– Suéltale, C. J. -repitió.

Congden sólo le observó durante un segundo. Después hizo una presa con el antebrazo en el cuello de Dale, le hizo girar para colocarlo entre él y el arma y emplearlo como escudo, con la navaja levantada.

«También como en las películas», comentó una parte extrañamente aislada de la mente de Dale. «Este pobre idiota debe pensar que su vida es parte de alguna estúpida película.» Entonces, concentró toda su atención en respirar, a pesar de la fuerte presión sobre la tráquea.

Congden gritaba, salpicando de saliva la mejilla derecha de Dale.

– Harlen, imbécil, no podrías darle ni a un granero con ese trasto desde esta distancia, y mucho menos a mí, estúpido. Vamos, dispara. Vamos.

Movía a Dale como un escudo.

A Dale le hubiese gustado darle una patada en los huevos, o al menos en la espinilla, pero su posición no se lo permitía. El gamberro era tan alto que casi levantaba a Dale del suelo con su presa. Dale tenía que bailar sobre las puntas de los pies para que el otro no le estrangulase. Y para empeorar las cosas, estaba seguro de que Harlen iba a disparar… y de que le daría a él.

Pero Harlen miró el arma como si no se hubiese dado cuenta de que la empuñaba.

– ¿Quieres que dispare? -preguntó en tono inocente y curioso.

Congden estaba fuera de sí, de rabia y adrenalina.

– Adelante, maricón, hijo de puta, chupapollas, dispara ese cacharro…

Harlen se encogió de hombros, levantó la pistola de cañón corto, apuntó dentro del Chevy y apretó el gatillo. El estampido fue muy fuerte, incluso en un espacio abierto como el de aquel valle.

Congden perdió la cabeza.

Empujó a un lado a Dale, que se balanceó contra la baranda, y contempló el agua a diez metros debajo de él antes de agarrarse a una barra de acero y recobrar el equilibrio, y empezó a cruzar el puente, escupiendo saliva y obscenidades.

Harlen avanzó un paso, apuntó contra el parabrisas del Chevy y dijo:

– ¡Alto!

C. J. Congden se detuvo, con los clavos de acero de sus botas levantando chispas en el aire. Estaba todavía a diez pasos de Jim Harlen.

– Te mataré -dijo, a través de los dientes apretados-. Juro que te mataré.

– Tal vez sí -convino Harlen-, pero el coche de tu padre tendrá cinco agujeros antes de que lo hagas.

Apuntó al capó. Congden se echó atrás como si la pistola le estuviese apuntando a él.

– Eh, por favor, Jimmy, yo no… -dijo en un tono lastimero que era mucho más repugnante que su voz de loco matón.

– ¡Cállate! -dijo Harlen-. Dale, ven aquí, ¿quieres?

Dale salió de su ensimismamiento y fue adonde le decía, dando un amplio rodeo al petrificado Congden. Después se quedó detrás de Harlen, junto a la abierta portezuela de atrás.

– Arroja la navaja por encima de la baranda -dijo Harlen y, cuando el gamberro empezaba a hablar, añadió-: ¡Ahora mismo!

Congden tiró la navaja por encima de la baranda, hacia los árboles de la ribera.

Harlen indicó a Dale con la cabeza que se sentase en el asiento de atrás.

– ¿Por qué no arrancamos? -le dijo a Congden-. Nosotros iremos aquí atrás. Si haces alguna tontería, incluso superar el límite de velocidad, voy a hacer unos cuantos agujeros en la lujosa tapicería de tu papá, y tal vez añada incluso un nuevo detalle en el tablero de instrumentos.

Se acomodó con Dale y cerró la portezuela.

Congden ocupó el asiento del conductor. Trató de encender un cigarrillo, con la misma fanfarronería de antes, pero su mano y sus labios estaban temblando.

– Sabéis que esto significa que voy a mataros más pronto o más tarde -dijo, mirándoles por el espejo y con voz de nuevo agresiva, aunque ligeramente temblorosa-. Os esperaré a los dos, y cuando os pille…

Harlen levantó la pistola, apuntando precisamente al espejo retrovisor forrado de piel y del que pendía un dado.

– Cállate y conduce -dijo.

La puerta de la rectoría estaba abierta, y la señora McCafferty no estaba de guardia en el puente levadizo ni en el foso; Mike subió sin hacer ruido la escalera para ir a la habitación del padre C. El sonido de unas voces masculinas le hizo apretarse contra la pared y acercarse en silencio a la puerta abierta.

– Si la fiebre y los vómitos continúan -dijo la voz del doctor Staffney-, tendremos que ingresarlo en St. Francis y ponerle un gota a gota para evitar una grave deshidratación.

La voz de otro hombre, desconocida para Mike, pero que presumió que era del doctor Powell, dijo:

– No quisiera trasladarle a una distancia de sesenta y cinco kilómetros en este estado. Empecemos aquí el gota a gota y que le vigile el ama de llaves y la enfermera… Veamos si la fiebre cede o aparecen algunos síntomas secundarios antes de trasladarle.

Reinó el silencio durante un momento y después el doctor Staffney, dijo:

– Fíjate, Charles.

Mike miró por la rendija de la puerta precisamente cuando empezaba el ruido de los vómitos. El médico a quien Mike no conocía estaba sujetando una cuña -evidentemente, una tarea a la que no estaba acostumbrado-, mientras el padre C., con los ojos cerrados y la cara tan blanca como la almohada, vomitaba violentamente en el recipiente de metal.

– ¡Santo Dios! -exclamó el doctor Powell-. ¿Han tenido todos los vómitos esta consistencia?

Había repugnancia en la voz del hombre, pero también una curiosidad profesional.

Mike se agachó y acercó un ojo a la rendija. Pudo ver la cabeza del padre C. reclinada sobre la almohada, con el orinal de cama casi contra la mejilla. El vómito parecía llenar su boca y caer como melaza dentro de la cuña. Era menos líquido que una descarga parda sólida, una masa de partículas mucosas y parcialmente digeridas. La cuña estaba casi llena, y el cura no daba señales de acabar.

El doctor Staffney respondió a una pregunta del otro médico, pero Mike no oyó el comentario. Se había apartado de la rendija y estaba agachado contra la pared, luchando contra el mareo y las náuseas que le acometían.

– … y en todo caso, ¿dónde está la maldita ama de llaves? -decía el doctor Powell

– Ha ido a Oak Hill a buscar a la enfermera Billings -respondió la voz del doctor Staffney-. Tome, utilice esto.

Mike bajó la escalera de puntillas y se alegró de salir al aire libre, a pesar del terrible calor del día. El cielo había pasado del azul de la mañana al azul blanquecino del mediodía, y a un brillo metálico de media tarde. La fuerte luz del sol y el alto grado de humedad gravitaban sobre todo como mantas pesadas pero invisibles.

Las calles estaban desiertas cuando Mike pedaleaba por el centro del pueblo, evitando que pudiesen verlo desde los almacenes de Jensen y que su madre quisiese encargarle algo. Ahora tenía un encargo propio que cumplir.

Mink Harper era el borracho del pueblo. Mike le conocía como todos los chicos de la población. Mink se mostraba siempre amable y parlanchín con los chiquillos, ansioso de comunicar los pequeños hallazgos que había hecho en su interminable busca del «tesoro enterrado». Mink era un engorro para los mayores, a los que siempre pedía limosna, pero nunca molestaba a los pequeños con sus peticiones. Mink no tenía domicilio fijo: con frecuencia dormía en el quiosco de música del parque durante los días calurosos del verano, trasladándose a su cama al aire libre» de uno de los bancos del parque, cuando refrescaba por la noche. Mink tenía siempre un asiento reservado en el cine gratuito, y siempre estaba dispuesto a dejar que los muchachos se deslizasen en la fresca oscuridad de debajo del quiosco para observar con él el programa a través del roto enrejado.

En invierno se le veía menos; algunos decían que dormía en la fábrica de sebo abandonada o en el cobertizo de detrás del comercio de tractores de más allá del parque; otros decían que algunas familias bondadosas, como los Staffney o los Whittaker, le dejaban dormir en sus graneros e incluso entrar alguna vez en sus casas para comer algo caliente. Pero no era la comida lo que preocupaba a Mink; su objetivo era saber de dónde vendría la próxima botella. Los hombres de la Taberna de Carl con frecuencia le invitaban a una copa, aunque el dueño no le permitía beberla en el local; pero generalmente su amabilidad se trocaba en ruindad, haciéndole víctima de sus bromas.


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