El sacerdote murmuró algo, mientras se esforzaba en inhalar el aire.

– ¿Qué? -dijo Mike, a quien también le costaba respirar.

«¿Se mueven aquellas sombras oscuras en el cementerio?» Era difícil saberlo.

– Tú… tendrás que… conducir -balbució el padre Cavanaugh, dejándose caer de lado y bloqueando el asiento.

Mike contó hasta tres, abrió las portezuelas y corrió alrededor del coche hasta el lado del conductor. Empujó el cuerpo doliente del sacerdote a un lado para instalarse detrás del volante, y cerró de nuevo las portezuelas. Algo se había estado moviendo allí, cerca de la barraca del fondo del cementerio.

Mike había conducido varias veces el coche de su padre, y el sacerdote le había dejado llevar el Papamóvil por un camino herboso con ocasión de una visita pastoral. Ahora a duras penas podía ver por encima del alto tablero y del capó del Lincoln, pero podía llegar a los pedales con los pies. Dio gracias a Dios de que la transmisión fuese automática.

Metió la marcha, entró en la Seis del condado sin fijarse en el tráfico, y casi fue a dar en la cuneta del otro lado, calando el motor al frenar con demasiada rapidez. Olió a gasolina al ponerlo de nuevo en marcha, pero arrancó bastante aprisa.

«Sombras entre las lápidas, moviéndose hacia la puerta.»

Mike salió disparado, lanzando grava a diez metros detrás de él mientras avanzaba zumbando cuesta abajo, sin dejar de acelerar al pasar por encima de la Cueva y dejar atrás el Arbol Negro, viendo únicamente la oscuridad de los bosques en su visión periférica, casi fallando el viraje hacia Jubilee Road y reduciendo al fin la marcha al darse cuenta de que se acercaba a la torre del agua de la ciudad a ciento veinte kilómetros por hora.

Pasó por las oscuras calles de Elm Haven, seguro de que Barney o algún otro le verían y detendrían, y casi deseando que lo hiciesen. El padre Cavanaugh estaba encogido y temblando en silencio en el asiento de delante.

Mike paró el motor y casi se puso a llorar cuando aparcó debajo del farol de la rectoría. Pasó al otro lado del coche para ayudar a bajar al padre C.

El cura estaba pálido y febril, con los ojos casi desorbitados bajo los temblorosos párpados. Las señales del pecho y las mejillas parecían marcas de tiña. Se veían lívidas bajo la fuerte luz del farol.

Mike se plantó gritando en la puerta de la rectoría, rezando para que la señora McCafferty, el ama de llaves del cura, estuviese esperando todavía para servir la cena al padre C. Se encendieron las luces del porche y apareció la mujer bajita, con la cara colorada y llevando todavía el delantal.

– ¡Cielo santo! -exclamó, llevándose las toscas manos a la cara-. ¿Qué diablos…?

Miró a Mike echando chispas por los ojos, como si el muchacho hubiese agredido al joven sacerdote.

– Se ha puesto enfermo -fue todo lo que Mike pudo decir.

La señora McCafferty miró al padre C., asintió con la cabeza y ayudó a Mike a subirle a su habitación. A Mike le pareció extraño que la señora ayudase a desnudarse al sacerdote, poniéndole un anticuado camisón mientras aquél permanecía sentado, gimiendo, en el borde de la cama; pero entonces pensó que debía de ser como una madre para el padre C.

Por fin reposó el cura entre sábanas limpias, quejándose ligeramente, con el rostro cubierto de una fina capa de sudor. La señora McCafferty le había tomado ya la temperatura, cuarenta grados, y le estaba refrescando la cara con trapos mojados.

– ¿Qué son esas señales? -preguntó, casi tocando con un dedo una de aquellas marcas que parecían de tiña.

Mike se encogió de hombros, sin atreverse a hablar. Cuando ella salió de la habitación, se levantó la camisa, examinó su pecho y se miró al espejo para asegurarse de que no había señales en su cara ni en su cuello. «Se metieron dentro de él.» La descarga de adrenalina que se había producido en el combate empezaba a neutralizarse, y Mike sintió náuseas y un poco de vértigo.

– Llamaré al médico -dijo la señora McCafferty -. No a ese tal Viskes sino al doctor Staffney.

Mike asintió con la cabeza. El doctor Staffney no ejercía en la población -trabajaba como ortopedista en el St Francis Hospital de Peoria-, pero era católico, más o menos practicante -Mike le veía en misa un par de veces al año-, y la señora McM. no se fiaba del médico húngaro protestante.

– Te quedarás -dijo.

No era una pregunta. Esperaba que Mike se quedase para decirle al médico todo lo que pudiese. «Los gusanos introduciéndose en la carne.»

Mike sacudió la cabeza. Hubiese querido hacerlo, pero era ya de noche y su padre empezaba hoy el turno nocturno. «Memo está sola en casa, con mamá y las niñas.» Sacudió de nuevo la cabeza.

La señora McCafferty iba a reprenderle, pero él tocó la mano del padre C. -estaba fría y húmeda-, bajó corriendo la escalera y salió a la noche, con piernas temblorosas.

Se había alejado media manzana cuando pensó en una cosa. Jadeando y a punto de llorar, volvió corriendo hacia la rectoría, pasó por delante de ésta y entró por la puerta lateral de la iglesia de San Malaquías. Cogió unos corporales limpios de la sacristía y entró en el oscuro santuario.

El interior de la iglesia estaba silencioso y cálido, olía a incienso de las misas celebradas hacía muchas horas, y la luz roja de las velas votivas iluminaba suavemente el viacrucis en las paredes. Mike llenó su botella de plástico en la pila del agua bendita de la entrada principal, hizo una genuflexión y se acercó de nuevo al altar.

Permaneció un momento arrodillado, sabiendo que lo que iba a hacer podía ser un pecado mortal. Él no podía tocar la Hostia con las manos, aunque cayese durante la comunión y no alcanzase a recogerla con la patena que sostenía debajo de la barbilla del comulgante. Sólo el padre Cavanaugh, como sacerdote que era, podía tocar la oblea después de consagrada y convertida en el Cuerpo de Cristo.

Mike dijo en silencio un acto de contrición, subió la escalera y cogió una Hostia consagrada del sagrario de encima del altar. Hizo otra genuflexión, rezó una breve oración, envolvió la Hostia en los corporales y la guardó en el bolsillo.

No paró de correr hasta llegar a su casa.

Se dirigía a la puerta de atrás cuando oyó movimiento en la oscuridad de detrás del retrete, cerca del gallinero. Se detuvo, con el corazón palpitante, pero extrañamente embotadas las emociones. Sacó la botella de agua bendita del bolsillo, la destapó y la sostuvo en alto.

Había movimiento en la oscuridad del gallinero.

– Vamos, maldita sea -murmuró Mike, acercándose allí-. Sal de una vez si te atreves.

– ¡Eh, O'Rourke! -dijo la voz de Jim Harlen-. ¿Por qué diablos te has retrasado tanto?

Se encendió un mechero y Mike pudo ver las caras de Harlen, Kevin, Dale, Lawrence y Cordie Cooke. Ni siquiera la extraña presencia de la niña le sorprendió. Entró en el oscuro cobertizo.

El encendedor de Harlen se apagó y no volvió a encenderse. Mike dejó que sus ojos se adaptasen a la oscuridad.

– No vas a creer lo que está pasando -empezó a decir Dale Stewart, con voz tensa.

Mike sonrió, sabiendo que los otros no podían ver su sonrisa en la oscuridad.

– Explícate -murmuró.


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