– Peg, la hermana de Mike… -empezó a decir Dale.

– La han suspendido cuatro veces -le interrumpió Harlen-. Sus padres no la dejarían acercarse a un coche. Además, los O'Rourke sólo tienen un cacharro y el padre de Mike lo utiliza para ir al trabajo cada noche. No puede perderlo de vista.

– Yo encontraré otra manera -insistió Dale, soltando la muñeca.

– Sí, claro. -Harlen había cruzado los brazos, sentándose sobre la barra de la bici y mirando fijamente a Dale-. Eres un poco marica, ¿verdad, Stewart?

A Dale se le encendió el rostro de rabia, y de buena gana habría desmontado de su bicicleta y le habría dado una paliza -lo había hecho en años pasados, y aunque el chico más pequeño luchaba sucio, Dale sabía que podía con él-, pero hizo un esfuerzo, se agarró al manillar y se puso a pensar.

– Piensa -dijo Harlen, expresando las ideas de Dale-. Tenemos que hacer esto hoy. Y no tenemos a nadie más. Congden es tan estúpido que lo hará por dinero, sin preguntarse qué nos proponemos. Y probablemente es la manera más rápida de llegar allí, salvo que fuésemos en un F-86.

Dale hizo una mueca al comprender que tenía razón.

– Su viejo no le deja conducir -dijo, pensando que sólo con tipos como Congden empleaba la expresión «viejo», en vez de «papá» o «padre», y entonces recordó lo que había dicho el señor McBride.

– A su viejo no se le ha visto por aquí desde hace varios días -dijo Harlen. Se meció sobre el sillín de su bici-. Se rumorea que él y Van Syke, o el señor Daysinger, o alguno de esos mamones fueron a Chicago, en una excursión de una semana, después de timar a algún estúpido turista, multándole por «exceso de velocidad». De todos modos, el viejo bombardero negro de J. P. está aquí, y C. J. lo ha estado conduciendo de día y de noche.

Dale se había tocado el bolsillo donde guardaba el dinero de su calcetín. Era todo lo que tenía, salvo los bonos de ahorro y los dólares de plata del tío Paul, que sabía que no gastaría nunca.

– Está bien -había dicho, volviéndose hacia el oeste y pedaleando despacio por Depot Street, como si se dirigiese al cadalso-. Pero ¿cómo es posible que un imbécil como C. J. consiga un permiso de conducir, si Peg O'Rourke es demasiado torpe para aprobar el examen?

Harlen había esperado hasta que vieron la casa de Congden, con el gamberro apoyado en el vehículo que había elegido, y entonces murmuró, de manera que sólo Dale pudiese oírle:

– ¿Quién ha dicho que C. J. tiene permiso de conducir?

Era una carretera del Estado la que conducía a la autopista 150 A, a veinte kilómetros al sudeste, y no era apta para velocidades como aquella, ni siquiera cuando no tenía grandes baches ni parches cada seis metros. El Chevy negro avanzó zumbando hacia el valle del río Spoon y pareció que levitara al coronar la cima de la cuesta.

Dale sintió la fuerte sacudida de la suspensión, vio que Congden entrecerraba los ojos detrás del humo de su cigarrillo, luchando con el volante, y entonces también Dale entrecerró los ojos y miró entre los dedos al ocupar el coche la mayor parte de la carretera para esquivar algo, antes de descender a todo gas por la empinada pendiente. Si hubiese venido un vehículo en dirección contraria -acababan de pasar varios camiones hacia el noroeste-, todos habrían muerto. Dale decidió que, aunque la cosa acabase bien, iba a darle una paliza a Harlen cuando volviesen.

De pronto Congden empezó a reducir la marcha y detuvo el Chevy en el arcén, antes de cruzar el puente del río Spoon. Estaban solamente a un tercio del trayecto hasta Peoria.

– Baja -dijo Congden a Dale.

– ¿Por qué tengo que…?

Congden empujó violentamente a Dale, que se dio de cabeza contra el marco de la portezuela.

– ¡Fuera, caraculo!

Dale se apeó. Miró suplicante a Harlen, que iba en el asiento de atrás, pero el otro muchacho habría podido ser un desconocido a juzgar por el apoyo que le prestó. Harlen se encogió de hombros y observó la tapicería del asiento.

Congden hizo caso omiso de Harlen. Empujó de nuevo a Dale casi hasta la baranda del extremo del puente. La carretera era aquí elevada de modo que se hallaban casi a la altura de las copas de los achaparrados robles y de los sauces que crecían a lo largo de las riberas. Esto representaba al menos una altura de diez metros sobre el río.

Dale se echó atrás, sintiendo la baranda detrás de las piernas y apretando los puños, desesperado. Tenía mucho miedo.

– ¿Qué diablos…? -empezó a decir.

C. J. Congden se llevó una mano a la espalda y la sacó con una navaja de mango negro. Centelleó una hoja de veinte centímetros, reflejando la brillante luz del sol.

– Cierra el pico y dame el resto de la pasta.

– ¡Maldito seas! -dijo Dale, levantando los puños y sintiendo que todo su cuerpo palpitaba al fiero impulso de su corazón. «¿He dicho realmente esto?»

Congden se movió muy deprisa. Hacía tiempo que Dale había aprendido para su pesar que, al menos en lo tocante a los matones, el consejo de su padre era una estupidez. No eran cobardes, al menos según su propia experiencia. No se echaban atrás si uno les plantaba cara, y desde luego no se limitaban a fanfarronear. Al menos C. J. Congden y su compinche Archie Kreck no eran así: eran unos malditos hijos de puta a quienes les encantaba hacer daño.

Congden actuó rápidamente con este fin. Apartó a un lado los delgados brazos de Dale, lanzó a éste contra la baranda, de modo que casi cayó hacia atrás, y levantó la navaja hasta debajo de la barbilla de Dale. Éste sintió la sangre.

– ¡Imbécil! -silbó Congden, con sus dientes amarillos a pocos centímetros de la cara de Dale-. Sólo iba a quitarte tus miserables ahorros y dejar que volvieses a pie a tu casa. ¿Sabes lo que voy a hacer ahora, caraculo?

Dale no podía sacudir la cabeza; la hoja se habría hundido en la carne blanda de debajo del mentón. Pestañeó.

Congden sonrió ampliamente.

– ¿Ves aquella cosa de metal de allí? -dijo señalando con su mano libre hacia la torre de hierro ondulado que subía hasta una pasarela que sobresalía unos ocho metros en el lado derecho del puente-. Ahora, porque te has mostrado insolente, voy a llevarte a aquella pasarela y te colgaré boca abajo y te dejaré caer en el maldito río. ¿Qué te parece, imbécil?

A Dale no le parecía muy bien, pero la hoja se estaba hundiendo más y le pareció mejor no hacer comentarios. Podía sentir el olor a sudor y a cerveza de Congden y estaba seguro, por el tono del estúpido gamberro, que aquello era lo que se proponía hacer. Sin mover la cabeza, Dale miró hacia la torre y la pasarela… y su gran altura sobre el agua.

Congden bajó la navaja pero agarró a Dale por el cogote y le empujó hacia la calzada de la carretera, el puente y la pasarela. No se veía ningún coche. No había casas de campo cerca de allí. El plan de Dale era sencillo: si tenía oportunidad de echar a correr lo haría. Y si le llevaba hasta la pasarela, como era lo más probable, saltaría y empujaría al mismo tiempo al gamberro, de manera que cayesen los dos al agua. La altura era grande y el río Spoon no era muy profundo, ni siquiera en primavera, y mucho menos en los días más cálidos de julio; pero esto era lo que Dale pensaba hacer. Tal vez podría tratar de caer encima del granujiento imbécil, hundiéndole en el limo del río… Congden le empujó hacia la pasarela, sin soltarle. De alguna manera había conseguido coger el dinero de Dale y metérselo en el bolsillo. Llegaron a la pasarela. Congden sonrió y levantó el cuchillo, acercándolo al ojo izquierdo de Dale.

– Suéltalo -dijo Jim Harlen.

Se había apeado del coche pero sin acercarse. Su voz era tan tranquila como siempre.

– ¡Vete a la mierda! -Congden hizo una mueca-. Tú serás el siguiente, cabezota. No creas que no voy a…

Miró hacia Harlen y ahora se quedó inmóvil, con la navaja todavía en el aire.

Jim Harlen estaba plantado junto a la portezuela abierta de atrás, con su cabestrillo dándole el aire tan vulnerable de siempre. Pero la pistola de acero azul que empuñaba con la diestra no parecía tan inofensiva.


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