Harlen se quedó helado.

– Oye, puede ser importante…

– ¡Enséñamela!

Sin pensarlo, Dale había levantado la escopeta, de manera que el cañón apuntaba en la dirección de Jim Harlen.

Éste llevaba su pequeña pistola debajo del cinturón Y de los absurdos rollos de cuerda.

– Escucha, Dale… Sé que estás medio loco por lo de tu hermano, y yo generalmente no cumplo órdenes de nadie, pero Mike tendría algún motivo. Ayúdame con un par de esas tablas y te enseñaré la manera de entrar.

Dale tuvo ganas de gritar, decepcionado. Pero en lugar de eso bajó la escopeta, la dejó apoyada en la pared y levantó un extremo de la larga y pesada tabla. Habían amontonado varias docenas de estas viejas tablas cuando demolieron el porche occidental del colegio el pasado otoño; estaban todavía allí, empapadas en agua y pudriéndose.

Los muchachos tardaron cinco minutos en llevar ocho tablas al porche norte y tenderlas sobre los peldaños.

– Esas cosas no sostendrían una bicicleta, si han de servir de rampa -dijo Dale-. Mike está loco.

Harlen se encogió de hombros.

– Dijimos que lo haríamos. Ahora ya lo hemos hecho. Venga, vamos.

A Dale no le había gustado dejar la escopeta y se alegró al encontrarla todavía apoyada en la pared. Salvo cuando los relámpagos lo iluminaban todo con su brillo, reinaba una oscuridad completa junto a esta pared de la escuela. Todas las luces del patio de recreo y todos los faroles de la calle estaban apagados, pero los pisos altos del edificio parecían envueltos en un resplandor verdoso.

– Por aquí -dijo Harlen.

Todas las ventanas del sótano estaban cubiertas de tela metálica, así como los contrachapados. Harlen se detuvo ante la ventana más próxima a la esquina sudoeste del colegio, arrancó la larga tabla suelta y dio una patada a la herrumbrosa tela metálica. Ésta se soltó.

– Gerry Daysinger y yo pateamos esto durante un recreo aburrido en abril -dijo Harlen-. Échame una mano.

Dale apoyó la escopeta en la pared y ayudó a arrancar la tela metálica de la pared. Polvo de ladrillos y de metal oxidado cayeron a través de la ventana hasta un nivel más bajo que el de la acera.

– Sujétala -dijo Harlen, con su voz casi ahogada por el viento y un trueno.

Se sentó en el suelo, se apoyó en la pared, tiró de la tela metálica y rompió el cristal de una patada, con el zapato derecho, destrozando al mismo tiempo el marco de madera. Rompió un segundo cristal, y después un tercero. La mitad de la pequeña ventana quedó abierta en la oscuridad, con los trozos de cristal reflejando el enfurecido cielo.

Harlen se arrastró hacia atrás sobre el trasero y extendió un brazo, con la palma de la mano hacia arriba.

– Usted primero, mi querido Gastón.

Dale agarró la escopeta y se deslizó por la ventana, pataleando en la oscuridad; encontró una tubería con el pie izquierdo y arrojó el arma para poder apartar los cristales rotos con las dos manos. Saltó de la tubería al suelo, a un metro y medio debajo de él, encontró la escopeta y la sostuvo sobre el pecho.

Harlen bajó detrás de él. Un relámpago reveló un revoltijo de tuberías de hierro, codos macizos de unión entre ellas, las patas rojas de una mesa grande de trabajo, y mucha oscuridad. Dale desprendió la linterna de su cinturón y se colgó la escopeta del cinto.

– Enciéndela, por el amor de Dios -murmuró Harlen, con voz tensa.

Dale encendió la linterna. Estaban en la habitación de la caldera; el techo oscuro estaba lleno de tuberías y grandes depósitos de metal se alzaban como crematorios a ambos lados. Había sombras entre los hornos gigantescos, sombras debajo de las cañerías, sombras en los pares y una oscuridad todavía más intensa más allá de la puerta que daba al pasillo del sótano.

– Vamos -murmuró Dale, sosteniendo la linterna directamente encima del cañón de la Savage.

Lamentó no haber traído cartuchos del 22 además de los del 410.

Dale fue el primero en penetrar en la oscuridad.

– Hijo de puta -murmuró Kevin Grumbacher.

Casi nunca decía palabrotas, pero todo marchaba mal.

Los otros le habían dejado, y Kevin hacía todo lo posible para arruinar el camión y el medio de vida de su padre. Esto le ponía enfermo: forzar el surtidor y el depósito subterráneo de gasolina, utilizar la manguera de la leche para trasegar gasolina dentro de la cuba de acero inoxidable. Por mucho que limpiasen después la manguera de caucho, siempre quedaría un poco de gasolina para contaminar la leche. Y estas mangueras costaban una pequeña fortuna. Kevin no quería ni pensar en lo que estaba haciendo a la cuba.

El problema estaba en que con la electricidad apagada, el acondicionador de aire de la casa dejaría de funcionar y esto haría que sus padres se despertasen pronto, y aún más pronto si arreciaba la tormenta. Su padre tenía fama de dormir profundamente, pero su madre paseaba con frecuencia por la casa durante las tormentas. Era una suerte que su dormitorio estuviese en la planta baja, junto al cuarto de la tele.

Pero Kevin había tenido que sacar el camión cuba del garaje sin poner en marcha el motor; tenía la llave, pero el ruido habría despertado a su padre aunque tuviese en marcha el acondicionador de aire. Arreciaba la tormenta, pero Kevin no podía contar con que no se oyese el motor del camión.

Afortunadamente el camino de entrada de la casa era cuesta abajo, y Kevin había puesto el vehículo en punto muerto y había dejado que se deslizase los tres metros necesarios para acercarlo al surtidor de gasolina. Conectaría el cordón de la bomba centrífuga con la toma de 230 voltios del garaje; pero entonces se acordó de que no había corriente. «Magnífico. Realmente magnífico.»

Su padre tenía un generador de gasolina Coleman en la parte de atrás del garaje, pero esto aún haría más ruido que el camión.

No había más remedio que intentarlo. Kevin pulsó los interruptores adecuados, puso las palancas convenientes, cebó una vez el carburador del generador con gasolina del bidón del camión y tiró con fuerza de la cuerda de arranque. El generador dio dos estampidos, tosió una vez y arrancó.

«No es tan fuerte. No más fuerte que el ruido de diez cochecitos en una cuba grande de aluminio.»

Pero la puerta de atrás de la casa no se abrió; su padre no salió corriendo, envuelto en su bata y con los ojos brillantes de furor. Todavía no.

Kevin conectó el cordón en la toma adecuada, cerró las puertas del cobertizo contra el viento que trataba de arrancarlas de sus manos y manipuló con las llaves para abrir la tapa de acceso al depósito subterráneo. Utilizó la varilla de dos metros y medio que guardaba su padre en un lado del cobertizo para comprobar la profundidad del carburante. Kevin abrió la puerta de atrás del camión, sacó la voluminosa manguera, la sujetó y se dirigió a la tapa de llenado. La manguera, al desenrollarse en la oscuridad de la cuba, le hizo pensar en cosas que prefería olvidar.

La tormenta estaba arreciando. El abedul y los álamos de delante de la casa de Grumbacher parecían querer desarraigarse, mientras los relámpagos iluminaban el mundo con falsos colores Kodachrome.

Kevin arrojó el palo y vio que la manguera se ondulaba al empezar a funcionar la bomba. Cerró los ojos al oír que la primera gasolina empezaba a borbotear y a verterse en la casi estéril cuba de acero inoxidable. «Lo siento, niños, pero vuestra leche va a tener saborcillo a Shell durante un tiempo.»

Su padre lo mataría, pasara lo que pasara. Raras veces se mostraba colérico, pero cuando lo hacía era con una furia teutónica que asustaba a la madre de Kevin y a todos los que se encontraban alrededor.

Kevin pestañeó cuando el viento le arrojó polvo y arena a la cara. Dale y Harlen ya no se veían en el patio de recreo del colegio, y Mike había desaparecido en el sótano de los Stewart. Kevin se sintió de pronto muy solo. «Doscientos ochenta litros por minuto. En el depósito subterráneo al menos debe de haber tres mil ochocientos litros: la mitad de la capacidad del camión cisterna. ¿Cómo…? ¿Quince minutos de bombeo? Papá no dormirá tanto tiempo.»


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: