– ¡Eh, mira esto! -rió Lawrence.

Estaba leyendo una historieta de Tío Scrooge, su lectura predilecta, y algo referente al oro vikingo le había hecho reír. Sostuvo la hoja en dirección a Dale.

Dale se había adormilado; alargó un brazo para coger el tebeo pero no acertó. El tebeo cayó al suelo.

– Yo lo cogeré -dijo Lawrence, alargando un brazo entre las camas.

Un brazo y una mano blancos salieron de debajo de la cama y agarraron la muñeca de Lawrence.

– ¡Eh! -gritó éste, y fue inmediatamente arrancado de la cama, con la sábana volando por el aire.

Cayó al suelo con un ruido sordo. El brazo blanco empezó a tirar de él hacia debajo de la cama.

Dale no tuvo tiempo de gritar. Agarró las piernas de su hermano y trató de sujetarle. Pero el tirón era inexorable; Dale estaba resbalando de su cama, con la sábana y la colcha envolviéndole las rodillas.

Lawrence gritó cuando su cabeza se metió debajo de la cama; después se introdujeron los hombros. Dale trataba de aguantar, de recuperar a su hermano, pero era como si cuatro o cinco adultos tirasen de él sin aflojar un instante la presión. Tuvo miedo de que si seguía tirando tan fuerte partirían a Lawrence por la mitad.

Respirando hondo, Dale saltó entre las dos camas, apartando la suya de una patada y levantando el guardapolvo que su madre había insistido en poner en la de Lawrence, a pesar de las protestas del muchacho de que esto era afeminado.

Había oscuridad abajo, pero no una oscuridad normal sino una negrura más intensa que la de las impenetrables nubes de tormenta en el horizonte meridional. Era una negrura como de tinta sobre terciopelo negro, y cubría las tablas del suelo y se agitaba como una niebla negra. Dos gruesos brazos blancos salieron de aquella negrura y metieron a Lawrence en el agujero, como un leñador poniendo un pequeño tronco en la sierra mecánica. Lawrence chilló de nuevo, pero el grito cesó de repente al desaparecer su cabeza en la redonda oscuridad dentro de la oscuridad. Le siguieron los hombros.

Dale agarró de nuevo los tobillos de su hermano, pero las blancas manos eran implacables. Lentamente, pataleando y retorciéndose pero en silencio, Lawrence fue arrastrado debajo de la cama.

– ¡Mike! -gritó Dale, con voz estridente-. ¡Sube! ¡Deprisa!

Se maldecía por no haber agarrado su propia bolsa de lona que estaba al otro lado de la cama…, la escopeta, las pistolas de agua… No, no habría tenido tiempo, Lawrence habría desaparecido.

En realidad, casi había desaparecido. Sólo sus piernas sobresalían de la negrura.

«¡Dios mío, le están metiendo en el suelo! ¡Tal vez aquello se lo está comiendo!» Pero las piernas seguían pataleando; su hermano aún estaba Vivo.

– ¡Mike!

Dale sintió que la negrura empezaba a envolverle, unos zarcillos y tentáculos de oscuridad más fríos que una niebla de invierno. Por todos los sitios donde le tocaban aquellos zarcillos, Dale sentía en las piernas y los tobillos una picazón como producida por pedazos de hielo seco.

– ¡Mike!

Una de las manos blancas interrumpió su tarea de entregar a Lawrence a la oscuridad y se acercó a la cara de Dale. Los dedos tenían al menos veinticinco centímetros de largo.

Dale se echó atrás, se le escaparon los tobillos de Lawrence y observó que lo que quedaba de su hermano era engullido por la oscuridad. Después no hubo nada debajo de la cama, salvo aquella niebla negra que se encogía ahora sobre sí misma, y aquellos dedos increíblemente largos que resbalaban atrás y hacia abajo como las manos de un limpiador de cloacas al deslizarse por una boca de acceso.

Dale se arrojó debajo de la cama, tanteando la oscuridad, buscando a tientas a su hermano, aunque sentía entumecidas las manos y los antebrazos por un frío terrible, incluso al plegarse la negrura sobre sí misma y encogerse los zarcillos como en la película de una flor cerrándose al anochecer proyectada en movimiento acelerado…, y entonces sólo quedó el círculo perfecto de oscuridad, ¡un agujero! Dale podía sentir el vacío donde hubiese debido estar el suelo sólido, y retiró las manos al contraerse aquel círculo con demasiada rapidez, cerrándose como una trampa de acero que habría pillado y cortado los dedos de Dale en un instante…

– ¿Qué? -gritó Mike, entrando en la habitación con la bolsa en una mano y la escopeta de cañones recortados en la otra.

Dale estaba en pie, tratando de ahogar sus sollozos, señalando y farfullando.

Mike cayó de rodillas y golpeó las sólidas tablas con el cañón de la pequeña escopeta. Dale cayó también sobre las rodillas y los codos y empezó a dar puñetazos en el suelo.

– ¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda!

Pero allí abajo no había más que tablas y motas de polvo, y el tebeo del Tío Scrooge que se le había caído a Lawrence.

Un grito resonó en el sótano.

– ¡Lawrence! -exclamó Dale, corriendo hacia el rellano.

– ¡Un momento! ¡Un momento! -gritó Mike, sujetándole hasta que pudo recobrar la bolsa y la radio de Dale-. Monta la Savage.

– No podemos esperar… Lawrence… -dijo Dale entre sollozos, tratando de soltarse.

Otro grito resonó en el sótano, esta vez más lejano.

Mike dejó caer la escopeta sobre la cama y sacudió a Dale con ambas manos.

– ¡Monta… la… Savage! Ellos quieren que bajes allí desarmado. Quieren que te entre pánico. ¡Piénsalo!

Dale estaba temblando cuando montó la escopeta, ajustando el cañón al cargador. Mike se puso dos pistolas de agua cargadas debajo del cinturón, arrojó la caja de cartuchos 410 a Dale, se colgó el walkie-talkie del hombro y dijo:

– Muy bien, bajemos.

Los gritos habían cesado.

Bajaron corriendo la escalera, pasaron por el oscuro pasillo, y cruzaron la cocina y la puerta interior de la escalera del sótano.

37

– ¿Queréis que vayamos? -preguntó Kevin por el walkie-talkie. Tanto él como Harlen estaban vestidos y preparados en el dormitorio de Kev.

– No; quedaos donde estáis, a menos que os llamemos -radió Mike desde lo alto de la escalera-. Pulsaremos dos veces el botón de transmisión Si OS necesitamos.

– Entendido.

En el momento en que Mike cortó la comunicación se apagaron las luces de la casa Stewart. Sacó la linterna de la bolsa y dejó ésta sobre el escalón más próximo a la cocina. Dale cogió la linterna que guardaba su padre en un estante cerca del principio de la escalera. La cocina y la casa, delante de la puerta abierta, estaban a oscuras; en el sótano había algo más que oscuridad.

Se oyó un ruido como de algo que escarbaba o se deslizaba.

Dale metió el cartucho del 410, dejó vacío el cañón del 22 y cerró la escopeta. Amartilló el arma. La luz de la linterna iluminó la pared en la curva de la escalera cerca del pie de ésta. Más ruidos como de arañazos sonaron detrás de la esquina.

– Vamos -dijo Dale, sujetando la linterna con una mano y la escopeta firmemente con la otra.

Mike le siguió con su arma y linterna.

Bajaron de un salto los dos últimos y altos escalones, oliendo la humedad del lugar. Delante de ellos, el horno y el tragante proyectaban tuberías como cabellos de Gorgona. El ruido como de deslizamiento sobre piedra procedía de su derecha, a través de la pequeña abertura en la pared.

Sonaba en la carbonera.

Dale entró rápidamente en ella, iluminando con la linterna a la izquierda y a la derecha y después de nuevo atrás, el tragante, las paredes, el pequeño montón de carbón que había quedado del invierno, la pared del norte con su panel al exterior y la tolva del carbón en una esquina, las telarañas en la pared más próxima, y de nuevo el espacio abierto.

Brilló un débil resplandor en el hueco de debajo de la fachada de la casa y del porche: no una luz, no algo tan brillante como una luz, sino una pálida fosforescencia parecida a la de la esfera del reloj de Kevin. Dale se acercó más y proyectó la luz de la linterna en el bajo espacio cubierto de telarañas.


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