Sonó un silbido grave delante de él y a su izquierda. Respondió con tres silbidos. Una mano le dio una palmada en el hombro al pasar él, y Mike vio de refilón la automática del 45 del padre de Kevin. Entonces encontró el atajo, la ligera curva del sendero, y se dejó caer entre las altas hierbas, sintiendo las zarzas pero haciendo caso omiso de ellas; silbó una vez, dejó pasar a Kevin y cubrió el sendero hacia el norte y hacia el sur durante otros cuarenta y cinco segundos, antes de deslizarse cuesta abajo, tratando de hacer el menor ruido posible sobre la suave marga y la gruesa alfombra de hojas secas.

Por un instante no pudo encontrar la abertura en la sólida masa de zarzas y arbustos, pero entonces su mano descubrió la entrada secreta y se arrastró sobre el vientre hasta dentro del sólido círculo del Campamento Tres.

Una pequeña linterna se encendió delante de su cara y se apagó. Los otros cuatro muchachos estaban murmurando ansiosamente, agudizadas las voces por la adrenalina, la euforia y el terror.

– Callad -ordenó Mike. Cogió la linterna de las manos de Kevin y resiguió el círculo de caras, murmurando al oído de cada uno:

– ¿Estás bien?

Todos estaban perfectamente. Los cinco, incluido Mike, se hallaban en buenas condiciones. No había nadie más.

– Desplegaos -dijo Mike, y los otros se movieron hacia los bordes del círculo, escuchando.

Kevin lo hizo hacia la izquierda de la única entrada, con su automática cargada y amartillada.

Mike roció el suelo y las ramas con agua bendita. No había visto las cosas que producían los agujeros, pero todavía quedaba mucha noche por delante.

Escucharon. En alguna parte ululó un búho. Había empezado de nuevo el coro de grillos y ranas, acallado durante un rato por los disparos, pero ligeramente amortiguado aquí, en mitad de la vertiente. A lo lejos, un coche o una camioneta pasó sobre las colinas por la Seis del condado.

Después de media hora de escuchar en silencio, los muchachos se apretujaron cerca de la entrada. El afán de charlar había pasado, pero ahora murmuraron por turnos, juntando las cabezas de manera que nadie habría podido oírles fuera del Campamento Tres.

– No podía creer que realmente lo hiciesen -jadeó Lawrence.

– ¿Visteis mi maldito zapato? -silbó Harlen-. Cortado justo por el borde de la camisa que había metido dentro de él.

– Todas nuestras cosas hechas pedazos -murmuró Kev-. Mi sombrero. Todo lo que había puesto en el saco de dormir.

Gradualmente Mike consiguió que cesaran en sus suaves exclamaciones y aterradas descripciones, y les pidió que informasen. Lo habían hecho todo de acuerdo con el plan. Dale pensaba que la espera de la noche había sido lo más duro, pasando frankfurts y cociendo melcocha como si estuviesen simplemente acampando. Después se habían metido en las tiendas, llenando sus sacos de dormir y saliendo uno a uno hacia las posiciones convenidas como trampa, más allá del campamento.

– Yo estaba tumbado sobre un maldito hormiguero -murmuró Harlen, y los otros se mondaron de risa hasta que Mike les ordenó que callasen.

Mike había dispuesto las posiciones de la emboscada de manera que no pudiesen disparar los unos contra los otros a través del campamento; todos debían hacerlo hacia el nordeste o el noroeste, pero Kevin confesó que, en su nerviosismo después de que los hombres hubiesen derribado la tienda, lo había hecho hacia la posición de Mike. Este se encogió de hombros, aunque ahora creyó recordar que algo había zumbado junto a su oído después de que el segundo hombre le hubiese arrojado el hacha.

– Bueno -murmuró, pasando un brazo sobre las espaldas de los otros para que se acercasen más-, ahora lo sabemos. Pero la cosa no ha terminado. No podemos marcharnos hasta que sea de día, y aún faltan horas para que amanezca. Ellos podrían conseguir refuerzos, y no todos éstos son humanos.

Dejó que lo comprendiesen bien. No quería asustarles hasta el punto de que no pudiesen actuar, sino sólo que estuviesen alerta.

– Pero no creo que esto suceda -murmuró, con la cabeza tocando la de Kevin y la de Dale. Eran como un equipo de fútbol al apiñarse-. Creo que les hicimos daño. Creo que esta noche ya no volverán. Por la mañana comprobaremos el campamento, recogeremos todo lo que podamos y saldremos pitando de aquí. ¿Quién trajo mantas?

Habían proyectado guardar cinco para el Campamento Tres, pero, por alguna razón, sólo tenían tres. Mike sacó una chaqueta de repuesto, nombró a dos muchachos para que montasen guardia durante la primera hora -Kev tenía un reloj de pulsera fosforescente-, se encargó él mismo del primer turno, junto con Dale, y dijo a los otros que se acostasen y que dejaran de charlar.

Pero él y Dale hablaron un poco en voz baja, agazapados Junto a la abertura de la sólida pared de altos arbustos.

– Realmente lo han hecho -murmuró Dale, haciéndose eco de lo que había dicho su hermano menor veinte minutos antes-. Realmente han tratado de matarnos.

Mike asintió con la cabeza, sin estar seguro de que el otro chico pudiese verle desde tres palmos de distancia.

– Sí. Ahora sabemos qué están tratando de hacer con nosotros. Lo mismo que le hicieron a Duane.

– ¿Porque se imaginan que lo sabemos todo?

– Tal vez no -respondió Mike-. Tal vez quieren matarnos a todos por principios generales. Pero ahora lo sabemos. Y podemos seguir adelante.

– Pero, ¿y si emplean… las otras cosas? -dijo Dale en voz baja.

Harlen u otro de los muchachos estaba roncando suavemente, con los calcetines blancos resplandeciendo al sobresalir de debajo de la manta.

Mike continuaba aferrado al frasco de agua bendita. Tenía el arma de Memo en la otra mano, cargada; sólo necesitaba quitar el seguro y echar atrás el percutor para poder disparar.

– Entonces también los pillaremos -dijo.

Su confianza no era tan grande como parecía.

– ¡Dios mío! -murmuró Dale, y sus palabras sonaron como una oración.

Mike asintió con la cabeza, se acercó más al otro y esperó a que amaneciese.

30

Poco después de que amaneciese, volvieron atrás en busca de cuerpos. Había sido una de las noches más largas que recordaba Dale Stewart. Al principio habían sido el terror, la excitación y la descarga de adrenalina; pero después de la primera guardia con Mike, cuando le tocó dormir, con varias horas por delante hasta la aurora, sólo quedó el terror. Era un terror profundo, morboso, un miedo a la oscuridad combinado con el ruido alarmante de alguien respirando debajo de la cama. Era el terror de los instrumentos de embalsamar y del cuchillo delante de los ojos, el terror de una mano fría en el cogote en una habitación a oscuras. Dale ya había conocido el miedo, el miedo de la carbonera y el sótano, el miedo del cañón negro del rifle de C. J. Congden apuntado contra él, el miedo terrible al cadáver en el agua del sótano de su casa…, pero este terror iba más allá del miedo. Dale tenía la impresión de que no podía confiar en nada. El suelo podía abrirse y tragarle porque había cosas debajo de él, otras cosas nocturnas, más allá del débil círculo de ramas que era su única protección. Los hombres con hachas podían estar esperando detrás de las ramas y las hojas, con los ojos muertos pero brillantes, sin que la respiración moviese su pecho, pero con un estertor de anticipación en la garganta.

Fue una noche muy larga.

Todos estaban despiertos cuando apuntó el resplandor gris entre el espeso ramaje. A las cinco y media, según el reloj de Kevin, hicieron sus bártulos y regresaron por el sendero, Mike a treinta pasos delante de los otros, indicándoles con señales de la mano que podían avanzar o deteniéndoles con un solo movimiento.

A cien metros del campamento se desplegaron, avanzando de frente, cada uno viendo a otros dos, mientras pasaban lentamente de árbol en árbol, de arbusto en arbusto, agachándose donde había hierbas altas. Por fin pudieron ver las tiendas, todavía derribadas -Dale casi había esperado encontrarlo todo indemne, con la violencia de la noche pasada reducida a una pesadilla compartida-, e incluso desde lejos pudieron ver la lona rasgada y las prendas de vestir desparramadas. Un hacha yacía ennegrecida y medio enterrada en la ceniza de la fogata. El zapato izquierdo de Harlen estaba cerca de ella.


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