No pensaba ir a la fiesta de cumpleaños de Michelle Staffney -la idea le parecía absurda después de los últimos días-, pero Dale vino a su encuentro y sugirió que les convenía estar juntos aquella noche.

– La fiesta terminará a las diez, cuando disparen los fuegos artificiales -dijo Dale-. Si quieres, podremos irnos a casa más temprano.

Mike asintió con la cabeza. Su madre y sus hermanas estarían levantadas hasta las diez como mínimo -a Peg le tocaba cuidar de Memo esta noche- y Mike no creía que ocurriese algo después de ponerse el sol. Hasta ahora, no había pasado nada. Tanto si era el Soldado como si era otra cosa lo que andaba por allí, prefería las altas horas de la noche.

– ¿Por qué no vienes? -dijo Dale-. Habrá mucha luz y mucha gente. Tenemos que divertirnos.

– ¿Y Lawrence? -preguntó Mike.

– Él no quiere ir a fiestas estúpidas de niñas. Además no le invitaron. Pero mi madre dejará que se quede levantado y jugará con él al Monopolio hasta que yo vuelva a casa.

– No podremos llevar nuestras armas a la fiesta -dijo Mike, dándose cuenta a pesar de su fatiga de lo extraño que sonaba esto

Dale sonrió.

– Harlen tendrá la suya. Nosotros se la pediremos si la necesitamos. Tenemos que hacer algo más que esperar hasta el domingo por la mañana.

Mike gruñó.

– Bueno, ¿vendrás? -dijo Dale.

– Ya veremos.

La fiesta de Michelle Staffney empezó a las siete de la tarde, pero al hacerse de noche, una hora y media más tarde, aún había padres que descargaban niños de sus vehículos. Como siempre, la vieja mansión y el jardín de Broad Avenue habían sido transformados en un escenario multicolor de cuento de hadas, en parte feria, en parte solar de coches usados y en parte puro caos: bombillas de colores y farolillos japoneses estaban colgados desde el largo porche de la entrada hasta los árboles, desde éstos hasta postes encima de las mesas cargadas de comida y de ponche; desde los postes hasta los árboles de detrás de la casa, y desde allí hasta el enorme granero del fondo de la finca. Los niños corrían de un lado a otro, a pesar de los esfuerzos de varios adultos para que se estuviesen quietos, y había grupos de chiquillos vocingleros en el jardín de atrás, jugando a Jarts, un juego al aire libre con dardos de punta acerada lo bastante afilados y pesados para partir el cráneo de un búfalo, por no hablar del de un niño. Otros se habían reunido en el patio lateral, donde los Staffney habían sacado una docena de Hula-Hoops de varios colores, resucitando, aunque fuese sólo por esta noche, el histerismo que había invadido el pueblo y la nación dos años antes. Más grupos gravitaban hasta una masa de gente cerca de la barbacoa, donde el doctor Staffney y dos ayudantes masculinos cocinaban y tendían frankfurts y hamburguesas a una interminable cantidad de manos y bocas, y donde mesas cubiertas con manteles de vinilo a cuadros rojos contenían golosinas, postres y bebidas, y de las que nunca se apartaban algunos de los chiquillos más hambrientos. Un tocadiscos funcionaba en el porche principal y muchas de las niñas se habían reunido allí, meciéndose en el columpio, balanceando las piernas en la baranda del porche, y en general riendo durante toda la velada. Los chicos jugaban al pillapilla, persiguiéndose entre la muchedumbre, siendo reprendidos de vez en cuando por el doctor o la señora Staffney, o uno de los ayudantes. A veces se cansaban, y entonces jugaban al escondite.

La primera docena de niños que habían llegado habían mostrado sumisamente las invitaciones, pero después de que llegasen cincuenta o sesenta, la fiesta de Michelle se había convertido en fiesta de niños de todo el condado, que atraía a hermanos de los condiscípulos de Michelle, a muchachos campesinos con quienes nunca había hablado, y a unos pocos chicos mayores que habían sido expulsados por los adultos, con un coro de protestas por parte de las niñas del porche. Incluso C. J. Congden y Archie Kreck pasaron con el Chevy del 57 zumbando y rugiendo, pero no se decidieron. De años antes, el doctor Staffney había llamado a la Patrulla de Tráfico para que echase a C. J. y a sus amigos.

Al anochecer, la fiesta estaba realmente en auge, con las niñas bailando, tratando de hacer los pasos de jitterburg que sus hermanos mayores y sus padres les habían enseñado; algunas pasaron al rock and roll, y unas pocas imitaron a Elvis, hasta que los adultos las hicieron detenerse. Unos pocos chicos atrevidos se habían incorporado al grupo del porche, riéndose de las niñas, empujándolas, pinchándolas, y en general, poniéndoles lo más posible las manos encima, pero sin bailar realmente con ellas.

Dale y Mike habían llegado juntos y habían sido de los primeros en hacer cola para conseguir bocadillos de salchicha. Dale se puso a comer uno mientras hacía girar un Hula-Hoop amarillo. Luego pasearon por el jardín, entre el bullicio y las risas. Estaban cansados. Los ojos de Mike parecían confusos y hundidos.

Harlen y Kevin se reunieron con ellos. Kev tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los gritos de los que jugaban a Jarts cuando uno había traspasado accidentalmente una sandía.

– Acabo de ver algo que hubiésemos debido tener la noche pasada -gritó.

Mike y Dale se acercaron más.

– ¿Qué es?

Habían convenido en no hablar de ciertas cosas cuando otros pudiesen oírles; pero con aquel bullicio, apenas si podían oírse ellos mismos.

– Venid -dijo Kev, llevándoles hacia el patio lateral.

Chuck Sperling y Digger Taylor estaban haciendo una demostración de walkie-talkie a dos pequeños pero arrobados grupos de chiquillos. Éstos reclamaban a gritos el privilegio de hablar los unos con los otros desde una distancia de veinte metros, y a pesar del ruido.

– ¿Son de verdad? -preguntó Mike.

– ¿Qué?

Mike se acercó más a la oreja izquierda de Kevin.

– ¿Son… de… verdad?

Kevin asintió con la cabeza, mientras bebía Coca cola. Sus padres no le permitían tomar bebidas sin alcohol en casa.

– Sí, son de verdad. El padre de Chuck los compró al por mayor.

– ¿Qué alcance tienen? -preguntó Dale, y tuvo que repetir la pregunta.

– Aproximadamente un kilómetro y medio, según Digger -dijo Kevin-. Por eso no necesitan permiso oficial. Parecen auténticos walkie-talkies.

– Sí -dijo Mike-, hubiésemos podido utilizarlos. Y todavía podemos. Quizá podamos conseguir un par antes del domingo.

Harlen se adelantó. Sonreía maliciosamente y tenía un aire extraño. Llevaba su mejor atuendo: pantalón de lana demasiado grueso para una noche como aquélla, camisa azul, corbata de lazo y un cabestrillo nuevo.

– Escuchad -dijo riendo Harlen-. Si queréis, yo os los puedo proporcionar.

Mike se acercó más a él y olió.

– Dios mío, Jim, ¿has estado bebiendo whisky o algo parecido?

Harlen se irguió, como si se sintiese ofendido, pero sin dejar de sonreír.

– Sólo un poco de reconstituyente -dijo, hablando despacio y con claridad-. Pero me has dado una idea, Mike, viejo amigo. ¿Qué os parece si tomásemos prestada una botella de Ripple?

Mike sacudió la cabeza.

– ¿Has traído… la otra cosa?

Harlen pareció desconcertado.

– ¿Otra cosa? ¿Qué otra cosa? ¿Quieres decir flores para nuestra anfitriona? ¿Mi cajita de cositas de goma… de aquellas cositas… para reunirme más tarde con la señorita S.?

Dale pasó por delante de Mike y golpeó el cabestrillo de Harlen con fuerza suficiente para hacer sonar la escayola.

– Esa cosa, idiota.

El chico abrió mucho los ojos, con expresión de inocencia.

– Ah, ¿esto?

Empezó a sacar a la luz la pistola del calibre 38.

Mike la empujó de nuevo entre el yeso y el cabestrillo.

– Estás borracho. Enseña esa cosa por ahí y el doctor S. te echará de la fiesta antes de que puedas ver a tu adorada.

Harlen se inclinó e hizo una graciosa reverencia.


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