirada, y una extraña expresión se pintó en su semblante-. Es curioso; he estado en la misma clase que Duane McBride desde que íbamos todos al jardín de infancia, pero creo que nunca me dijo nada. No obstante, yo pensaba que era simpático. Siempre pensando, pero no se lo reprocho. Yo me imaginaba que tal vez un día saldríamos él y yo a dar un paseo, sólo para hablar de tonterías y… -Enfocó los ojos y miró a la muñeca de Harlen. La soltó-. Escucha, tú no estás aquí disparando el revólver de tu padre porque estás cansado de tocarte el pito y necesitas un poco de aire fresco. Estás cagado de miedo y yo sé porqué.

Harlen respiró hondo.

– Está bien -dijo con voz ronca-. ¿Qué hemos de hacer?

Cordie Cooke asintió con la cabeza, como si ya fuese hora de ir a lo práctico.

– Reúne a tus amigos -dijo-. A todos los que hayan visto algo de esto. Iremos a por Roon y los otros: los muertos y los vivos. Todos los que nos persiguen.

– Y entonces, ¿que?

Harlen se había acercado tanto a ella que podía ver el fino vello sobre su labio superior.

– Entonces mataremos a los vivos -dijo Cordie y sonrió, mostrando sus dientes grises-. Mataremos a los vivos, y en cuanto a los muertos…, bueno, ya pensaremos algo.


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