Sacudió violentamente la cabeza, tratando de separar esta realidad de las imágenes de su sueño. Estaba muy cansado.

Los tres hombres se reunieron en el campamento. Estaban exactamente fuera de la luz del fuego, como sombras de largas piernas dentro de la sombra. Mike vio un resplandor de la luz de las estrellas y se dio cuenta de que el tercer personaje, el que estaba más lejos de él, llevaba también un hacha o algo largo y metálico. Rezó para que no fuese un rifle o una escopeta.

«No lo será. Ellos no quieren ruido».

Le temblaba la mano al extender ambos brazos sobre la roca plana, apuntando hacia las dos figuras, pero manteniendo los puntos de mira lo bastante altos para que los perdigones no pudiesen entrar en las bajas tiendas.

«Dispara. Dispara ahora.» No. Tenía que estar seguro. De esto dependía todo, tenía que estar seguro. «¿Y si esos hombres son agricultores y quieren talar algunos árboles? ¿A medianoche?» Mike no creyó ni por un instante que eso fuera posible. Pero no disparó. La idea de disparar un arma contra un ser humano le hacía temblar los brazos furiosamente. Los apoyó encima de la roca y apretó los dientes.

Los dos hombres que estaban a este lado de la fogata se movieron en silencio alrededor de las llamas moribundas. Las ascuas iluminaron solamente una ropa oscura y unas botas altas. Las caras de los hombres estaban ocultas debajo de las gorras caladas. No había ningún ruido ni movimiento en las tiendas. Mike podía ver todavía los bultos de los pies de Dale y de Lawrence en los sacos de dormir, la gorra de béisbol de Kev y los zapatos de Harlen. El hombre del lado más lejano del campamento se movió entre los árboles, acercándose más a la tienda de Kevin.

Mike sintió el impulso de dar una voz de alarma, de levantarse y gritar, de disparar al aire. Pero no hizo nada. Tenía que saber. Lamentó no haber escogido un puesto de observación más próximo al campamento, y no tener un rifle o una pistola de mayor alcance. Todo parecía equivocado, mal calculado…

Mike se esforzó en concentrarse. Los tres hombres estaban allí plantados, dos de ellos cerca de la tienda de Dale y de Lawrence, y el otro cerca de la de Kev y Harlen. No hablaban. Parecía que estuviesen esperando a que se despertasen los chicos dentro de las tiendas y se reuniesen con ellos. Mike se imaginó por un instante que esta escena permanecería igual durante toda la noche: las figuras silenciosas, las tiendas silenciosas, el fuego apagándose progresivamente hasta que no pudiese ver nada en absoluto.

De pronto los dos hombres que estaban más cerca dieron un paso al frente; las hachas rasgaron la lona de la tienda y descendieron sobre los sacos de dormir de debajo de aquélla. Una fracción de segundo más tarde, el tercer hombre descargó su hacha contra la gorra de Kevin.

La ferocidad del ataque fue tan súbita, tan imprevista, que Mike fue pillado completamente por sorpresa. Jadeó ruidosamente al serle cortado el aliento por la realidad de los acontecimientos.

Los dos hombres que estaban más cerca levantaron de nuevo las hachas y las descargaron una vez más. Mike oyó que las hojas cortaban la lona derribada, los sacos de dormir y su contenido y se clavaban en el suelo. Los individuos levantaron las hachas por tercera vez. Detrás de ellos, el hombre más bajo blandía furiosamente la suya, gruñendo en voz alta mientras lo hacía. Mike observó que uno de los zapatos de Harlen salía disparado y caía cerca del fuego. Un trozo de calcetín rojo, o de algo también rojo, estaba todavía pegado a aquél.

Los hombres jadeaban ahora, gruñendo, con sonidos animales. Las hachas se alzaron de nuevo.

Mike levantó el percutor, amartilló el arma y apretó el gatillo. El resplandor del fogonazo le cegó; el retroceso le hizo levantar las manos y los brazos hacia atrás, y a punto estuvo de que se le cayese el arma.

Se esforzó en recobrar el aliento, vio que los dos hombres se volvían ahora, brillándoles los ojos bajo la última luz, y buscó otro cartucho. Llevaba algunos en el bolsillo del pecho, debajo del suéter negro que se había puesto.

Se puso de rodillas, hurgando en el bolsillo del pantalón para sacar un proyectil. Abrió la recámara y trató de expulsar el cartucho gastado. Se quedó atascado. Sus uñas encontraron un reborde en el cilindro metálico y se quemó los dedos al tirar de él. Introdujo un segundo cartucho y cerró la recámara.

Uno de los hombres había saltado sobre el fuego y avanzaba en su dirección. El segundo se había quedado inmóvil, con el hacha todavía levantada. El tercero gruñó algo y siguió destrozando lo que quedaba de la tienda derribada y de los sacos rasgados de Kevin y Harlen.

El primer hombre corría hacia Mike desde este lado del fuego, con un fuerte golpeteo de sus botas. Mike levantó el arma, la amartilló y disparó. La detonación fue tremenda.

Se agachó, tiró el cartucho usado y cargó otro. Cuando se incorporó, el hombre había desaparecido, encogiéndose entre las hierbas o marchándose. Los otros dos parecían paralizados a la luz de la hoguera.

Entonces empezó el estruendo y la locura.

Brotaron llamas de la espesura a menos de diez metros al sur del campamento. Retumbó una escopeta. El tercer hombre pareció tirado hacia atrás por unos hilos invisibles; su hacha giró en el aire y cayó directamente sobre las llamas, y el hombre rodó entre las altas hierbas del claro. Una pistola -Mike reconoció una semiautomática del calibre 45 por la rapidez y la fuerza de los estampidos- disparó tres veces, se detuvo y disparó tres veces más. Otra pistola participó en aquella confusión, haciendo fuego con tanta rapidez como podía tirar del gatillo el invisible tirador. Se oyó el fuerte estampido de una 22, y luego de nuevo una escopeta.

El tercer hombre echó a correr en dirección a Mike.

Mike se levantó, esperó a que el personaje que corría estuviese a seis metros de él y disparó el arma de Memo contra los ojos brillantes del hombre.

La gorra o parte del cráneo de éste voló detrás de él El hombre arrojó el hacha en dirección a Mike y cayó al suelo, gateando y gimiendo entre las altas hierbas, deslizándose por el barranco hacia el nordeste, rompiendo retoños y enredaderas. Un gran insecto zumbó junto al oído de Mike, que se agachó en el instante en que el hacha se estrellaba contra la roca, con un surtidor de chispas, y salía rebotada hacia la izquierda.

Mike volvió a cargar el arma y la levantó, apretando con ambas manos la culata, tensos los brazos, respirando por la boca, y la amartilló y apoyó el dedo en el gatillo antes de darse cuenta de que el claro del bosque y el campamento estaban vacíos, salvo por las destrozadas y silenciosas tiendas y por el fuego moribundo. Recordó el plan.

– ¡Vamos! -gritó. Cargó con la mochila y echó a correr hacia el noroeste, entre el claro y el borde del barranco.

Sintió que se rompían las ramas al golpearlas con los hombros y la cabeza; sintió también que algo le producía un largo arañazo en una mejilla, y se encontró en el primer control: el tronco caído donde el sendero se deslizaba a lo largo de la parte más abrupta del barranco.

Se dejó caer detrás del tronco y levantó el arma.

Resonaron pisadas a su derecha.

Mike entrecerró los ojos y silbó una vez. El que corría le respondió con dos silbidos y pasó corriendo sin detenerse. Mike le dio una palmada en el hombro.

Otras dos formas, otros dos silbidos en respuesta. Las mochilas tintinearon cuando los muchachos pasaron corriendo. Mike les dio palmadas en los hombros. Otra forma apareció en la oscuridad. Mike silbó, no oyó respuesta y apuntó el arma de Memo contra la cintura del personaje que corría.

– ¡Soy yo! -jadeó Jim Harlen.

Mike sintió el cabestrillo bajo su mano al golpear a Harlen en el hombro y pasar corriendo el chico, con las Keds repicando en el sendero de tierra al pie de los bajos árboles.

Mike se agachó detrás del grueso tronco y esperó otro minuto, contando los segundos a la manera de los Boy Scouts, con el arma levantada. Fue un minuto muy largo. Entonces corrió por el sendero, encogido, con la mochila sobre el hombro izquierdo y la escopeta en la mano derecha, moviendo la cabeza de un lado a otro y confiando en su visión periférica. Tenía la impresión de haber corrido durante kilómetros, pero se dio cuenta de que sólo habían sido unos pocos cientos de metros.


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