Llegó hasta los montones de desperdicios, neumáticos viejos, sofás reventados, Modelos T herrumbrosos y materias orgánicas en fermentación, y entonces giró a la izquierda y se detuvo en el borde de un hoyo de doce metros, en la parte del barranco que todavía no había sido llenada. Los muchachos se detuvieron a diez metros detrás de él, esperando que diese la vuelta y los atacase.

Pero no lo hizo. Las llamas habían envuelto ahora la cabina y la caja del camión; los listones de la parte de atrás eran franjas paralelas de fuego.

– Nada podría conservar la vida en ese infierno -murmuró Kevin, mirando boquiabierto.

Como si el conductor le hubiese oído, se abrió la portezuela de su lado y Karl Van Syke saltó al suelo, con el mono chamuscado y humeando, la cara manchada de hollín y de sudor, y los brazos enrojecidos. Sonreía, casi de oreja a oreja, empuñando un rifle de largo alcance.

Todos los muchachos miraron a su alrededor y levantaron los pies hacia los pedales de las bicis, pero el refugio más próximo, un campo de maíz a su izquierda, estaba a dieciocho o veinte metros de distancia. Y había casi cien metros hasta la entrada del vertedero y la orilla del bosque.

– ¡Todo el mundo al suelo! -gritó Mike, dejando caer la bicicleta delante de él y tratando de protegerse con los montones de tierra.

Los otros cuatro muchachos se tumbaron de bruces, arrastrándose hacia cualquier neumático podrido o bidón oxidado que pudiesen ofrecerles protección.

Harlen tenía su 38 en la mano, pero no disparó; la distancia era excesiva para la pistola de cañón corto.

Van Syke se apartó dos pasos del vehículo en llamas, levantó el rifle y apuntó cuidadosamente a la cara de Mike O'Rourke.

Durante aquella confusión, una pequeña figura, acompañada de dos perros, había subido al montón más alto de basura. Entonces soltó las correas y dijo «¡A por él!», con una voz sorprendentemente suave.

Van Syke miró a su izquierda en el momento en que el primer perro, el doberman llamado Belcebú, cubría los últimos seis metros de terreno. Hizo girar el rifle y disparó, pero el enorme y pardo animal había saltado ya, chocó contra el pecho del hombre y los dos fueron a parar dentro de la inflamada cabina del camión. Entonces se acercó Lucifer, gruñendo y saltando contra las piernas de Van Syke, que estaba pataleando.

Mike sacó el arma de Memo de la bolsa, vio que Kevin desprendía la 45 de su padre del cinturón, y los cinco muchachos corrieron hacia delante mientras Cordie bajaba del montón de basura.

Una pierna de Van Syke se enganchó en la ventanilla medio abierta de la portezuela y la cerró sobre él y el perro. Cordie y Mike seguían avanzando, pero en aquel instante se inflamó el depósito de gasolina de debajo del camión produciendo un hongo perfecto de llamas que se elevó veinticinco metros en el aire. Mike y la muchacha fueron levantados del suelo y arrojados lejos, y el pastor alemán llamado Lucifer fue a caer, chamuscado y gimiendo, a sus pies. Belcebú estaba todavía en la cabina; Dale y Lawrence agarraron a Mike y a Cordie y los arrastraron hacia atrás, observando cómo las dos oscuras sombras seguían debatiéndose en el torbellino de llamas anaranjadas.

Entonces cesó todo movimiento y ardió el camión, llenando el aire con el hedor a caucho fundido y a algo mucho peor.

Los seis chiquillos se quedaron a casi treinta metros de distancia, empujados atrás por el terrible calor, resguardándose los ojos húmedos y mirando fijamente. Una sirena sonó a través del bosque, en algún lugar próximo al elevador de grano. Otra sirena se dejó oír en la Dump Road.

Cordie estaba llorando mientras acariciaba al otro perro, que había perdido la mayor parte de su pelo.

– Encontrasteis mi escondite, ¿no? -dijo Cordie entre sollozos-. No podíais dejarme en paz, ¿verdad?

Harlen empezó a protestar, diciendo que no sabían que viviera en el maldito vertedero, pero Mike le impuso silencio, apoyando una mano en su pecho, y dijo:

– ¿Hay otro camino para salir de aquí? Tenemos que marcharnos antes de que lleguen los camiones de los bomberos.

Cordie señaló hacia el maíz.

– Si volvéis por la vía del tren, os verán; cruzad el campo de Meehans, y antes de un kilómetro llegaréis a Oak Hill Road, a unos cuatrocientos metros por encima de Grange Hall. Podéis seguirla hasta Hard Road.

Mike asintió con la cabeza imaginándose el mapa. Corrieron hacia la valla de alambre espinoso, arrojaron las bicis por encima de ella y empezaron a trepar.

– ¿No vienes con nosotros? -gritó Dale a Cordie. Las sirenas sonaban ahora más cerca. La muchacha del vestido holgado y sucio había subido al montón de basura, llevando su perrazo.

– No. Seguid vosotros. -Se volvió y escupió en dirección a la hoguera en que se había convertido el camión de recogida de animales muertos-. Al menos ese canalla ha muerto -añadió, y desapareció detrás del montón de desperdicios y neumáticos viejos.

Los muchachos metieron sus bicis en el campo de maíz en el momento en que el primer camión de los bomberos y su séquito de vehículos cruzaban la destrozada puerta.

No era fácil empujar las bicis durante casi un kilómetro de suelo blando, entre hileras de plantas de maíz de más de dos metros de altura y con una separación de poco más de un palmo; pero lo hicieron.

Cuando llegaron a Oak Hill Road y giraron hacia el sur, pedaleando y dejando atrás el viejo Old Grange Hall, donde Mike y Dale habían asistido en otros tiempos a las reuniones de los Boy Scouts, la nube de humo negro se elevaba todavía, alta y espesa, sobre el vertedero, hacia el nordeste.

34

El viernes, poco después de ponerse el sol, cuando Mike dormitaba en el sillón de la habitación de Memo, entró su hermana Margaret para decirle que había llegado el padre Cavanaugh.

Los muchachos habían pasado casi una hora en el largo camino desde el vertedero a casa. Se habían detenido en la de Harlen para remojarse con una manguera de jardín y empapar la ropa para quitarle el hedor a carne y caucho quemados. Mike tenía las cejas casi totalmente quemadas por la última explosión, pero se había encogido de hombros y había dicho que nada se podía hacer; sin embargo Harlen le había hecho entrar en la casa vacía y le había pintado otras cejas con el lápiz de su madre. Kevin había tratado de bromear sobre las dotes de maquillador de Jim, pero ninguno de ellos estaba para bromas.

Después de los primeros minutos de euforia por su triunfo en el vertedero, la realidad de los sucesos de la mañana les había afectado profundamente. Todos habían tenido escalofríos, incluso Lawrence, y Kevin se había metido dos veces entre los matorrales para vomitar, en el camino de vuelta al pueblo.

Los coches y camiones que salían todavía en dirección a la cooperativa de grano y al vertedero no aliviaban en modo alguno su tensión. Pero era, sobre todo, la impresión de las imágenes lo que continuaba estremeciéndoles durante la larga tarde: el hombre y el perro todavía debatiéndose, todavía moviéndose en la pira en que se había convertido la cabina del camión; los gritos de dolor del hombre y del animal, unos gritos entremezclados e indistinguibles, y el olor a carne quemada…

– No esperemos -dijo Harlen, con la cara pálida-. Esta tarde quemamos la maldita escuela.

– No podemos -dijo Kevin. Sus pecas se destacaban claramente en la súbita palidez de su semblante-. Los viernes, mi padre tiene el camión de la leche en la fábrica hasta después de las seis. Hacen inventario.

– Entonces, quemémosla esta noche -insistió Harlen.

Mike se estaba mirando al espejo de encima del fregadero de la cocina de Jim, tratando de arquear sus cejas pintadas.

– ¿Queréis realmente hacer eso cuando se haga de noche? -dijo.

Todos callaron.

– Entonces mañana -dijo Harlen-. Durante el día.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: