– Mike, ¿qué…? -dijo su madre a pesar del dolor, pestañeando para ver con claridad, precisamente en el momento en que unos faros iluminaron la figura que salía de debajo del tilo.

Los coches apenas redujeron la marcha cuando entraron en el pueblo por la Primera Avenida, a pesar del rótulo emplazado a treinta metros calle arriba y que fijaba en cincuenta kilómetros el límite de velocidad. La mayoría de los coches continuaron a setenta u ochenta

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El sábado dieciséis de julio fue uno de esos días tan oscuros que pueden producirse en Illinois en pleno verano. En Oak Hill, donde los faroles estaban controlados por sensores fotoeléctricos, las luces se apagaron a las cinco y media de la mañana y volvieron a encenderse a las siete y cuarto. Las negras nubes parecían cernirse sobre las copas de los árboles y quedar colgando allí. En Elm Haven los pocos faroles eran encendidos y apagados por un viejo reloj eléctrico situado en un anexo contiguo al banco, y nadie pensó en corregirlo cuando el día se fue oscureciendo cada vez más en vez de aclararse.

El señor Meyers abrió su mercería de Main Street exactamente a las nueve de la mañana y se sorprendió al ver a cuatro muchachos -los chicos Stewart, el hijo de Ken Grumbacher y otro muchacho con el brazo en cabestrillo- esperando para comprar pistolas de agua. Tres cada uno. Los muchachos deliberaron durante varios minutos, eligiendo las pistolas más seguras y las que tenían más grandes los depósitos de agua. Al señor Meyers le pareció extraño…, pero pensó que la mayoría de las cosas eran extrañas en aquel nuevo mundo de 1960. Todo tenía más sentido cuando había inaugurado la tienda en los años veinte, en que pasaba el tren todos los días y la gente sabía comportarse como seres humanos civilizados.

Los chicos se marcharon a las nueve y media, llevando las pistolas de agua recién compradas en bolsas, y se alejaron sin despedirse. El señor Meyers les gritó que no debían dejar sus bicicletas en la acera, ya que esto era molesto para los transeúntes y contrario a las ordenanzas de la ciudad; pero los chicos se habían perdido ya de vista en Broad Avenue.

El señor Meyers volvió a su tarea de hacer inventario de los artículos polvorientos de los altos y viejos estantes, mirando de tanto en tanto a través de la calle y encima del parque, y frunciendo el ceño a las oscuras nubes. Cuando fue a tomar café en el Parkside una hora más tarde, unos cuantos viejos estaban hablando de tornados.

Mike fue interrogado varias veces el sábado: por Barney, por el sheriff del condado e incluso por la Patrulla de Carreteras, que envió dos agentes en un largo coche marrón.

El alumno de sexto trató de imaginarse el rompecabezas que el sheriff y Barney estaban tratando de resolver: Duane McBride y su tío muertos en misteriosas circunstancias; la señora Moon fallecida por causas naturales, pero con todos sus preciosos gatos sacrificados; el cuerpo del juez de paz encontrado casi carbonizado en el elevador de grano, y con el cuello cortado según el forense del condado, y el cuerpo del amigo de Congden, Karl Van Syke, completamente quemado pero identificado por su diente de oro, sacado de la cabina del incendiado camión de recogida de animales muertos, que era suyo y de Congden. El cuerpo de un perro sin identificar fue descubierto también en el camión.

En el pueblo circulaban rumores sobre móviles de asesinato; Congden y Van Syke compartiendo las ganancias mal adquiridas, fruto de las diversas tropelías del juez de paz; una disputa entre dos delincuentes, un asesinato brutal y después un accidente con la gasolina que al parecer Van Syke había utilizado para rociar el elevador antes de prenderle fuego; la huida del hombre, que no quiso abandonar el camión incendiado por miedo a ser descubierto en el lugar del crimen; la explosión del depósito de gasolina…

El sábado al mediodía, los habitantes del pueblo lo habían explicado todo, salvo lo del perro muerto. Van Syke aborrecía los perros, no permitía que se le acercasen y menos que subiesen a su camión. Entonces la señora Whittaker, en el Salón de Belleza de Betty, de Church Street sacó la conclusión evidente: el gran perro guardián de J. P. Congden había desaparecido hacía unas semanas. Sin duda había sido robado o secuestrado por el malvado Karl Van Syke, y la disputa por el perro era uno de los motivos que había conducido al horrible asesinato.

Hacía decenios que no se había producido un verdadero asesinato en Elm Haven. Los vecinos estaban impresionados y encantados sobre todo encantados, porque al fin se había descubierto al auténtico culpable de la matanza de los gatos de la señora Moon.

Menos segura era la relación que guardaba con esto la muerte accidental del padre Cavanaugh. La señora McCafferty dijo a la señora Somerset, que a su vez lo dijo a la señora Sperling, que el sacerdote había sido siempre un poco inestable, tomando a broma su propia vocación e incluso llamando «Papamóvil» al vehículo de la diócesis prestado por Oak Hill, según decía la señora Meehan, que ayudaba en todas las funciones de la iglesia. La señora Maher, de la Asociación de Damas Luteranas, dijo a la señora Meehan, en el Bazar Metodista, que el padre Cavanaugh tenía antecedentes de locura en su familia; era escocés-irlandés y todo el mundo sabía lo que significaba esto, y también era de dominio público que el joven sacerdote había sido trasladado de una diócesis importante de Chicago, como castigo por algo extraño que había realizado allí. Ahora todos sabían cuáles eran algunas de sus acciones extrañas: ser un mirón, tratar de irrumpir en casas particulares, y probablemente matar gatos como una especie de oscuro rito católico. La señora Whittaker dijo a la señora Staffney, que lo confirmó con la señora Taylor, que los católicos empleaban gatos muertos en ciertos ritos secretos. La señora Taylor dijo que su marido le había dicho que la cara del joven sacerdote había sido «aplastada y despellejada» por el radiador de la furgoneta del señor McBride. El señor Taylor había declarado que el padre Cavanaugh era «tal vez el muerto más horrible» que había tenido el solemne deber de preparar. El obispo de la archidiócesis telefoneó el domingo por la mañana, temprano, desde la iglesia de Santa María, en Peoria, y dijo al señor Taylor que sólo preparase el cuerpo para ser enviado el lunes a Chicago, donde la familia se haría cargo de él. El señor Taylor asintió, pero en todo caso añadió cosmética a su factura, ya que «la familia no puede verle así…, es como si algo hubiese explotado de su cara hacia fuera». Fueron también palabras del señor Taylor, según dijo la señora Taylor a la señora Whittaker.

En cualquier caso, la gente estaba segura de que el misterio se había resuelto. El señor Van Syke, en quien nadie de la ciudad había confiado mucho, había asesinado al juez de paz Congden por cuestión de dinero o de un perro. El pobre padre Cavanaugh, a quien resultó que todos los protestantes y no pocos católicos nunca habían considerado como muy cuerdo, había perdido la cabeza a causa de una fiebre congénita y había tratado de atacar a su monaguillo Michael O'Rourke, antes de lanzarse de cabeza contra una furgoneta.

Los vecinos parloteaban y las líneas telefónicas zumbaban -Jenny, la telefonista, no había contado tantas llamadas de Elm Haven desde la inundación de 1949-, y todo el mundo disfrutaba resolviendo enigmas, sin dejar de observar las negras nubes que seguían acumulándose sobre los campos de maíz del sur y del oeste.

El sheriff no estaba muy convencido de que todo se hubiese resuelto. Después de la comida celebró la tercera entrevista con Mike desde la noche anterior.

– ¿Y habló el padre Cavanaugh con tu hermana?

– Sí, señor. Ella me dijo que el padre C. quería hablar conmigo, que era importante.

Mike sabía que el sheriff había hablado dos veces con Peg.


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