Hizo una seña a Tyler con la cabeza, y éste puso la película de dibujos y encendió la lámpara del proyector. Hubo una salva de aplausos no muy entusiastas por parte de las pocas personas sentadas en los bancos o sobre mantas. Tom y Jerry empezaron a perseguirse alrededor de una casa pintada de colores primarios, mientras el señor Ashley-Montague fumaba otro cigarrillo y observaba el cielo al sur de la ciudad.

– ¿Crees que tendremos un tornado? -dijo Dale.

Estaban de pie en el porche de su casa y miraban hacia la Segunda Avenida. Pocos coches pasaban por Hard Road, y los que lo hacían tenían las luces encendidas y circulaban despacio.

– No lo sé -dijo Mike.

Todos habían visto algún tornado con anterioridad; eran la plaga del Medio Oeste y el fenómeno atmosférico que más temían sus padres, pero aquellas nubes negras del sur parecían haberse estado acumulando durante días. Daba la impresión de que el cielo era la forma negativa del cielo diurno, con los árboles y los tejados iluminados por la última luz amarilla del crepúsculo, mientras la bóveda celeste era como la boca de un negro abismo. Un débil resplandor de luz verde a lo largo del horizonte de maizales era como de relámpagos, pero no eran realmente tales, no eran rayos visibles sino sólo una ocasional fosforescencia verde y blanca que hacía que los viejos hablasen en las tiendas de rayos en cadena, rayos esféricos y otros fenómenos de los que nada sabían.

Mike levantó el walkie-talkie y pulsó el botón de transmisión. Oyó dos chasquidos, que era la señal convenida para indicar que Kevin estaba a la escucha.

– ¿Puedes hablar? -preguntó Mike en voz baja, sin preocuparse de claves ni de señales de llamada.

– Sí -respondió la voz de Kevin. Aunque el otro muchacho estaba a menos de treinta metros, en la casa contigua, la transmisión era interrumpida por silbidos y parásitos. Era como si la atmósfera estuviese hirviendo en algún plano invisible.

– Vamos a entrar y acostarnos -dijo Mike-. A menos de que queráis ir al cine gratuito.

– ¡Ja, ja! -dijo la voz de Harlen, y Mike se imaginó al chico agarrando la radio.

– ¿Os estáis dando un banquete ahí? -preguntó Dale, acercándose al walkie-talkie de Mike.

– Muy gracioso -dijo Harlen-. Estamos viendo la tele de Grumbelly en el sótano. Los hombres malos acaban de secuestrar a la señorita Kitty.

Dale sonrió.

– A la señorita Kitty la secuestran cada semana. Creo que Matt debería dejar que se quedaran con ella.

Volvió la voz de Kevin, grave y tensa.

– Tengo la llave para mañana por la mañana.

Mike suspiró.

– Recibido. Que tengáis sueños agradables esta noche…, pero aseguraos de que tenéis pilas nuevas y dejad la línea abierta.

– Recibido -fue la lacónica respuesta de Kev.

Sonaron unos parásitos y el aparato enmudeció.

Los tres muchachos subieron a la habitación de Dale y Lawrence. La señora Stewart había instalado un catre adicional debajo de la ventana del sur; había comprendido que Mike estuviese trastornado después del terrible accidente del padre Cavanaugh el día anterior. No le importaba que durmiese en su casa. Su marido regresaría a primeras horas de la tarde del domingo y tal vez podrían ir todos juntos a comer en el campo, cerca del Spoon o de otro río de Illinois.

Se pusieron los pijamas. Habrían preferido no desnudarse esta noche, pero seguramente la madre de Dale iría a echarles un vistazo y no querían problemas. Dejaron la ropa preparada y Dale puso el pequeño despertador a las cuatro cuarenta y cinco. Advirtió que la mano le temblaba ligeramente al dar cuerda al reloj. Se metieron en sus camas, Mike en su catre, y se pusieron a leer historietas y a hablar de todo, menos de lo que estaban pensando.

– Me habría gustado ir al cine al aire libre -dijo Lawrence durante una pausa en la charla sobre los Chicago Cubs-. Daban esa nueva película de Vincent Price: La casa Usser.

– Casa Usher -corrigió Dale-. Está tomada de un cuento de Edgar Allan Poe. ¿Recuerdas cuando te leí La máscara de la muerte roja, la última víspera de Todos los Santos?

Dale sintió una extraña punzada de dolor y tardó un momento en darse cuenta de que había sido Duane quien le había hablado de los maravillosos cuentos y poemas de Poe. Miró hacia la mesita de noche, donde estaban cuidadosamente atadas las libretas de Duane. Abajo, el teléfono sonó dos veces. Pudieron oír la voz amortiguada de la madre de Dale al contestar.

– Lo que sea -dijo Lawrence, cruzando las manos detrás de la cabeza y sobre la almohada. Su pijama mostraba pequeños cowboys a lomos de Palominos encabritados-. Pero siento no haber podido ver la película.

Mike dejó su historieta de Batman. Llevaba un pantalón de pijama de un azul desvaído, con su camiseta de manga corta.

– No habrías querido volver a casa en plena oscuridad, ¿verdad? Tu madre no quiso ir debido a la tormenta, y yo no creo que sea una noche muy buena para estar rondando por las calles.

Se oyó un ruido de pisadas en la escalera y Mike miró hacia su bolsa de lona, pero Dale dijo:

– Es mamá.

Su madre apareció en el umbral, muy atractiva en su ligero vestido blanco de verano.

– Era tía Lena. El tío Henry ha vuelto a hacerse daño en la espalda al quitar unos tocones de los pastos de atrás, y ahora no puede ponerse derecho. El doctor Viskes le ha recetado unos analgésicos, pero ya sabéis que a Lena no le gusta conducir. Me ha preguntado si podría ir yo a buscarle las píldoras.

Dale se incorporó en la cama.

– La farmacia está cerrada.

– He llamado al señor Aikins. Bajará y la abrirá para despachar la receta. -Miró por la ventana los relámpagos que seguían perfilando los árboles y las casas hacia el sur-. No me gusta dejaros aquí solos cuando se aproxima una tormenta. ¿Queréis venir conmigo?

Dale iba a contestar pero miró a Mike, el cual señaló con la cabeza el walkie-talkie que estaba en el suelo junto a él. Dale comprendió: si iban a casa del tío Henry dejarían de estar en contacto con Kevin y Harlen. Y habían prometido que lo estarían.

– No -dijo Dale-. Aquí estaremos bien.

Su madre miró la tormentosa oscuridad.

– ¿Estás seguro?

Dale sonrió y le mostró un tebeo.

– Sí. Tenemos bocadillos, palomitas de maíz y tebeos… ¿Qué más podemos desear?

Ella sonrió.

– Muy bien. Sólo estaré fuera unos veinte minutos. Llamad a la casa de campo si me necesitáis. -Miró su reloj-. Son casi las once. Tendríais que apagar las luces dentro de unos minutos.

Los chicos oyeron que se ajetreaba en la planta baja; después, la puerta de atrás se cerró de golpe y el viejo automóvil se puso en marcha. Dale se plantó junto a la ventana para ver cómo se alejaba por la Segunda Avenida en dirección al centro de la ciudad.

– Esto no me gusta -dijo Mike.

Dale se encogió de hombros.

– ¿Crees que la campana o lo que sea se ha disfrazado de tocón para que el tío Henry se haga daño en la espalda? ¿Crees que es todo parte de un plan?

– Simplemente, no me gusta. -Mike se levantó y se puso los zapatos-. Me parece que será mejor que cerremos las puertas de abajo.

Dale hizo una pausa. Era una idea extraña porque sólo cerraban las puertas cuando se iban de vacaciones o algo parecido.

– Sí -dijo al fin-. Ahora bajo y cierro.

– Quédate aquí -dijo Mike, señalando con la cabeza hacia Lawrence, que estaba demasiado enfrascado en un tebeo para darse cuenta de ello-. Volveré enseguida.

Cogió su bolsa, cruzó el rellano y bajó la escalera. Dale aguzó el oído y oyó que se cerraba la puerta principal, y después pisadas en el pasillo en dirección a la cocina. Tendría que vigilar el regreso de la madre para poder bajar y abrir de nuevo las puertas antes de que llegase ella a la de atrás.

Dale se tumbó en la cama, viendo los silenciosos relámpagos por la ventana del sur y las sombras de las hojas del alto olmo por la del norte, a su derecha.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: