– ¡Michael! -jadeó el padre C.

Estaba luchando con todas sus fuerzas, que no eran pocas, para impedir que le estrangulasen los dedos increíblemente largos del Soldado El padre C. se sacudía y retorcía, pero el otro personaje, aunque mas bajo, seguía a horcajadas sobre su cintura, y parecía agarrarse a la hierba con las rodillas envueltas en tela caqui.

– ¡Michael!

Mike se puso en movimiento, corrió los tres metros que le separaban de los combatientes y empezó a golpear la estrecha espalda del Soldado. No parecía que golpease carne sino que tocase un saco de anguilas agitadas. La espalda de aquella cosa se estremecía y retorcía debajo de la camisa. Mike golpeó la cabeza del Soldado y el sombrero voló por el aire y fue a caer detrás de una lápida. El cráneo del Soldado era lampiño y de un rosa blanquecino. Mike volvió a golpearle en la cabeza.

El Soldado apartó una mano del cuello del padre C. y golpeó hacia atrás. Mike sintió que se desgarraba su camiseta de manga corta y salió lanzado dos metros hacia la sombra de los enebros.

Rodó sobre el suelo, se puso de rodillas y arrancó una pesada rama del tronco más próximo.

El Soldado estaba bajando la cara sobre el cuello y el pecho del padre C. Sus mejillas parecieron hincharse, como si estuviese mascando tabaco, y la boca se alargó, como si brotasen nuevas hileras de dientes delante de las encías.

Ahora el padre Cavanaugh tenía libre la mano izquierda y empezó a dar puñetazos en la cara y en el pecho del Soldado. Mike pudo ver que aparecían marcas en las mejillas y la frente de aquella cosa, como si el puño de un escultor enfurecido hiciese muescas en la arcilla. Pero las marcas se llenaban a los pocos segundos. La cara del Soldado recobraba sus formas, y los ojos como de mármol blanco se movían entre carne, fijándose en el sacerdote sin la menor señal de ceguera.

La boca de aquella cosa osciló, se alargó, se convirtió en una especie de embudo de borde carnoso que siguió extendiéndose mientras Mike lo miraba fijamente y el padre Cavanaugh chillaba. La asquerosa trompa tenía ahora más de medio palmo de largo al acercarse al cuello del padre C.

Mike corrió hacia delante, plantó los pies como si subiera a la base del bateador e hizo un molinete con la pesada rama, alcanzando al Soldado por encima y detrás de la oreja. El ruido resonó en todo el cementerio y entre los árboles.

Por un instante creyó haber decapitado literalmente al Soldado. El cráneo y la mandíbula inferior se torcieron de lado en un ángulo inverosímil, colgando de un cuello largo y delgado y apoyándose en el hombro derecho de aquella cosa. Ninguna columna vertebral habría podido soportar aquella inclinación.

Los ojos blancos se agitaron entre la carne como un fango claro y se fijaron en Mike. El Soldado levantó el brazo izquierdo con la rapidez de una serpiente, agarró la rama y la arrancó de las manos de Mike, y aunque tenía casi diez centímetros de grueso, la partió como si fuese una cerilla.

La cabeza del Soldado se enderezó por sí sola y recobró su forma, y la boca de lamprea se alargó y descendió sobre el cuerpo convulso del padre Cavanaugh.

– ¡Dios mío! -gritó el padre C.

El sonido de su voz fue ahogado al vomitar el Soldado encima de él. Mike se echó atrás y abrió mucho los ojos, horrorizado, al ver que lo que manaba de aquellas mandíbulas alargadas era una masa parda y agitada de gusanos.

Éstos cayeron sobre la cara, el cuello y el pecho del padre C. Se movieron sobre los párpados cerrados del sacerdote y se deslizaron debajo del cuello desabrochado de su camisa. Unos cuantos cayeron dentro de su boca abierta.

El padre Cavanaugh espurreó, tratando de escupir los gusanos vivos sobre la hierba y volver la cabeza a un lado. Pero el Soldado se acercó más, con la cara alargándose todavía, y sujetó la del cura con sus dedos increíblemente largos, como un amante sujetando la cara de la amada para un beso largo tiempo esperado. Seguían manando gusanos de sus mejillas hinchadas y de aquella boca que era como un embudo.

Mike dio un paso adelante y se detuvo, paralizado el corazón con un horror redoblado al ver que algunos de aquellos gusanos pardos se retorcían sobre el pecho del padre Cavanaugh y después se introducían en su carne, desapareciendo dentro del padre C. Otros se introdujeron en las mejillas y en el cuello tenso del cura.

Mike gritó, alargó un brazo para coger la rama rota y entonces se acordó de la botella de plástico que llevaba en el bolsillo.

Agarró la tosca tela del cuello del uniforme del Soldado, sintió la lana áspera y la sustancia maleable de debajo de ella, y vació la botella a lo largo de la espalda de la cosa, sin esperar un resultado mejor que el que había dado la bendición de la tumba. Pero ahora la reacción fue muy fuerte.

El agua bendita produjo un sonido como de ácido quemando la carne. Una hilera de orificios apareció en la tela caqui de la espalda del uniforme del Soldado, como la marca de una ráfaga de ametralladora. El Soldado lanzó un alarido como de un animal grande al caer en agua hirviente, un silbido y un gorgoteo más que un grito, y se arqueó hacia atrás, doblándose de un modo inverosímil, casi tocando con la cerosa nuca los tacones de sus botas de combate. Los brazos sin huesos se retorcieron y sacudieron como tentáculos, con los dedos aplanados y ahora de más de un palmo de largo.

Mike saltó atrás y arrojó sobre el pecho del monstruo lo que quedaba en la botella.

Un olor a azufre llenó el aire; brotó una llamarada verde de la parte de delante de la guerrera del Soldado, y la criatura se alejó a una velocidad increíble, retorciéndose en posiciones imposibles para un esqueleto humano. El padre Cavanaugh rodó por el suelo, liberado ya, y vomitó sobre una lápida.

Mike se adelantó, se dio cuenta de que había empleado toda el agua bendita y se detuvo a un metro y medio del círculo de enebros, mientras el Soldado escarbaba allí en la oscuridad, se tumbaba de bruces en el suelo y excavaba, introduciéndose en la negra tierra y entre las hojas muertas con la misma facilidad con que se habían introducido los gusanos en la carne del padre C.

El Soldado se perdió de vista en veinte segundos. Mike se acercó más, vio el túnel de mellados bordes, percibió el olor a basura y podredumbre, y pestañeó al plegarse el túnel sobre sí mismo y derrumbarse, convirtiéndose en una depresión más del suelo recientemente revuelto. Volvió junto al padre C.

El sacerdote se había puesto de rodillas pero estaba inclinado sobre la lápida, con la cabeza gacha, vomitando repetidamente hasta que ya no le quedó nada en el estómago. No había señales de los gusanos, salvo unas marcas rojas en las mejillas y en el pecho del cura, que, por lo visto, se había desabrochado la camisa para buscarlos. Entre arcadas secas y jadeos, el sacerdote murmuraba:

– Oh, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús.

Era una letanía.

Mike cobró aliento, se acercó más y rodeó al hombre con un brazo.

El padre Cavanaugh estaba llorando ahora. Dejó que Mike le ayudase a ponerse en pie y se apoyó en él al caminar, tambaleándose hacia la puerta del cementerio.

Se había hecho completamente de noche. El Papamóvil era una oscura sombra más allá de la negra verja de hierro. El viento agitaba las hojas y el maíz al otro lado de la carretera, y hacía que Mike pensara en el sonido de cosas que se deslizaban entre la hierba detrás de él, excavando el suelo por el que caminaban. Procuró que el padre C. se diese prisa.

Era difícil permanecer en contacto con el sacerdote -Mike se imaginaba los gusanos pardos pasando del otro hombre a él-, pero el padre C. no podía mantenerse solo en pie.

Llegaron a la puerta y a la zona de aparcamiento. Mike hizo que el padre Cavanaugh se sentara detrás del volante, dio la vuelta alrededor del coche para subir por el otro lado y se inclinó delante del hombre gemebundo para cerrar las portezuelas y las ventanillas. El padre C. había dejado la llave en el contacto y Mike la hizo girar. El Papamóvil arrancó y Mike encendió inmediatamente las luces, iluminando las lápidas y el grupo de enebros a diez metros de distancia. La alta cruz del fondo del cementerio estaba fuera del alcance de los faros.


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