– ¿Le dijo de qué quería hablar contigo?

– No, señor. Creo que no. Tendrá que preguntárselo a ella.

– Hum -dijo el sheriff, mirando una libretita de hojas cambiables que hizo pensar a Mike en las de Duane-. Dime otra vez de qué te habló.

– Bueno, ya le he dicho antes que no pude entender realmente lo que decía. Fue como cuando una persona habla teniendo mucha fiebre. Había palabras y frases que parecían tener sentido, pero todas juntas no lo tenían.

– Dime algunas de esas palabras, hijo mío.

Mike se mordió el labio. Duane McBride les había dicho una vez, a Dale y a él, que la mayoría de los delincuentes daban al traste con sus mentiras y coartadas porque hablaban demasiado, necesitaban bordar los hechos. Los inocentes, decía Duane, solían ser mucho menos locuaces. Mike había buscado en el diccionario de su casa la palabra «locuaz», después de aquella conversación.

– Bueno, señor -dijo lentamente Mike-, sé que empleó varias veces la palabra pecado. Dijo que todos pecábamos y teníamos que ser castigados. Pero tuve la impresión de que no se refería realmente a nosotros, sino a la gente en general.

El sheriff asintió con la cabeza y tomó una nota.

– ¿Y fue entonces cuando empezó a gritar?

– Sí, señor. Aproximadamente entonces.

– Pero tu hermana dice que oyó las voces de los dos. Si no entendías lo que decía el padre, ¿de qué hablabais?

Mike resistió el impulso de enjugarse el sudor de su labio superior.

– Creo que le pregunté si se encontraba bien. Quiero decir que la última vez que había visto al padre C. había sido el martes, cuando la señora McCafferty me dejó entrar en su habitación. Entonces estaba realmente muy enfermo.

– ¿Y te dijo él que estaba bien?

– No, señor; sólo empezó a gritar diciendo que el Día del Juicio estaba próximo…, esto fue lo que dijo, señor: próximo.

– Y entonces salió corriendo del porche y empezó a forzar la ventana de tu abuela

– dijo el sheriff, comprobando sus notas-. ¿Es así?

– Sí, señor.

El sheriff se rascó despacio la mejilla, visiblemente insatisfecho por algo.

– ¿Y qué me dices de su cara, hijo?

– ¿Su cara, señor?

Era una pregunta nueva.

– Sí. ¿Era… extraña? ¿Estaba lesionada o deformada?

«No, si uno no considera una deformación que la cara se convierta en una especie de hocico de lamprea», pensó Mike. Pero dijo:

– No, señor. Creo que no. Estaba pálido, pero había mucha oscuridad.

– ¿No viste alguna cicatriz o lesión?

– ¿Qué es una lesión, señor?

– Un arañazo profundo. O una llaga abierta.

– No, señor.

El sheriff suspiró y metió la mano dentro de una pequeña bolsa de deporte.

– ¿Es tuyo esto, hijo?

Sacó la pistola de agua.

La primera intención de Mike fue negarlo.

– Sí, señor -dijo.

El sheriff asintió con la cabeza.

– Tu hermana dijo que lo era. ¿No eres un poco mayor para jugar con pistolas de agua?

Mike se encogió de hombros y pareció confuso.

– ¿La tenías en el porche la noche pasada cuando os visitó el padre Cavanaugh?

– No -dijo Mike.

– ¿Estás seguro?

– Sí, señor.

– La encontramos debajo de la ventana -dijo el sheriff. Se echó el sombrero atrás y sonrió por primera vez durante la entrevista-. Esto demuestra lo paranoico que me vuelvo con los años… Hice que el laboratorio de la policía de Oak Hill analizase el contenido. Agua. Sólo agua. – Mike devolvió la sonrisa al hombretón.

– Toma, hijo. Te devuelvo tu juguete. ¿Puedes decirme algo más que me sea útil? Por ejemplo, ¿de dónde salió esto?

Levantó el sombrero de campaña del Soldado.

– No, señor. Tal vez estaba entre los arbustos. El padre C. lo tenía puesto cuando arrancó la tela metálica.

– ¿Y es el mismo sombrero que viste cuando informaste de un soldado curioso hace unas semanas?

– Supongo que sí, señor. No lo sé.

– Pero, ¿es la misma clase de sombrero?

– Sí, señor.

– Pero no reconociste a aquel soldado como tu sacerdote las otras veces que lo viste en el jardín, ¿verdad?

El sheriff observó atentamente a Mike.

Este reflexionó un momento, como había hecho las dos últimas veces que el sheriff se lo había preguntado.

– No, señor -dijo al fin-. Antes habría dicho que no era el padre Cavanaugh… Parecía más bajo la primera vez que lo vi, pero estaba oscuro y yo miraba a través de las cortinas. -Hizo un ademán confuso-. Lo siento, señor.

El hombre alto se levantó del sofá donde estaba sentado, tocó a Mike en el hombro con una de sus manazas y dijo:

– Está bien, hijo. Gracias por tu ayuda. Lamento que tuvieses que ver aquello la noche pasada. Tal vez nunca sabremos lo que le ocurrió a aquel caballero, a tu padre Cavanaugh, quiero decir, pero dudo de que pretendiese hacer lo que hizo. Fuese por la fiebre de que hablan sus médicos o por otra causa, no creo que el caballero estuviese en sus cabales.

– Tampoco yo, señor -dijo Mike, acompañando al sheriff a la puerta.

Sus padres estaban esperando en el porche. Los tres saludaron con la mano al alejarse lentamente el coche del sheriff por la Primera Avenida.

– Hagámoslo esta tarde -dijo Harlen en la casa del árbol, una hora más tarde.

Todos estaban allí, salvo Cordie Cooke. Harlen y Dale habían ido al vertedero a buscarla inmediatamente después del desayuno, pero no habían encontrado rastro de ella, salvo unas mantas raídas en un destartalado cobertizo próximo al terraplén del ferrocarril.

Mike suspiró, demasiado cansado para discutir.

– Ya hemos hablado de esto, Jim -dijo Dale.

Kevin estaba hojeando una historieta de Scrooge McDuck, algo referente a la busca de oro de los vikingos a juzgar por la cubierta, pero la dejó y dijo:

– Esperaremos hasta mañana. No voy a robar el camión de mi padre delante de sus narices. Tengo que convencerle de que lo cogió otra persona y roció de gasolina Old Central.

Harlen resopló.

– ¿Quién? Todos los sospechosos aparecen muertos. Ésta será la semana más endiablada de la historia de Elm Haven, y alguien se imaginará, más pronto o más tarde, que hemos tenido algo que ver con ello…

– No, si mantienes cerrada la bocaza -dijo Dale.

– ¿Quién me la va a cerrar, Stewart? -se burló Harlen.

Los dos muchachos se abalanzaron el uno contra el otro, pero Mike los separó.

– Calmaos. -Tenía la voz muy fatigada-. Una cosa es segura: no vamos a dormir separados esta noche y dejar que esas cosas nos sorprendan de uno en uno.

– Está bien -dijo Harlen, apoyándose de espaldas en una gruesa rama-. Estaremos todos juntos para que puedan pillarnos de una vez.

Mike sacudió la cabeza.

– Dos equipos. Mis padres han dicho ya que podía quedarme con Dale y Lawrence esta noche. Creen que sólo quiero estar fuera de casa, por lo de la noche pasada.

Los chicos no dijeron nada.

– Harlen, ¿tú podrías pasar la noche en casa de Kev?

– Sí.

– Bien, así podremos estar en contacto toda la noche con los walkie-talkies.

Dale arrancó una hoja de una rama y empezó a partirla en trozos cada vez más pequeños.

– Me parece bien. Entonces cargaremos la cuba de gasolina por la mañana y rociaremos el colegio. Exactamente después de que amanezca.

Mike se volvió a Kevin.

– Grumbacher, ¿estás seguro de que podrás conducirlo?

Kev arqueó una ceja.

– Ya os dije que podía.

– Sí, pero no queremos tener sorpresas mañana por la mañana.

– No habrá ninguna sorpresa -dijo Kevin-. Mi padre me deja conducir de vez en cuando por caminos vecinales. Sé cambiar de marcha. Puedo alcanzar los pedales. Puedo llevar el camión hasta el patio del colegio.

– Pero hazlo sin ruido -dijo Dale-. No queremos que tus padres se despierten.

Kevin alzó y bajó lentamente el mentón.

– Su dormitorio está en el sótano, y tienen puesto el acondicionador de aire. Esto nos ayudará.


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