Kevin tenía la pistola del 45 de su padre sobre la mesa de la cocina y la limpiaba y engrasaba. Levantó la cabeza, sosteniendo el cargador vacío con una mano y un pequeño muelle con la otra.

– Mi padre estará haciendo su ruta hasta aproximadamente las cuatro. Pero después tengo que lavar el camión y ponerle gasolina.

Harlen dio un puñetazo sobre la mesa.

– Entonces, que se joda el camión de la leche. Empleemos esos cócteles cómo se llamen.

– Cócteles Molotov -dijo Mike desde el fregadero. Se volvió a los otros-. ¿Es que no sabéis lo gruesas que son las paredes de Old Central?

– Por lo menos tienen treinta centímetros -dijo Dale.

Estaba sentado sobre la mesa, demasiado cansado para levantar su vaso de Squirt. Sus mojados zapatos susurraban cuando movía los dedos de los pies.

– Pueden ser sesenta -dijo Mike-. Ese asqueroso edificio es como una fortaleza, con más ladrillos y piedra que madera. Con las ventanas cerradas con tablas, tendremos que entrar para arrojar los cócteles Molotov. ¿Queréis hacer esto, entrar incluso con luz de día?

Nadie respondió.

– Lo haremos el domingo por la mañana -dijo Mike, sentándose en el borde del tablero de la cocina de Harlen-. Cuando haya amanecido, pero antes de que empiece a venir gente a la ciudad para ir a la iglesia. Utilizaremos el camión cuba y las mangueras, tal como habíamos proyectado.

– Tendremos que esperar dos noches -dijo Lawrence para sí, pero dirigiéndose a todos ellos.

El día gris se había desvanecido en un pálido crepúsculo y el aire estaba cargado de humedad no despejada por el viento, cuando Mike se había adormilado en la habitación de Memo. Su padre estaba trabajando en su último turno de noche en el cementerio y su madre se había acostado, con una de sus jaquecas. Kathleen y Bonnie se habían bañado en la tina de cobre de la cocina y estaban arriba, preparándose para acostarse. Mary había salido para encontrarse con un chico, y Peggy estaba en la habitación de delante leyendo una revista cuando la llamada a la puerta sacó a Mike de su sueño.

Peg se apoyó en la jamba de la puerta, frunciendo el ceño.

– Mike, el padre Cavanaugh está aquí. Dice que tiene que hablar contigo, que es importante.

Mike acabó de despertarse, agarrándose a los brazos del sillón para no caerse. Memo tenía los ojos cerrados. Apenas podía distinguir la débil pulsación en la base del cuello de su abuela.

– ¿El padre Cavanaugh? -Durante un instante se halló tan desconcertado que casi creyó que todo había sido un sueño-. ¿El padre C.? -repitió, por fin del todo despierto-. ¿Ha… ha hablado contigo?

Peg hizo una mueca.

– Te he dicho lo que él me ha dicho.

Mike miró a su alrededor, presa de súbito pánico. El arma de Memo estaba a sus pies, en la bolsa, junto con una pistola de agua, dos de los cócteles Molotov que habían sobrado y pedazos de la Hostia cuidadosamente envueltos en un paño limpio. En el antepecho de la ventana había un frasco de agua bendita, junto a un pequeño joyero de Memo, que contenía otro trozo de hostia.

– No le habrás invitado a entrar… -empezó a decir Mike.

– Dijo que esperaría en el porche -le interrumpió su hermana-. Pero, ¿qué te pasa?

– El padre C. ha estado enfermo -dijo Mike, mirando hacia el patio y el campo del otro lado de la calle.

Era de noche; la última luz del crepúsculo se había desvanecido mientras dormía.

– ¿Y tienes miedo de contagiarte?

La voz de Peg sonó desdeñosa.

– ¿Qué aspecto tiene? -preguntó Mike, acercándose a la puerta del dormitorio.

Desde allí podía ver el cuarto de estar, donde había una lámpara encendida, pero no la puerta de tela metálica del porche principal. Nadie llamaba a aquella puerta, salvo los vendedores.

– ¿Qué aspecto? -Peggy se mordió una uña-. Me parece que está un poco pálido. La luz del porche está apagada y hay bastante oscuridad. Bueno, ¿quieres que le diga que mamá tiene una de sus jaquecas?

– No -dijo Mike, tirando bruscamente de su hermana para hacerla entrar en la habitación de Memo-. Quédate aquí. Cuida de Memo. No salgas a pesar de lo que oigas.

– Michael… -empezó a decir su hermana, levantando la voz.

– Hablo en serio -dijo Mike, en un tono que impedía toda discusión, incluso por parte de una hermana mayor-. No salgas hasta que yo vuelva. ¿Entendido?

Peg se estaba frotando un brazo.

– Sí, pero…

Mike se colocó la pistola en el cinto, por debajo de la camisa, y dejó la Hostia envuelta en el paño sobre la cama de Memo. Después, salió.

– Hola, Michael -dijo el padre Cavanaugh. Estaba sentado en el sillón de mimbre, en el extremo del porche. Extendió un brazo hacia el columpio-. Ven, siéntate.

Mike dejó que la puerta de tela metálica se cerrase detrás de él, pero no se acercó al columpio. Esto habría puesto al padre Cavanaugh entre él y la casa.

«¡No es el padre Cavanaugh!»

Pero parecía el padre C. Llevaba su chaqueta negra y el cuello de clérigo. La única luz era la de la lámpara, que se filtraba entre las cortinas; pero, aunque la cara del padre C. era pálida, casi macilenta, no había en ella señales de las cicatrices que había visto Mike la noche anterior. «Entonces estaba suspendido delante de la ventana del garaje de Michelle. Suspendido, ¿de qué?»

– ¡Creí que estaba enfermo! -dijo Mike con voz tensa.

– Ya no, Michael -dijo el sacerdote, sonriendo ligeramente-. Nunca he estado mejor.

Mike sintió que se le erizaba el pelo y se dio cuenta de que no era la voz del cura. Sonaba de manera parecida a la del verdadero padre C., pero al mismo tiempo no era normal, como si alguien hubiese metido una cinta magnetofónica con la voz del sacerdote en el estómago del hombre y sonase como a través de un altavoz en su garganta.

– Váyase -dijo Mike.

Dio gracias a todos los santos y a la Virgen de no haber dicho a Dale que se llevase el segundo walkie-talkie cuando Harlen se había querido quedar con el otro. Entonces había parecido lógico.

El padre Cavanaugh sacudió la cabeza.

– No, no hasta que hayamos hablado, Michael, hasta que hayamos llegado a algún acuerdo.

Mike apretó los labios y no dijo nada. Miró por encima del hombro al jardín de delante de la ventana de Memo; el rectángulo de luz amarilla se proyectaba allí sobre el césped vacío.

El padre Cavanaugh suspiró y se trasladó al columpio del porche, dando unas palmadas en el sillón de mimbre vacío.

– Vamos, Michael, siéntate. Tenemos que hablar.

– Hable -dijo Mike, colocándose de espaldas a la pared más próxima a la ventana iluminada.

El campo de maíz era como una pared negra en el otro lado de la calle. Podían verse unas cuantas luciérnagas en el jardín, detrás del columpio y del enrejado del porche.

El padre C. («¡no es el padre C.!») hizo un ademán con sus pálidas manos. Mike no había advertido nunca lo largos que eran los dedos del sacerdote.

– Muy bien, Michael, he venido a ofreceros a ti y a tus amiguitos, una… ¿cómo lo llamaremos? Una tregua.

– ¿Qué clase de tregua? -dijo Mike.

Tenía la impresión de que habían dado a su lengua una inyección de novocaína.

Estaba tan oscuro que el negro atuendo del sacerdote se confundía con la noche, y sólo sus manos, su cara y el círculo blanco del cuello clerical reflejaban la luz.

– Una tregua gracias a la cual podrás seguir viviendo -dijo, lisa y llanamente-. Tal vez.

Mike emitió un sonido que pretendía ser de risa.

– ¿Por qué tendríamos que firmar una tregua? Ya ha visto lo que le ha ocurrido hoy a su amigo Van Syke.

El hombre que estaba en el columpio abrió la boca y soltó una carcajada, si se puede llamar carcajada a un sonido parecido a un repiqueteo de piedras dentro de una vieja calabaza.

– Michael -dijo suavemente-, vuestras acciones de hoy no tienen la menor importancia. De todos modos nuestro amigo, como tú lo llamas, tenía que ser…, bueno…, retirado esta noche.


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