Los cuerpos muertos pendían de ganchos.

Vista desde fuera, la puerta del viejo depósito de grano parecía cerrada con seguridad, con el pesado candado y la cadena en su sitio. Pero Cordie les había mostrado que la barra de metal que sostenía el candado podía ser desprendida con poco esfuerzo del marco de madera carcomido.

Los perros no quisieron entrar, gimieron, tiraron de las correas y pusieron los ojos en blanco.

– No les importa perseguir a los muertos que se mueven -dijo Cordie, atándolos a un puntal junto a la puerta-. Pero lo que hay ahí dentro no les gusta. No les gusta el olor.

A Dale tampoco le gustó. El ala principal del almacén tenía veinticinco o treinta metros de largo y tres pisos de alto, y el techo estaba cruzado por vigas transversales de madera y de hierro. De una de ellas pendían las criaturas muertas.

Cordie iluminó aquellas cosas con su linterna, mientras los muchachos se tapaban la nariz y la boca con las camisetas, avanzando despacio y abriendo y cerrando los ojos ante aquel hedor. El aire estaba lleno de moscas que zumbaban.

Cuando Dale vio por primera vez los cadáveres, la carne hecha jirones y los huesos mondos, creyó que eran humanos. Pero después reconoció un cordero, y después un becerro, con las patas de atrás atadas, colgado cabeza abajo, con el cuello arqueado de un modo inverosímil y con la boca abierta en una sonrisa obscena, y después otro cordero, y un perro grande, y un becerro más grande… Había al menos veinte cuerpos colgando sobre el largo canalón hecho con bidones partidos de doscientos litros de petróleo.

Cordie se acercó al ternero y apoyó una mano en el cuello casi cortado.

– ¿Os dais cuenta de lo que han hecho? Creo que los colgaron aquí antes de degollarlos -señaló-. La sangre corre hacia abajo, a lo largo del canalón, y pasa por aquel desagüe, de manera que pueden cargarla sin tener que llevarla en cubos al exterior.

– ¿Cargarla? -preguntó Dale, y entonces se dio cuenta de lo que había querido decir.

Alguien había empleado el canalón para transportar la sangre hasta la plataforma de carga, «¿para llevarla dónde?»

De pronto Dale se sintió aturdido y mareado por el hedor de la carne corrompida, el penetrante olor de la sangre y el fuerte zumbido de un millón de moscas. Se acercó tambaleándose a una ventana, forzó el viejo pestillo, levantó el cristal móvil y aspiró el aire fresco. Los árboles se apretaban oscuros en el exterior. Enmohecidos raíles reflejaban la luz de las estrellas.

– ¿Conocías este lugar? -preguntó Mike a Cordie.

Su voz tenía un tono extraño.

La muchacha se encogió de hombros e iluminó las vigas con la linterna.

– Hace unos pocos días. Una de esas cosas llamó la atención a mis perros la otra noche. Seguimos el rastro de sangre hasta aquí.

Harlen estaba tratando de utilizar la punta del cabestrillo como máscara. Su cara parecía muy pálida encima de la seda negra.

– ¿Sabías esto y no lo habías dicho a nadie?

Cordie volvió la luz de la linterna sobre Harlen.

– ¿A quién iba a decirlo? -dijo simplemente-. ¿Al viejo director de nuestro colegio? ¿Al estúpido de Barney? ¿O a nuestro juez de paz? Dime.

Harlen apartó la cara de la luz.

– Habría sido mejor que no decirlo a nadie.

Cordie echó a andar a lo largo de la hilera de cuerpos muertos, proyectando la fuerte luz de la linterna primero en las costillas y la carne y luego en el enmohecido y ensangrentado canalón. Bajo el resplandor de la linterna, la sangre parecía negra y espesa, como melaza. El canalón estaba tan lleno de moscas que daba la impresión de que el metal se movía.

– Os lo he dicho a vosotros, ¿no? -dijo Cordie-. Lo que me ha decidido a contarlo a alguien ha sido lo que he encontrado hoy.

Había llegado al final de la hilera de animales muertos, en la parte de atrás del almacén. Enfocó la linterna hacia arriba.

– ¡Dios mío! -exclamó Harlen, saltando hacia atrás.

Mike llevaba la pistola junto al costado desde que habían entrado. Ahora la levantó y avanzó.

El hombre que pendía de allí había sido colgado como los animales, con las piernas atadas con un alambre sujeto a un viejo gancho de hierro. A primera vista, su cuerpo era muy parecido a los del cordero y los becerros: desnudo, con las costillas sobresaliendo de la carne blanca, y el cuello cortado tan limpiamente que la cabeza estaba a punto de desprenderse. Dale pensó que el cuello parecía la boca de un gran tiburón blanco, con jirones de carne y cartílagos en vez de dientes. La parte de debajo del mentón del hombre estaba tan embadurnada que parecía como si alguien le hubiese arrojado varios cubos de pintura roja.

Cordie se subió al canalón, y sin dejar de enfocar el cadáver con la linterna agarró los cabellos y tiró hacia delante de la cabeza.

– ¡Dios mío! -exclamó Dale.

La pierna derecha le empezó a vibrar automáticamente y se llevó una mano al muslo para sujetarla.

– J. P. Congden -murmuró Mike-. Ya veo por qué no podías decirlo al juez de paz.

Cordie soltó la cabeza.

– Es nuevo -dijo-. Ayer no estaba aquí. Pero venid y mirad una cosa.

Los muchachos avanzaron arrastrando los pies; Harlen, sosteniendo el cabestrillo delante de la cara; Mike, sin bajar la pistola, y Dale sintiendo que le flaqueaban las piernas. Se alinearon delante del canalón como hombres sedientos en un bar.

– ¿Veis esto? -dijo Cordie, agarrando de nuevo a J. P. Congden por los pelos y tirando de él hasta que el cadáver quedó bajo la luz y el alambre chirrió encima de ellos-. ¿Lo veis?

El hombre tenía la boca abierta de par en par, como paralizada en mitad de un grito. Uno de los ojos les miraba ciegamente, pero el otro estaba casi cerrado. La cara se hallaba manchada de sangre coagulada de la herida del cuello. Pero había algo más.

Las sienes del que había sido juez de paz estaban salpicadas de pequeñas heridas y el cuero cabelludo colgaba a medias del cráneo, como si unos indios hubiesen empezado a cortárselo y después hubiesen desistido.

– También los hombros -dijo Cordie, hablando todavía con voz monótona pero vagamente interesada, como Dale imaginaba que debían de hablar el padre de Digger o un médico forense durante un embalsamamiento o una autopsia-. ¿Veis lo de los hombros?

Se veían orificios y cortes. Parecía que alguien le hubiese pinchado unas docenas de veces con una hoja afilada y perfectamente redonda, insuficiente para matarle pero en todo caso terrible.

Mike fue el primero en comprenderlo.

– Una escopeta de perdigones -dijo, mirando a los otros dos muchachos-. Le alcanzó el borde de la ráfaga.

Dale tardó un minuto en interpretarlo. Entonces recordó. «Uno de los hombres corriendo desde el campamento directamente hacia el sitio donde estaba escondido Mike. Después el estampido de la escopeta de éste. La gorra del hombre volando por los aires y él cayendo sobre la hierba.»

Dale volvió a sentirse mareado y se dirigió de nuevo a la ventana, apoyándose en el polvoriento antepecho para conservar el equilibrio. Pasaron moscas zumbando hacia el almacén.

Cordie soltó el cadáver.

– Me pregunté si su propia gente habría hecho esto o si alguien más estaba luchando contra esas cosas.

– Salgamos fuera -dijo Mike con voz súbitamente temblorosa-. Hablaremos.

Dale había estado mirando hacia los negros árboles, respirando hondo y dejando que sus ojos se adaptasen a la oscuridad, cuando de pronto estalló la noche con luz y ruido. Se apartó de la ventana y rodó sobre las toscas tablas.

Mike agarró la linterna de Cordie, la apagó e hincó una rodilla en el suelo, levantando la pistola. Harlen empezó a correr, tropezó con el canalón y casi cayó dentro de él, hundiendo el brazo ileso en la sangre coagulada. Un millón de moscas levantaron el vuelo.

La habitación quedó súbitamente iluminada por los estallidos de luz del exterior: primero un blanco de fósforo; después un rojo brillante, y luego un verde que hizo que los cuerpos muertos colgantes pareciesen cubiertos de un moho resplandeciente. La luz penetraba a través de los cristales polvorientos, seguida del ruido de las explosiones en el aire que se dejaban oír con más fuerza a través de la ventana que Dale había abierto. Sólo Cordie Cooke permaneció exactamente donde estaba, con la cara redonda levantada y los ojos entrecerrados para protegerlos de la luz. Fuera, los perros se volvían locos.


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