– ¡Quietos, malditos perros! -dijo una voz quejumbrosa, surgiendo de aquella cara pálida y redonda.

La última palabra había sido pronunciada como «pegos».

– Cordie -dijo Mike, y bajó el arma.

Dale pudo ver ahora que los dientes y los cuerpos oscuros a ambos lados de Cordie pertenecían a dos perros muy grandes; uno de ellos un doberman y el otro un cruce de pastor alemán. Cordie los sujetaba con unas correas cortas que parecían de cuero sin curtir.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Mike, mirando todavía arriba y abajo en el callejón, más que a ella.

– ¿No podría yo preguntar lo mismo? -replicó Cordie Cooke.

Dale oyó la última palabra como «mizmo».

Mike hizo caso omiso de la pregunta que acababa de oír, si es que era una pregunta.

– ¿Has visto a alguien aquí? ¿A alguien… extraño?

Cordie emitió algo que parecía una risa y los dos perros la miraron rápidamente, lamiéndose el hocico, esperando a ver si debían sentirse felices con ella.

– Muchos tipos extraños andan por aquí de noche estos días. ¿Piensas en alguien en particular?

Mike se volvió, como si estuviese hablando a Dale y a Harlen tanto como a la muchacha.

– Yo estaba allá arriba -señaló con la pistola hacia la ventana encima de ellos- y vi algo al otro lado de la ventana. Alguien. Alguien muy… extraño.

Dale miró hacia el negro cristal y pensó: «,Con Michelle?» Sabía que la prioridad que daba a esta idea era una estupidez, pero de todos modos le dolía. Harlen se limitó a mirar con ceño la ventana y después a Mike, sin comprender. Dale se dio cuenta de que Harlen no había visto salir juntos de la sombra a Mike y Michelle.

– Acabo de llegar -dijo Cordie-. Yo, Belcebú y Lucifer hemos bajado a ver quién está en la fiesta de los mocosos este año.

Harlen se acercó más y miró a los perros.

– ¿Belcebú y Lucifer?

Los perros gruñeron y dieron unos pasos atrás.

– Pensaba que te habías trasladado -dijo Dale-. Pensaba que tu familia se había trasladado.

Estuvo a punto de decir «trazladado». El habla de Cordie era contagioso.

Aquel vestido que parecía un saco subió y bajó con lo que podía ser un encogimiento de hombros. Los grandes perros volvieron de nuevo la atención a su dueño… o a su dueña…, lo que fuese.

– Mi padre se largó -dijo Cordie con voz monótona-, No podía soportar aquellas malditas cosas nocturnas. Nunca sirvió para nada. Mi madre, los gemelos, mi hermana Maureen y su inútil amigo, Berk, se fueron a casa del primo Sook, en Oak Hill.

– ¿Y dónde vives tú? -preguntó Mike.

Cordie le miró fijamente, como extrañándose de que alguien pudiese pensar que era tan estúpida como para contestar a esa pregunta.

– En algún lugar seguro -dijo brevemente-. ¿Por qué me apuntabas con ese cacharro de Jimmy? ¿Creías que era una de esas cosas nocturnas?

– Cosas nocturnas -repitió Mike-. ¿Las has visto tú?

Cordie resopló de nuevo.

– ¿Por qué coño crees que abandonaron la casa mi padre, mi madre y mis hermanos? ¿Eh? Aquellas malditas cosas venían casi todas las noches, y a veces durante el día.

– ¿Tubby? -preguntó Dale con voz tensa.

«La pálida masa debajo del agua negra, los ojos abriéndose como los de un muñeco.»

– Tubby, aquel soldado, la vieja muerta y algunos otros. Había que verlos, aunque no quedaba mucho más que huesos y harapos.

Dale sacudió la cabeza. Había algo en la sencilla aceptación del loco rumbo de los acontecimientos por parte de Cordie que le daba ganas de reír entre dientes y a carcajadas, y de seguir riendo.

Mike levantó la mano izquierda, se detuvo cuando los perros se pusieron a gruñir y tocó a Cordie en el hombro. Ésta pareció sobresaltarse.

– Siento que no hayamos ido a verte -dijo él-. Hemos estado tratando de averiguar lo que pasa, corriendo de un lado a otro o luchando. Tendríamos que haber pensado en ti.

Cordie inclinó la cabeza, en actitud casi canina.

– ¿Pensar en mí? -Su voz era extraña-. ¿De qué diablos estás hablando, O'Rourke?

– ¿Dónde está tu escopeta? -preguntó Harlen.

Cordie resopló una vez más.

– Los perros son mejores que aquella vieja escopeta. La tengo, pero si aquellas cosas vienen de nuevo tras de mí, les soltaré los perros.

«Así.»

Mike había andado hacia el norte por el callejón, y ahora los otros le siguieron. Sus zapatos y las uñas de los perros crujían suavemente sobre la gravilla. Sonó una aclamación en el jardín de delante de los Staffney, pero pareció un ruido muy lejano.

– Entonces han tratado de pillarte también a ti, ¿no? -preguntó Mike.

Cordie escupió en la hierba oscura.

– Hace dos noches, Belcebú arrancó casi toda la mano izquierda a aquella cosa que había sido Tubby. Quería agarrarme.

– ¿Dónde? -preguntó Harlen. Estaba mirando por encima del hombro hacia los oscuros arbustos y el sombrío césped de ambos lados, moviendo la cabeza como un metrónomo.

Cordie no respondió.

– ¿Queréis ver algo que es más extraño que vuestro hombre de la ventana? -preguntó.

Dale creyó oír las palabras que se formaban en su mente: «No, aunque gracias de todos modos.» Pero no dijo nada. Harlen estaba demasiado ocupado mirando las sombras para poder hablar.

– ¿Dónde? -preguntó Mike.

– No está lejos. Aunque si tenéis que volver a la fiesta de la señorita Bragas de Seda, lo comprenderé.

«¿Y si no es Cordie?», pensó Dale. «¿Y si ellos la han pillado?» Pero parecía Cordie, hablaba como Cordie, olía como Cordie.

– ¿Dónde? -insistió Mike.

Se había detenido. Estaban a unos treinta metros del granero de los Staffney y todavía no habían llegado al único farol que había a lo largo de todo el callejón. Ladraban perros en muchos jardines, pero Belcebú y Lucifer hacían caso omiso de ellos, con un desdén majestuoso.

– En la vieja cooperativa del grano -dijo Cordie, después de una pausa.

Dale hizo una mueca. Los abandonados ascensores del grano estaban a menos de quinientos metros de donde se hallaban. Había que ir hasta Catton Road, cruzar la vía férrea y bajar luego por el viejo camino que había conectado el pueblo con la carretera del vertedero. Los montacargas habían sido abandonados desde que el ferrocarril de Monon había interrumpido el servicio a Elm Haven a principios de los años cincuenta.

– Yo no voy a ir allí -dijo Harlen-. Olvidadlo. No me convenceréis.

Miró por encima del hombro hacia un súbito ruido, al tirar un perro del tamaño de la cabeza de Belcebú de su correa para soltarse en uno de los patios de atrás.

– ¿Qué hay allí? -dijo Mike, guardando la pistola bajo el cinto de los tejanos.

Cordie iba a decir algo pero se interrumpió. Respiró hondo y profundamente.

– Tenéis que verlo -dijo al fin-. Yo no entiendo lo que significa, pero estoy segura de que no lo creeréis si no lo veis.

Mike miró hacia atrás, hacia el ruido de la fiesta de los Staffney.

– Necesitaremos una luz.

Cordie sacó una pesada linterna de cuatro pilas de un hondo bolsillo de su vestido. Al encenderla, un fuerte rayo iluminó las ramas a doce metros por encima de ellos. Después la apagó.

– Vamos allá -dijo Mike.

Dale los siguió a través de la luz amarilla proyectada por el farol, pero Harlen se quedó atrás.

– Yo no voy -dijo.

Mike se encogió de hombros.

– Bueno, pues vuelve. Ya te devolveré la pistola.

Y siguió andando, con Dale, Cordie y los dos perros.

Harlen corrió para alcanzarlos.

– ¡Nada de eso! Quiero que me la devuelvas esta noche.

Dale sospechó que no quería caminar a solas la media manzana que le separaba de la fiesta.

No había faroles en Catton Road cuando llegaron al final del callejón y pisaron la gravilla de la calzada. Los campos de maíz del norte susurraban bajo una débil brisa que llevaba su aroma nocturno hasta ellos. Las estrellas eran muy brillantes.

Con Cordie y los perros abriendo la marcha, torcieron al oeste hacia la vía del ferrocarril y la oscura línea de árboles que tenían delante.


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