Cordie no tenía bici, por lo que los cuatro chicos llevaron las suyas de la mano por la acera, siguiendo el paso de ella. Dale hubiese querido ir mas deprisa, para que no se cruzase con ellos alguna persona mayor, viese la escopeta y le detuviese.

No había coches. Depot era un túnel vacío, más brillante hacia el oeste. La Tercera y la Segunda avenidas estaban desiertas en favor de Hard Road, y allí tampoco había tráfico. Las calles estaban vacías por ser domingo.

A través de las hojas podían ver nubes que captaban los últimos rayos de sol, pero era casi de noche debajo de los olmos. El maizal del extremo este de Depot Street era más alto que las cabezas de ellos y se había convertido en una pared sólida verde oscura al menguar la luz de día.

Mike no respondió a sus llamadas, a pesar de que la bicicleta estaba apoyada en el porche de atrás. Se habían encendido las luces en la casa O’Rourke, y mientras ellos observaban desde detrás de los perales salió el señor O'Rourke vistiendo su ropa gris de trabajo, puso el coche en marcha y se dirigió hacia el sur por la Primera, hacia Hard Road. Murmurando y moviéndose despacio, entraron en el gallinero a esperar el regreso de Mike.

Viajando en el Papamóvil con el padre C., entre las hileras de maíz que flanqueaban Jubilee County Road, Mike experimentaba la sensación de «Tened cuidado, que ahí viene mi hermano mayor.» Él nunca había tenido un hermano mayor que le amparase contra los gamberros o le sacase de apuros -con frecuencia había hecho Mike este papel en favor de niños más pequeños- y le gustaba poder pasar ahora el problema a otro. El miedo de Mike a pasar por tonto a los ojos del padre C. era compensado, y con creces, por su temor por Memo y por el miedo a lo que impulsaba al Soldado hacia su ventana por la noche. Tocó la botella de plástico que llevaba en el bolsillo del pantalón al entrar en la Seis del condado y pasar por delante de la oscura y vacía Taberna del Arbol Negro, cerrada en la tarde de domingo.

Había oscuridad al pie de la colina; el bosque era negro y el follaje espeso y cubierto de polvo a ambos lados de la carretera. Mike se alegró de no estar en la Cueva de debajo de la carretera. Se estaba mejor en el espacio relativamente descubierto de la cima de la colina: se había puesto el sol, pero altos cirros brillaban con reflejos de color de rosa y de coral. Las lápidas de granito captaban la luz reflejada desde arriba y resplandecían, acogedoras. No había sombras.

El padre Cavanaugh se detuvo al cerrar la negra verja detrás de ellos. Señaló hacia la estatua de Cristo en el fondo del largo cementerio.

– Mira, Michael, éste es un lugar de paz. Él vela por los muertos tanto como por los VIVOS.

Mike asintió con la cabeza, aunque en aquel momento pensó en Duane McBride, solo en su finca, enfrentándose con quienes le habían atacado. «Pero Duane no era católico», insistió una parte de su mente. Mike supo que esto no significaba nada.

– Por aquí padre. – Mostró el camino entre las largas hileras de tumbas. Se había levantado un viento que movía las hojas de los pocos árboles contiguos a la verja y las banderitas de los veteranos entre las lápidas. La tumba del Soldado estaba tal como él la había dejado, con el suelo todavía revuelto como si alguien lo hubiese removido con palas.

El padre Cavanaugh se frotó el mentón.

– ¿Te preocupa el estado de la tumba, Michael?

– Pues… sí.

– Esto no es nada -dijo el sacerdote-. A veces las tumbas antiguas tienden a hundirse, y los sepultureros las llenan con un poco de tierra de detrás de la verja. Mira, han esparcido semillas de hierba. Dentro de un par de semanas la hierba volverá a cubrir la tierra.

Mike se mordió una uña.

– El cementerio lo cuida Karl van Syke -dijo a media voz.

– Mike sacudió la cabeza.

– ¿Puede bendecir la tumba, padre?

El padre C. frunció ligeramente el ceño.

– ¿Un exorcismo, Michael? -sonrió con benevolencia-. No creas que es tan fácil, amigo mío; hay muy pocos sacerdotes que sepan practicar el exorcismo. Gracias a Dios es un rito casi abandonado, e incluso deben obtener permiso de un arzobispo o del propio Vaticano para hacerlo.

Mike se encogió de hombros.

– Sólo una bendición -dijo.

El sacerdote suspiró. El viento que soplaba a su alrededor era ahora más fresco, como si precediese a una tormenta invisible. La luz había palidecido, y los colores parecían mortecinos: las lápidas eran grises; el largo herbazal, de una palidez monocroma; la línea de árboles se ennegrecía al extinguirse los últimos rayos de sol. Incluso las nubes habían perdido su resplandor rosado. Una estrella brillaba sobre el horizonte.

– Supongo que a ese pobre soldado una bendición le llegará muy tarde -dijo el padre Cavanaugh.

Mike iba a sacar el agua bendita, pero el sacerdote había movido ya la mano derecha, con tres dedos levantados y el pulgar y el meñique tocándose en lo que Mike había creído siempre que era el más poderoso de los movimientos.

– In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti -dijo el sacerdote-. Amén.

Mike le tendió la botella de agua con cierta expresión de urgencia. El padre C. sacudió la cabeza y sonrió, pero esparció unas cuantas gotas sobre la tumba e hizo de nuevo la señal de la cruz. Demasiado tarde, pensó también Mike.

– ¿Satisfecho? -preguntó el padre Cavanaugh

Mike miró fijamente la tumba. Ningún gemido debajo de la tierra. Ninguna voluta de humo donde habían caído las gotas de agua bendita. Se preguntó si había hecho el idiota.

Volvieron despacio hacia el coche, con el padre C. hablando a media voz sobre las pompas fúnebres de siglos pasados

– Padre -dijo Mike, agarrando la manga de la cazadora del cura y deteniéndose.

Señaló.

Estaban a sólo unas pocas hileras de tumbas de la verja. Los árboles de hoja perenne eran una especie de enebros de ramas gruesas y agujas afiladas, que crecían sólo hasta unos cinco metros. Eran tan viejos como las lápidas de principios de siglo. Los tres árboles se alzaban en un triángulo irregular, creando un espacio oscuro entre ellos.

El Soldado estaba plantado exactamente debajo del vértice de ramas. La última luz del crepúsculo permitía ver su sombrero de campaña, la hebilla metálica de su cinturón Sam Browne y las embarradas polainas.

Algo dentro de Mike saltó de entusiasmo, aunque el corazón aceleró sus latidos. «¡Es real! ¡El padre C. lo ve! ¡Es real!»

El padre Cavanaugh lo veía. El cuerpo del sacerdote se puso rígido durante un momento y después se relajó. Miró a Mike y sonrió ligeramente.

– Bueno, Michael -murmuró-. Hubiese debido saber que no querías gastarme una broma.

El Soldado no se movió. El sombrero de ala ancha le ocultaba la cara.

El padre Cavanaugh dio tres pasos en su dirección, apartando el brazo de Mike cuando éste trató de detenerle. Mike no le siguió.

– Hijo mío -dijo el sacerdote-, sal de ahí. -Su voz era suave, persuasiva, como suplicando a un gatito que bajase de un árbol-. Sal y hablaremos.

No hubo movimiento en las sombras. El Soldado podía haber sido un monumento de piedra gris.

– Hablemos un momento, hijo -dijo el padre Cavanaugh.

Dio otros dos pasos hacia las sombras, deteniéndose a un metro y medio del silencioso personaje.

– Padre -murmuró Mike en tono apremiante.

El padre Cavanaugh miró por encima del hombro y sonrió.

– Sea cual sea el juego, Michael, creo que podemos…

Más que saltar, el Soldado pareció que era catapultado desde el grupito de árboles. Hizo un ruido que a Mike le recordó el perro furioso contra el que había luchado Memo hacía años.

El padre Cavanaugh era un palmo y medio más alto que el Soldado, pero la figura vestida de caqui le golpeó con fuerza, agitando los brazos y las piernas como un gran felino sobre una lámina suelta de esquisto, y los dos cayeron y rodaron por el suelo. El sacerdote, sorprendido, tan sólo pudo lanzar un gemido, mientras el Soldado gruñía desde lo más profundo del pecho. Rodaron sobre la hierba corta hasta que fueron a chocar contra una antigua lápida; entonces el Soldado se puso a horcajadas sobre el padre C., y los largos dedos se cerraron sobre el cuello del cura. El padre Cavanaugh tenía los ojos muy abiertos, y la boca todavía más cuando al fin trató de gritar, pero sólo brotó un gorgoteo de su garganta. El Soldado aún tenía puesto el sombrero, pero el ala estaba echada atrás sobre la cabeza, y Mike pudo ver la cara que parecía de cera y los ojos como canicas blancas. El Soldado abrió la boca…, no, no la abrió sino que ésta se volvió redonda como un agujero cortado en arcilla, y Mike pudo ver los dientes, demasiados dientes, todo un anillo de dientes cortos y blancos en el interior de la boca redonda y sin labios.


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