– Como quieras, mi capitán. -Se irguió tan súbitamente que tuvo que separar los pies para conservar el equilibrio-. Bueno, ¿las quieres o no?

– Si quiero, ¿qué?

Mike había cruzado los brazos y miraba hacia la calle.

– Las radios -dijo, impaciente-. Si las quieres te las daré mañana. Di solamente una palabra.

– Dicha está -dijo Mike.

Harlen hizo una nueva reverencia y se confundió con la multitud, casi derribando a un niño de siete años que se disponía a lanzar un Jart.

Hacia las nueve, cuando Mike se disponía a marcharse solo a casa, si Dale y Kev no querían hacerlo aún, Michelle Staffney se acercó a él, que estaba terminando su tercer frankfurt.

– Hola, Mike

Mike dijo algo con la boca llena. Empujó el último trozo de bocadillo y probó de nuevo. No fue mucho más afortunado la segunda vez.

– No te he visto mucho últimamente -dijo la niña pelirroja-. Desde que no vamos a la misma clase.

– Quieres decir desde que me suspendieron -consiguió decir.

Había engullido casi todo lo que tenía en la boca sin atragantarse, pero no quería sonreír por miedo de que saliesen migajas de ella.

– Pues, sí -dijo Michelle con gazmoñería-. Echo en falta nuestras charlas.

– Sí -dijo Mike, sin tener la menor idea de a qué charlas se refería. Habían ido a la misma clase desde el primer curso hasta el cuarto (los padres de Mike no habían querido que fuese al jardín de infancia), pero no recordaba haber hablado con Michelle Staffney más de un par de veces en todos aquellos años, y las «charlas» se habían reducido a «¡Eh Michelle, devuélveme la pelota, ¿quieres?!» en el patio de recreo-. Sí -repitió.

– Ya sabes -dijo ella, acercándose más y casi murmurando-, aquellas conversaciones que solíamos tener sobre religión.

– Oh, sí -dijo Mike, engullendo lo que quedaba del bocadillo y deseando desesperadamente un refresco, un vaso de agua, algo líquido. Recordó que una vez había hablado con Michelle en el segundo curso, cuando estaban esperando turno en los columpios, sobre lo extraño que resultaba ser católico cuando la mayoría de los niños no lo eran-. Sí -dijo por cuarta vez, dándose cuenta de que la repetición podía resultar un poco aburrida.

Michelle estaba bonita esta noche, aunque fue «encantadora» la palabra que acudió a la mente de Mike. Llevaba un vestido de gasa verde parecido al de las bailarinas pero no tan corto, y sus largos cabellos rojos estaban sujetos hacia atrás con una cinta verde y un lazo también verde. Sus ojos eran muy verdes. Tenía las piernas muy largas. Mike advirtió que había cambiado en los últimos meses, posiblemente durante las seis semanas transcurridas desde el cierre del colegio. La parte superior de su vestido estaba… más llena. Las piernas eran diferentes, y también las caderas, y cuando levantó el brazo desnudo para sujetarse la cinta, Mike observó un delicadísimo punteado en la curva suave de la axila. ¿Se afeitaba eso como Peg y Mary? ¿Se afeitaba las piernas?

Mike se dio cuenta de que Michelle había dicho algo.

– Perdona, ¿qué…?

– Te he dicho que me gustaría hablar contigo un poco más tarde. De algo importante.

– Desde luego -dijo Mike-. ¿Cuándo?

Se había imaginado que tal vez en agosto.

– ¿Qué te parece dentro de media hora? ¿En el granero?

Michelle señaló hacia una gran construcción, con un gracioso ademán.

Mike se volvió, miró fijamente y asintió con la cabeza, como si nunca hubiese reparado en aquel granero.

– Sí -dijo desconcertado; pero Michelle se había ido ya para mezclarse con otros invitados. «Tal vez invita a todo el mundo a ir al granero.» Pero por alguna razón, Mike no lo creía.

Volvió hacia la barbacoa, borrada de su mente toda idea de marcharse temprano. Su madre y las chicas estaban levantadas esta noche, cuidando de Memo. Lamentó que Harlen no hubiese traído una botella de whisky o de vino o de otra cosa a la fiesta en vez de su estúpida pistola.

«¿Qué te parece dentro de media hora? ¿En el granero?» Las frases resonaban en su cabeza mientras probaba la entonación precisa, conectada con los movimientos exactos. Como la mayoría de los muchachos de Elm Haven, Mike se había encaprichado de Michelle Staffney para…, bueno, para siempre. Pero a diferencia de la mayoría de los otros chicos, y posiblemente porque había fallado en el examen, y por consiguiente, a su modo de ver, había sido borrado del pensamiento de ella, el capricho no se había convertido en una obsesión. Era fácil olvidarse de Michelle cuando se la veía sólo en el patio de recreo o de vez en cuando en la iglesia, o en el colegio, cuando ella comía un bocadillo de morcilla para almorzar.

Mike dudaba de que volviese a olvidarla pronto. «Pobre Harlen», pensó, compadeciendo a su amigo y su corbata de lazo. Y después: «¡Que se vaya a la porra!»

Mike no tenía reloj. La media hora siguiente se la pasó cerca de Kevin, levantando a veces la muñeca de su amigo para ver la hora sin necesidad de preguntársela. En una ocasión vio a Donna Lou Perry y a su amiga Sandy en uno de los grupos juveniles del jardín de delante, y sintió el impulso de acercarse y hablarle, de disculparse por la broma del campo de béisbol el mes pasado; pero Donna Lou reía y charlaba con sus amigos, y él sólo disponía de ocho minutos.

El granero estaba fuera de los límites de la fiesta, y aunque la puerta grande estaba cerrada con candado, había otra más pequeña a la sombra del alto roble que se erguía junto al camino de entrada. Mike la abrió y entró.

– ¿Michelle?

El lugar olía a madera vieja y a paja calentadas por el tórrido día. Mike iba a llamar otra vez cuando pensó que ella le había tomado el pelo: Michelle no había pretendido nunca hablar con él a solas; no había sido más que una broma como las que había gastado para burlarse del pobre y estúpido Harlen.

«Y ahora del pobre y estúpido Mike», pensó éste, volviéndose hacia la puerta.

– Aquí arriba -dijo la voz suave de Michelle Staffney.

De momento Mike no supo de dónde venía aquella voz; pero entonces la luz de las bombillas del exterior, aunque difusa por los polvorientos cristales, iluminó una escalera que se alzaba entre unos compartimientos vacíos y llevaba a lo que debía de ser un altillo. El techo del granero se perdía entre las sombras a unos diez metros de altura.

– Sube, tonto -dijo Michelle.

Mike subió, sintiendo el frasquito de agua bendita en el bolsillo: una operación de último momento para protegerse de cualquier eventualidad antes de salir de casa. «Hola, ¿es un frasco de agua bendita lo que llevas en el bolsillo, o simplemente te alegras de verme?»

El altillo lleno de paja estaba a oscuras, pero una luz suave brillaba a través de una puerta, en la pared del norte que separaba el viejo granero del nuevo garaje adosado a aquél. Mike se dio cuenta de que los Staffney habían añadido una pequeña habitación encima del garaje.

Michelle se asomó a la puerta y le sonrió. La luz coloreada que entraba por las ventanitas de los lados este y oeste de la pequeña habitación recortaba su silueta y creaba una aureola alrededor de sus cabellos rojos.

– Vamos, entra -dijo tímidamente, apartándose para dejarle entrar-. Este es mi lugar secreto.

– Hum -dijo Mike, pasando junto a ella, percibiendo más su cálida presencia que de la pequeña habitación de debajo del alero, con su mesa, su lámpara apagada y una serie de sillas muy pequeñas. Un viejo sofá estaba debajo de las tablas desnudas del alero-. Una especie de club, ¿eh? -dijo, y se sintió como un idiota.

Michelle sonrió y se acercó más a él.

– ¿Sabes por qué es especial este mes, Mikey?

«¿Mikey?»

– Porque es tu cumpleaños.

– Bueno, sí -dijo Michelle, acercándose otro paso. Mike pudo oler a jabón y a champú. La piel blanca de los brazos de la niña estaba ligeramente sonrosada por el resplandor de las bombillas de colores colgadas de las ramas en el exterior-. El doceavo cumpleaños de una chica es importante -dijo ella, casi en un murmullo-, pero hay cosas que le ocurren y que aún son más importantes; no sé si sabes lo que quiero decir.


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